Te Prometo Anarquía

volveremos a saciarnos del murmullo docto que germina en las paredes, de la soledad de un cielo que cabe en una mano, de la telepatía oscura y de las vueltas infinitas de una tuerca

Eunice Shade

 

[EUNICE SHADE]

 

NARCISISMUS ABSOLUTUS

(partitura musical No. 8)

 

Siempre he sido un tipo que consigue a la mujer que quiere. Y cuando digo esto no me refiero a su atención. Conseguir una mujer significa liberarla sin restricciones frente a uno o a vos, o artes amatorias mayores. Lo digo como buen lobo de mar en el asunto. Aclaro que conseguir no es lo mismo que poseer. Pero digamos que apenas consiguiendo se prueba fugaz ese ínfimo e infinito aleph en todo su magnánimo esplendor. Así podríamos medir la distancia de una mujer a otra, si esto fuera posible. Yo creía que tenía a la Paola en mis manos. Cada vez que la encontraba ella me cerraba un ojo y sudaba. Fluía de sus poros ese olor hipnotizante a hembra mientras la muy cabrona se reía sin parar. Yo creía que tenía el poder de derretirla, al menos así me había hecho creer la muy cerda. Exactamente así la imaginaba en negros encajes mientras le apartaba esa molesta tela que me separaba de su aleph y en carcajadas alardeaba con mis amigos sobre cómo la muy cabrona bailaría al son de lo que mis dedos le tocaran. Así creía que la tenía… y ese lunar cerca de su nariz me lo revelaba. La tenía loca y a mí me tenía loco que la tuviera tan loca a la disposición de mis deseos, a los que ella presta y dispuesta siempre accedería. Era la trigésima tercera del año. Pero me ardía que fuese capaz de fluir por sus agujeros sin miedo alguno. Me hacía creer que yo poseía algún tipo de magia para ponerla así, o que quizá yo era único. Me confundía y entonces no sabía si era yo o qué putas pasaba. Que a fin de cuentas nada pasaba. Pero fue aquella noche cuando supe que era una maldita. La muy cabrona me invitaba a tapinear unos vinos que tenía de reserva en su alacena. Me recibió de azul oscuro metálico y labios morados. Puso unas de esas cancioncitas eróticas de Sade a media luz y me habló de lo ridículo que sonaba el nombre de Blanca Arauz, de esas idealizaciones exageradas que suelen hacerse de aquellos muertos que nunca conociste y su aliento era tan agrio y asqueroso como el vinagre y sus dientes tan morados como una parra en plena fermentación. El gran bajón me vino cuando la escuché aullar sin asco, pues siempre había creído que ella sentía algo por mí cuando al final resultó ser una vil perra encelada y yo cualquier instrumento para que ella lograra su unísono y egoísta orgasmo, la hija de puta sonaba con todo, le daba igual si era yo o no, era una hija de la gran puta bien hecha. Me dijo claramente que ella era su propio dealer de oxitocina, que simplemente la liberaba o desviaba cuando le daba la gana. Que si tenía algún clavo con eso ahí estaba la puerta. Por supuesto que no me fui y la dejé que me tocara para la creación de su partitura experimental inolvidable número 8. Al final, agradecida y desnuda, se limpió tranquilamente con una toalla el sudor del cuerpo frente al espejo y desde ahí me sonrió ampliamente con sus perversos dientes morados.

 

GIBBERISH

 

