Te Prometo Anarquía

resuena el vacío y un fogonazo en la trémula noche arropa al ave curiosa mientras Ulises y sus bocanadas atraen la glándula venial de las diosas cotidianas

daniel castillo

[DANIEL CASTILLO]

 

TIERRA DE CONEJOS

¡Uuuuuuu! Yo anduve este maldito país, yo aguanté más tiempo, querida del miedo.
Yo meé en los ríos más importantes, cagué en construcciones abandonadas, en campos alejados de todo; en pisos cerámicos, en terrazas adoquinadas.
Metí la mano en el Ebro, en el Nervión, en el Sella, en el Tormes cuando hacía frío. Grité de horror en mi habitación, acalambrándome en el suelo de una noche con ropa.
Estuve en hostales de gente cansada, de gente mala
Revisé en sus mochilas, en sus objetos personales
Respiré contra ropa sucia de viajeras desconocidas
Me revolví en almohadas con olor a pelo sucio, fundas con cabellos interminables de mujeres recién dormidas
Subí las escaleras de edificios que no llevaban a ninguna parte, a vistas mediocres, a calles minúsculas que arrastraban basura.
Me desnudé en una playa andaluza, corrí en un instante de arrebato.
Anduve Madrid, anduve Bilbao, anduve el jardín trasero de tantas casas, de tantos parques cerrados por la madrugada.
Temblé sobre bancos mojados de rocío
Atravesé ciudades en noches sin sueño
Me ofrecí como perro a feas incontables de la calle, de bares fantasmas, de minutos 90. Rompí camisas, rompí zapatos, corazones de niñas huérfanas
Espié a mujeres a las que nunca hubiese podido desnudar
Me partí la cara en noches confusas
Me emborraché en Coruña, grité en dirección a los barcos
Desperté en habitaciones con olor a mierda, respiré confundido. Corrí la madrugada.
Me peleé con la noche tantas veces, amor, que lo nuestro es un beso después del grito

Me duché en casas ajenas, casas con dueños ausentes
Me pasé la mano por el pelo frente a noventa espejos distintos y dije: Dani, sos grande, hermano, sos grande, otras noventa veces.
Oriné la cama de un hotelito en Cantabria. Desperté con el olor del pipí enfriándose en mis piernas.
Vi retratos de gente, pasaportes de gente fantasma, de gente cualquiera
Bailé sin camisa, restregué la panza contra cuerpos sin nombre
Hablé con un adicto que lloraba sobre un pastel de cumpleaños en Salamanca y que me dijo, tomándome de la solapa, que lo más importante es nunca tratar de encontrarse
Esperé empleadas fuera de restaurantes, de bancos nacionales, de bibliotecas municipales
Abordé a una rubia a la salida de un bar que no recuerdo.
Escribí de ti en un papel cuadriculado, en una mesa de noche.
Pensé frente a un mingitorio en Valencia que todos se mueren con las películas que vieron.
Robé ropa interior, dormí en sillones de dos plazas
Leí a pasternak, a k. dick, a kjell askildsen
Lloré con fante, con onetti, con houellebecq, con céline, con bioy casares, con gómez carrillo
Fumé con una canción de Silvio hasta la tos, hasta la canción cansina
Pensé en P, en A, en Maria André con 12 años, en nombres propios como cascadas Pensé en rubias pecosas, en morenas bajitas, en pelirrojas con brazos gordos, en chicas del tiempo perdido
Pensé en otros años, en otros días, en otras lluvias sobre otros tejados
Bajé borracho a calles congeladas
Busqué caras, blusas, rostros de la noche; españolas en deportivas genéricas, en uniformes de supermercado
Llamé borracho a números de teléfono, a nombres propios que gritaban tan alto
Toqué Santander, las dos castillas, la Rioja, un apartamento con una mesa coja y dos de las sillas rotas
Hablé con viejos acabados, prostitutas, malos empleados
Vi mujeres pelearse de madrugada
Francesas gritando a ambos lados de una calle tranquila
Una china golpeando en la cabeza a una señora que mordía los hombros, las manos
Vi Incas bañarse en ríos españoles a eso de las seis de la tarde, los vi descansar en campos castellanos, valencianos, vascos. Los vi revolverse en un césped triste, tendidos a lo largo de su propia vergüenza
Pensé en madrileñas de flecos rectos que graffitearon te quieros en paredes de metro, en cuartos de baño, en puentes desvencijados, en espejos rotos.
Chicas que dijeron Madrith o Madriz, en vez de Madrid.
Andaluzas con piercings en la boca. Besos después de malas conversaciones.
Cené con gente que me tuvo lástima, que quiso marcharse antes de tiempo
Respiré el aliento de gallegas perdidas
Me emborraché con chicas descuidadas
Vi la noche con mujeres mediocres
Leí poemas a españolas aflamencadas que no sabían de autores
Besé en los labios a una madre que se acercó a pedirme dinero
Discutí borracho con alguien que ya no recuerdo en San Sebastián
Me quedé dormido en el bus que lleva hasta Guernica

Conocí un cuarentón de la mancha que bailaba bachatas con quinceañeras, que trataba de besarlas en la transición de la música
Un turco en la Rioja que quería enseñar español.
Una ecuatoriana que bailó media canción conmigo
Oriné contra 600 paredes, me apoyé en 400 coches estacionados.
Recordé durante dos noches a una española en pants de Carrefour que no pude abordar en un parque, que se alejó caminando con el móvil en la mano.
Viví en un número 7, en un primero A, en una 4nueve8.
Arrastré sillas a doscientas ventanas
Pensé en ti en cuartos desordenados, en baños sin lavar
Hablé con alguien que fumaba sobre el motor de su carro
Un viejo que me dijo: todo está en mute, todo está en pausa
Me sentí solo los martes, la mitad de las veces escuché la nevera, un paseante borracho o un auto aparcando antes de volver a dormir.
Hablé con un tipo que me dijo que nunca se olvida. Tenía los dientes podridos y la foto de una gorda en la cartera.
En Sevilla entendí con los zapatos rotos que nunca se llega a ninguna parte, por eso tantos zapatos.
Tomé cervezas con mujeres sholcas, desdentadas que lo habían perdido todo.
Desperté en un parque infantil, tirado a lo largo de un resbaladero con la garganta pisoteada de frío.
Escribí en una servilleta “España es una puta empolvada que tose con cada envestida”.
Apunté un número de teléfono al reverso de una factura
Llamé a gente que no existía
Me asomé al cristal de aquel hotel en que estuvimos en Casco Viejo.
No pude aguantar el frío.
Empecé a comprar cigarros más baratos, ya no bajo tanto a los parques.
Me alejé de muchas de las cosas que hicimos. Nunca volví a Covadonga.
Encontré en un pantalón sin lavar una nota que decía “Voy a extrañarte” y la fecha que fuera.
Lloré agarrándome el pelo.

 

AMBULANCIA

El sonido de una sirena más allá de las persianas, el apartamento hecho mierda, una botella de whisky muerta hasta poco después de la etiqueta sobre la mesa del office. Una pelirroja al lado de la ventana, calzones color agua, ojos en la pantalla de su smartphone. El ruido de la ambulancia todavía, yendo calle abajo mientras el enfermo desatendido. Enciendo un cigarro desde la cama viéndome la cara en el reflejo de la televisión curva, sabiendo perfectamente que al momento de encenderla, la pelirroja va a dejar la habitación, se va a despedir sin decir nada y va a ver el perfil de quien mira la T.V. sin hacerle (puto) caso desde la separación temporal de la puerta, segundo y medio antes de cerrarla para siempre. Con la puerta cerrada volveré a apagar la televisión y probablemente, con el cigarro al borde del filtro, la piense en pantalones jeans pidiendo el ascensor, después sobre la alfombra del lobby andando con la prisa de los que odian tener que abandonar. Antes de dejar el edificio, más allá de la puerta, trataré de verla mentalmente pisando la acera/pidiendo un taxi. No me arrastraré al balcón para verla desde arriba, ella tal vez no busque mi ventana. El whisky empañará su vista hasta poco más de las siete. Ninguno de los dos recordará la ambulancia.