Nunca lo imaginó con tanto fantasma por la casa. Aun con las voces que reclamaban un espacio libre y sin represión. Fue esa noche que se armó de valor y bajó a eso de las 7 p. m., cuando en las calles desbaratadas se le vio dirigirse al viento libre de la extraña duda, porque a veces creía necesitar de una para levantarse. Ni idea de cómo sería; si como en las viejas fotos o en el sueño o ninguna de las anteriores. La ansiedad le dibujó una mesa cubierta con un mantel de tejidos blancos. Se reían de estupideces mientras bebían y comían apios o zanahorias con grandes cantidades de crema dulce. Un trago de ron y sacudían la cabeza cuando las manos caían con el estruendo de una alegría imposible. Se señalaban y reían. En el piso unos niños gordos y necios le jalaban insistentemente los pantalones. A ratos acudían unos momentos de seriedad en que flotaban preguntas sin respuestas y reían. Tal vez se tomaron de las manos un par de veces y movieron la cabeza con suavidad en señal de sí y en señal de no. Fue frente al muro que lo supo. Fue ahí. Cuando en la puerta apareció un molusco sobre una concha tornasolada que hablaba en lenguaje desconocido, pero que, a pesar de todo, se le entendía. Poseía una delicada membrana defensiva, aparentemente fácil de traspasar. Luego se le escuchó llorar en ese lenguaje que él todavía no lograba descifrar completamente. Un movimiento del molusco le reveló que no existía tal membrana. Y como guiado por el instinto conversó con amabilidad. Le parecía asombroso pronunciar bien las palabras en ese idioma que a primeras creyó ajeno. El molusco abría sus ojos húmedos, pero no lloraba, ante una certeza (no) lloraba o creía que no lo hacía, como si nada hubiese ahí, como si respirar fuese reproducir la programación elemental de una máquina atrapada en sus desgastadas vueltas circulares. Como si respirar fuese una tediosa costumbre que lo tenía harto y que una vez resignado no quedaba otra que simular frente a otros que inhalaba y exhalaba. En tal simulacro se fue expandiendo hasta que sin querer de su forma irrumpió una cola de escorpión. Una gigante y pesada cola que salía de su centro. ¿Pero cómo sería esto posible? Si miraba al molusco en toda su lasitud frontal… y nadie lo hubiera creído, su carne verdiviscosa brillaba con los reflejos de la noche artificial: El alambrado público lo develaba, nadie lo hubiera creído y luego la cola que se elevaba sobre su carne lucía como nueva, violentamente negra y brillante, compartimentada.

Esa noche él quiso pretender que la cola del molusco estaba ausente y al mirarlo, cada segundo, se convencía de lo falaz y traicionera que puede ser una fotografía. Le dijo que daría una vuelta por la calle, que ya regresaba. Caminó de esquina a esquina mientras el molusco lo miraba desde el muro. Tocó el relieve de los grafitis (su primer nombre todavía se conservaba escondido en esas paredes), recorrió con los dedos el mapa verbal de la zona, recogió un pedazo de botella en una acera y al verlo se contempló años atrás. Constató lo que siempre ha sabido: Una parte de aquel lugar palpitaba en uno de sus rincones. Y lo recordó: Amaba y odiaba ese lugar. Entonces sintió cómo se elevaban en sus órbitas y cómo giraban sus otros trozos, aquellos que en un futuro le reclamaron y exigieron nuevas adaptaciones. Sintió cómo esos diminutos fragmentos eran sostenidos por aquel primero que ahora lo mareaba y le provocaba oleajes sucesivos. Pasaron unos viejos amigos tatuados hasta la lengua, la jornada los premiaba con una serie de electrodomésticos, venían discutiendo la repartición, de repente cruzaron miradas y lo reconocieron, se alegraron tanto al verlo, lo palmeaban, lo abrazaban, se lo turnaban, “a vos te va a gustar este”, le dijeron mientras sacaban un aparato del saco y se lo enseñaban. Desde lejos el molusco lo llamó con la cola y se enrumbó de nuevo hacia el muro, donde hubo un silencio de rutina porque la Nada imponía su presencia. Se quedó quieto, se quedó en blanco viendo como el molusco se acomodaba en su asiento de nácar, lo imaginó como un niño sin juguetes, como un viejo marinero lisiado y sin brújula. Y fueron apareciendo sus hologramas, el molusco los explicaba otra vez en ese lenguaje desconocido. Reconoció cada una de las siluetas, sus colores, su textura. Comprendió en el acto que esos hologramas habían sido los suyos por mucho tiempo. El aroma del pelo, la rugosidad de las yemas, las figuras de neblina, todo pertenecía al ser viscoso. Por primera vez sintió deseos de crear sus propios hologramas. Con su dedo índice de pincel tomó un poquito de oscuridad del ser, trazó una larga curva y creó otro cielo con quásares partidos. Pintaba cuerpos diminutos, liliputienses con otras auras. Pintaba mientras el molusco se desvanecía en su concha policroma. Fue cuando aparecieron ellos. Entre los cuatro montaron la concha en una especie de polín con ruedas y el molusco enmudeció repentinamente cuando le inyectaron un líquido transparente. Lo tocaron tres veces para que reaccionara como se supone debía hacerlo, pero su reacción fue tan mecánica, tan protocolaria, tan inexistente. Parecía que se ahogaba, que se hundía en su carne pegajosa durante la despedida. Se alejaba, cuando la concha cerraba sus extremos lentamente. Salió de ese lugar convencido que las fotos mienten.