 

03610

Busqué tu cara entre las españolas del pueblo que me contaste en un Volkswagen a 10 kms/hora. Memoricé calle Azorín, carrer l’Horta, Gabriel Payá, Constitució tal vez para que el día que te vea me creás cuando te diga que estuve allí. Quizás te interese saber por qué fui sobre un café/una cerveza porque pfffff (¿te das cuenta?) cuánto tiempo, (y tu nombre). Aparqué, anduve Virrei Poveda viendo las casas, me vi en el reflejo de la ventana de número 23 al querer asomarme al interior, leí la primera página de un libro sobre un banco en Felip V pero no pude concentrarme y abandoné la lectura. Lindas las casas, por cierto. En carrer Elx miré cómo se llamaba la calle, carrer Elx. Pensé en Mercadona al bajar la calle y ver un grupo que atravesaba las puertas automáticas del establecimiento. Me interesé tal vez por la concentración de gente, porque había más posibilidades de que estuvieras en un lugar de esos, o en el parque, ese que ves al salir del Mercadona. No desperdicié ni una sola blusa, una sola cara, un solo cuerpo de mujer y me asomé incluso antes de entrar a un auto aparcado con una quinceañera que dormía con el cinturón puesto. Dentro compré una lata de Pepsi, por hacer algo, y unas salchichas para mi perra. El supermercado estaría por cerrar antes de volver a mi casa, por eso y por mantener a la perra, las salchichas. Vi chicas, querida del tiempo, que te ganaban en todo menos en esos primeros días en Salamanca, de ese litro de cerveza en Catedral que no pudiste acabar porque ya sentías las risas. Tal vez vi a tu madre en un pasillo, tal vez tu madre en la fila, tal vez tu madre atendiendo la caja, tal vez tu madre respirando mi camisa sucia de tres días al pasar cerca; tal vez nunca en Mercadona, tal vez andando por Plaça de Espanya o frente a Capitán Rico paseando a algún perro. Otra vez fuera pregunté a una chica por el nombre del parque/cómo se llamaba el parque. Antes de decir “Campet” preguntó por qué preguntaba eso. Soy escritor, mentí. Le adelanté que escribiría de eso, que necesitaba situarme, que ¡ah!, a veces los parques no están bien rotulados. Al salir hice varias veces la rotonda porque quería ver a una mujer más antes de partir, una última oportunidad de verte. La vi de espaldas, una cincuentona, antes de dejar Petrer.

 

LASITUD

Aparco.

Me tiendo sobre el volante del Volkswagen Polo. Afuera llueve ininterrumpidamente, casi con violencia. Escucho sin querer las gotas que revientan contra el techo, el windshield que ya no enseña nada. Creo que aún piso el freno y las luces de stop tiñen los charcos de rojo, no estoy seguro. Hay una revista de pesca en el asiento trasero. Abro la puerta del auto, la empujo y camino los 20 metros que restan hasta la casa 21, el catálogo de pesca por visera.

Dentro creo que es primeramente el microondas, esperar el pitido del segundero, que me devuelva la infusión de manzanilla, a falta de no tener un buen café molido para servir. Anoto en alguna parte: Comprar café molido. Filtros/papel. Me tiendo en el sillón, enciendo la T.V., doblo el volumen acostumbrado, la terraza recibiendo litros de agua a chicotazos. Doy el primer sorbo y pienso: microondas de mierda. Estoy de vuelta en la cocina con el té apenas tibio, al fondo el eco de algún comercial publicitario se cuela hasta más allá del horno, ¿H&S? ¿Cápsulas contra la caída de pelo? ¿Ron Brugal? 40 segundos más al té. Es entonces que, mientras el líquido da vueltas sobre sí mismo en la taza, al otro lado y casi por encima del polo estacionado, se escucha una risa estentórea. Aparto algo las cortinas y me asomo por el cristal de la puerta corredera. En el edificio contiguo, a la altura del 3er nivel, se ve con claridad absoluta, acaso solo rasgada por la lluvia, la figura de una rubia que corre alrededor de un sillón individual. A los dos/tres segundos veo al tipo que también, muerto de risa, circunda el sillón tratando de alcanzar a la rubia. Tres pitidos del microondas, retiro el té que humea fuera de su taza. Me arrastro hasta el sillón, doy un sorbo y el té es imposible, me quema los labios. Corre el programa, no podría precisar cuál, acaso un documental de Discovery Channel o “La que se avecina”, probablemente corriera en solitario el telediario de las 9. Soplo el té hasta agotar los pulmones. Hay una transición de imagen, estamos otra vez en el espacio publicitario, “Mahou 5 estrellas”, de pronto Del Bosque anunciando un yogur con envase miniatura que desatasca las arterias. Apago el televisor, un televidente menos. Subo las escaleras hasta dar con la puerta de mi habitación. Echo un vistazo a lo largo del pasillo. Creo que Idoia duerme, no hay luz por debajo de su puerta. Empujo la manecilla. Me encuentro con mi cama y una novela detestable de Pérez de Ayala por la mitad encima de la almohada. La aparto de allí.

Luz apagada, techo invisible, el murmullo de los autos pasando sobre los charcos tres plantas abajo y, finalmente, el sueño impostergable, infinito, delicioso de quien está muy cansado. De pronto lo único que sé es que despierto sobre las 3 de la mañana con ganas de mear. Siento el estómago vacío de una cena que nunca tuvo lugar, lejos ya de aquel té de manzanilla. Atravieso mi habitación a tientas, pasando por sobre los zapatos. Salgo al pasillo y distingo la puerta del baño al fondo, noto que hay luz por debajo de la puerta y pienso: Idoia. Bajo hasta la cocina, un silencio absoluto devora la casa, tal vez solo interrumpido por el goteo intermitente de los árboles cansados de tanta agua. Ha escampado. Volviendo sobre el refrigerador advierto el paquete de Marlboro por encima del estante. Abro la nevera y saco un bistec. Lo pongo sobre el sartén y le tiro sal por encima. Pongo el fuego bastante bajo y salgo a fumar.

Tres chispazos de mechero hasta la punta rojiza/el humo dulzón. Comienzo a caminar. Creo que si te fijas bien en Idoia, no es que le importe todo un carajo. —Doy un hervor holgado al cigarrillo—. Creo que al contrario. No sé. —Tiro el humo por la nariz—. La hija de puta a veces ni te saluda, Dani. Pasa de largo por detrás del sillón, seguro que se dice a ella misma: Qué asco de tipo, ocupa todo el tiempo la televisión. Entonces sigue, se mete en la cocina, se sirve un vaso de agua por la mitad (por hacer algo) y se vuelve a su habitación, sin haber ojeado siquiera el televisor. Después te quedás pensando en que sos una mierda por no haberle dicho algo como: Vení, Idoia, sentáte, ponéte cómoda. ¿Te gusta esta película? O, ¿solés ver este programa? Pero qué hago, realmente, si además no queremos vernos por miedo a cagar la convivencia en algún punto. No sé, un comentario inapropiado, una actitud molesta, un derrame accidental de limonada sobre los sillones de cuero. El cigarro por la mitad. Voy casi por el puente romano, un poco más allá, el campo de fútbol. ¿Y si de pronto renunciaras a todo, Dani? Abrieras la puerta de la habitación de Idoia y le dijeras, sentándote en su cama: Siempre me importaste un carajo, no soporto tus ojos menospreciándolo todo, tu sonrisa forzada, apenas vista. No sé qué putas hacés acá, pero oíme bien (entonces probarla): ¿Me pregunto si también sabés o entendés la magnitud de la casualidad de estar, de pronto, compartiendo una casa los dos solos, de pagar la luz, el agua, la renta, todo a medias? Quiero decir, la estupidez de coincidir en un espacio tan limitado, tan cercado por estas tristes paredes después de haber pasado ambos nuestras vidas en continentes distintos, acaso opuestos. ¿Qué harías ahora, (respondéme sin pensarlo), si te doy un beso en los labios o te toco por el cuello? ¡Ah! ¡Ah! ¿Qué harías? Abrí los ojos. Date cuenta. Fijáte en la coincidencia, fijáte en que todo esto tenía que pasar, en algún punto teníamos que coincidir, en algún punto tenía que abrir esta puerta. Desnudémonos con la luz encendida y no tengamos vergüenza. ¿Te ayudo con la blusa? Ayudáme con los zapatos, tirá de ellos. Y solo estemos, hombro con hombro, solo estemos. Sin prisa miráme, Idoia, y decime: ¿Verdad que no sos tan dura?