 

SALOON

 

“Hoy, descompondremos los colores de la noche”, dijo mientras acomodaba el portafolio de cuero sobre el escritorio frente a los estudiantes. Porque la noche, pensó Pedro, no es negra. Así nos han hecho creer. En realidad la noche está hecha de rojos, verdes, amarillos, tonalidades de blancos que a veces oscilan entre el turquesa y el lapislázuli. Nadie dijo nada. Si la noche era, (dijo P y está grabado), un tiempo vasto que contiene a otros tiempos y que nosotros podríamos interpretar: cada tiempo es un color y así hasta el infinito de las mezclas… no era el tema. No se miraron entre ellos y este era un tipo de silencio extraño. No el de Cage, sino extraño, quizá el silencio que precede a la vida y dirán la muerte, sí, precede y preside la amplia mesa. Como si esa rama de árbol grueso los cubriera y es fresca y es bueno no salir para no quemarse la piel porque además el fresco de la sombra; su aroma a florcilla recién reventada. Había un misterio en el sol, en sus finas hebras perpendiculares como queriendo decir algo. Carlos que observaba maniáticamente su celular reparó dos o tres veces y repitió la oración: La noche no es negra. A Luciana, le parecía que “niñas jugando” era tanto o más aburrido que el sonido de la lluvia, pero a las personas les gusta: llueve, se salen, se bañan, aspiran. “Es la misma lluvia de siempre”, pensó Javier cuando tras las ventanas las gotas se derramaban raquíticas y en direcciones contrarias. O al menos pegan los labios a la ventana o exhalan vapor de sus glándulas. Sin duda cada palabra podría ser una fotografía. La calle sería como un amplio pasillo con baches, una esquina con un tarro de basura y un poste a media luz. Lavanda prefería caminar por ahí a altas horas cuando la ciudad se emborrachaba y un par de tennis (no zapatos) levitaran porque sí. Es posible encontrar tennis azules en estos días, son tan comunes como el café y las donas, pero no tanto como una mesa con tres sillas en un bar solitario (Estilo Bukowski-Kim Addonizio), un bar que muere como un barco que se hunde, una de esas cantinas donde nadie quiere ir porque el calor pegajoso consume, es trópico húmedo donde los zancudos ostentan la dieta exquisita de la sangre. Y la vieron. Tres de ellos la vieron: una mujer sentada en la escalera de caracol, otra vez la media luz callejera y la mujer sostiene un baúl y dentro del baúl hay una puesta de sol y una silueta que nunca termina de definirse. Algunos verbos son terroríficos, dijo Pedro, tanto como un sonido insistente que aunque se repita nunca será el mismo, Char dixit. Tren a vapor porque los espacios mentales son únicos (a veces). Tan retro. Tan vintage. Le gustan las flores marchitas en un florero: naturaleza muerta, había algo en morir. Había algo en el sol; magnético, como si esa mujer que no era real saltaría de la escalera y limpiaría, cambiaría el agua lamosa, verde musgo que puntearíamos con un pincel. La utilizaríamos para pantallas de lámparas apagadas porque no existe la oscuridad total y sí el tiempo que devora: solo es oler a la gente en los edificios: naturaleza muerta futurista y sus alfombras diplomáticas de corbata pulcra:

—¿Un café?

—No, gracias. El café sabe distinto tras la ventana y Camila de horizonte. El café en la oficina es amargo, es café de aceptación. El café con Camila es divertido y sabe a verde. Eso les bastaba: un color para combinar y listo. Así que por tradición esa mañana jugaron con tres voces (y sus otras voces) y eligieron el verde.

Luego, cortó el hilo y fue a darle de comer al perro, que también, obvio, gustaba detenerse en el álbum de historia de los eclipses. Ambos, o los tres que podrían ser nueve, demandaron café libre, eclipses y tennis azules, y por supuesto, más verde. Sí es de madrugada, agregó Javier, mejor.