Estaría pensando toda esa mierda cuando alguien apareció tras la esquina de la Repsol. Antes de culpar a las farolas, a la opacidad de la noche que lo engullía todo, me acerqué a la persona (no sé bien por qué) arrojando la colilla sobre la grama húmeda y soltando al aire una última bocanada de humo. El individuo caminaba aprisa y no tardó en atravesar la calle. El asfalto brillaba y el verde/amarillo/rojo del semáforo se reflejaba perfectamente en él. Estuve muy cerca cuando vi que optó por tomar el puente y se perdió tras sus columnas. Cuando yo también estuve sobre el puente, bajo las farolas que apuntaban a las piedras del suelo, advertí que era una chica con las manos dentro de su impermeable. El pelo brillaba bajo la luz y tuve el presentimiento de que fuera ¿ella? Aumenté disimuladamente el ritmo de mis pasos para estar a su lado exactamente. Antes de haber siquiera llegado se giró al escuchar que alguien la seguía. Era la rubia del edificio vecino, la que giraba alrededor del sillón. Seguimos caminando algunos metros más. Cuando la tuve al lado y me giré para verla de perfil noté que lloraba, de sus ojos bajaba un surco negro de cosméticos que moría en los labios. Le ofrecí un cigarro diciendo: No sé quién seas, pero no llores. Por favor coge uno (y le extendí el cartón). No pasa nada, repetí, no pasa nada. Tardó un rato en volverse.

—Gracias —dijo, y sacó uno.
—Me llamo Daniel, no soy de por acá pero…
—No me interesa —interrumpió—. En este momento solo necesito un trago, tres tragos, una botella.

* * * * * *

Se emborrachan. Ella habla y le cuenta todo, absolutamente todo. El tipo que horas antes la perseguía muerto de risa alrededor del sillón había matado a Idoia mientras D. dormía. Tal vez seguiría dentro de la casa 21. No sé si se habló de algún alucinógeno. ¿Sales de baño?

* * * * * *

Y por eso lloraba, la rubia, desconsoladamente, tragando mocos, palabras entrecortadas. Y es que… ¿cómo pararlo cuando se arrojó con tanta fuerza por las escaleras? ¿Cómo gritarle desde la ventana: ¡No cruces la calle, idiota!? ¿Cómo evitar que no entrase en la casa vecina?

Entonces paro un poco, la rubia solloza (LA PUTA MADRE) y pienso a chorretadas de sangre en las sienes: ¿Qué tiene que ver Idoia en todo esto? ¡¿Qué putas tiene que ver con toda esta mierda?! Ahora estaría manchando el suelo cerámico del baño con una espesa capa de sangre. Mi champú volcado, los cepillos de dientes caídos dentro del lavabo.

* * * * * *

De pronto es un toque de manos en el vidrio lateral de mi Volkswagen Polo. Despierto, estoy de bruces en el volante. Bajo la ventanilla, es un gordo diciendo que por favor mueva el auto, estoy bloqueando la entrada a su garaje. Entonces comprendo que nunca tomé ese té de manzanilla, que en el asiento trasero no hay una revista de pesca.

 

 

24 de septiembre de 2015
1994, España, Guatemala Ciudad, narrativa, poesía

¿algo qué decir?