 

OSOS POLARES

 

El pelo, el rostro recién lavado, los rayos perpendiculares sobre el aro de los ojos, el líquido a cada correr de ciudad que despierta o contradicciones del sistema vital-movimiento. La parada de buses solitaria en complicidad con el sosiego. Algunos verbos todavía no se pueden volver a conjugar. En esa parada desfilaban máquinas del sol. En tanto ausente exploraba las filigranas de ese reloj que nunca cede sus agujas a la imaginación (pues también se mueve, también se adapta, resiste, acopla, contesta desde cualquier ocaso de pantallas y es en síntesis la polémica de algunas escuelas budistas). Días antes en la hemeroteca leyó y leyó la tradición noventera de electrodomésticos usuales y poéticos (salvo dos, tres TPS-L2). El ciclo respirar de contar (sinónimo de alardear) a otros las traducciones del dolor-dicha metafórico o máximo común denominador de: “ya vine”, o comiendo de facto a los perseguidos, sin particularidad o estresados por un armatoste impresionista, aquellos alfonsinillos atrapados en camas infinitas (brrr), risas beatas sin brasieres, eclipses a medias de baja intensidad, casi todos precarios a la contemplación extenuante de un espacio giratorio, allá después de las estratósferas: el caminar de puntillas, en silencio conveniente por aquel pasillo clorofórmico de hospital, subsidio de las sombras, ni detenerse en las complejas autopistas de la sangre, o la geometría caótica de muecas en un compartido deseo. Si se elegía despertar o ley de sobrevivencia, se demanda al menos, al menos, al menos un mínimo, una pizca del ingrediente. Más decepción: Eso fue lo que Oso Polar leyó. Pero el desarrollo paralelo de ciertas percepciones le indicaba que existía un corte perfecto e integrador, se sospechaba del mismo, se pecaba intencionalmente sospechar del mismo, se dejaban resquicios, antiquities de colección, se construía un tótem de Oso polar. Esa era la vestimenta espiritual a su medida porque según los cherokees y los atapascos: “el oso es fuerte, sabio al acechar a su presa, pero jamás mata por matar (…) y necesita largos períodos de sueño para recuperar su fuerza”. No es cierto entonces que todos los animales son iguales, ni los mismos, aunque los mecanismos estuviesen emparentados, aquello, aquello, aquello era la forma verbal no conjugada. Se respetaba también a los cerdos de granja, algunas personas necesitan del colesterol para saberse vivos porque ellos siguen a Vicente… dónde va Vicente, va la__________. Otros necesitan de seres fantásticos para recordar que también se mueren, que también hay métodos para morir. En la literatura existían vidas y muertes, los osos polares se inclinaban por las segundas, en donde las interrogaciones se inventaban, en donde los Virgilios se escogían o se inventaban. Pero cuando los no-tangibles abrían los ojos encarnaban como flechas, se colgaban unos rótulos pintados con un NO en negro, caminaban por las calles, las universidades, las galerías, ciertos lugares, así las máquinas del sol reconocían el abismo por primera vez y podían evitarlo, saltarlo, no caer en él.

Mientras el mundo se derramaba, tal como debe ser, los osos polares se aglomeraban en la parada de buses, esperaban y debatían operaciones de importación y exportación, egresos e ingresos. A lo lejos se escuchaba el bus acercándose. No tenían tanta prisa en llegar en la próxima parada.

 

EUNICE SHADE. (Managua, Nicaragua, 1980). Licenciada en Ciencias Jurídicas y Filosóficas. Master en Filología Hispánica (UNAN) y Literatura Hispanoamericana (Ohio University), gracias a haber ganado la beca Fulbright. Ha publicado el libro de cuentos El texto perdido (Editorial Amerrisque, Managua, 2007), que según la crítica Helena Ramos “marca un hito en la cuentística nicaragüense”. Otras de sus publicaciones incluyen el poemario Escaleras abajo (Ediciones MA, 2008); el libro de ensayos y artículos Espesura del deseo (Editorial Zorrillo-PEN-Sociedad Nicaragüense de Jóvenes Escritores, 2013) y recientemente su segundo libro de cuentos Doble línea continua (Instituto Nicaragüense de Cultura-Sociedad Nicaragüense de Jóvenes Escritores, 2014). Ha sido seleccionada en diversas antologías nacionales e internacionales de cuento y poesía, e integrante de iniciativas de intercambio literario entre escritores hispanoamericanos como Entresures y La ciudad contada. Actualmente es estudiante del Doctorado en Hispanic Languages and Literatures de University of Pittsburg. Es columnista de Casi Literal.

09 de septiembre de 2015
1980, autor invitado, Managua, narrativa, Nicaragua

¿algo qué decir?