Te Prometo Anarquía

ahí van los tréboles, siendo parte del viento, imaginados en su cuadrante de pesquisas, con la memoria del mar y el asombro de la luz y los encuentros

[SEBASTIÁN SALVADOR]

 

 

FOTOGRAFÍAS DEL VIAJE

 

A Buenos Aires llegué por agua. Tras doce días navegando el Atlántico por fin vi las luces de la ciudad titilando a lo lejos en la noche de martes: ante mí estaba aquel extenso país sudamericano. Con el nuevo paisaje despuntando a lo lejos, desapareció el pasado y llegó el sabor de la aventura, como si ambos fueran incompatibles en mí. Me abroché el abrigo, abrí la puerta hacia la cubierta y me aferré a la baranda de bronce; no se escuchaba más que el silbido del viento barriendo la cubierta. Todo era silencio a pesar de la vida que se desprendía de aquel lugar al que me dirigía. ¿Qué venía a hacer? Creo que a recorrer una fantasía creada por lecturas adolescentes. ¿Qué venía a buscar? No era para encontrar que había partido.

Pasé una semana en la capital, caminando sus anchas avenidas, calles y parques. Vagando. De a ratos me sentaba en las glorietas de las plazas para descansar la agitación que me provocaba sentir que de algún modo ya conocía esos rincones. Al cabo de cinco días, cuando empezaba a comprender un poco la idiosincrasia de aquel sitio, alguien me dijo de manera inesperada que aquella ciudad era un trozo de tierra a la que el puerto y la inmigración la habían rodeado de agua y que por lo tanto, en realidad, me hallaba en una isla.

Decidí entonces partir hacia una ciudad del interior, bien dispuesto a creer que aquel sitio que un desconocido me había confiado visitar sería sin discusión el país que buscaba. Viajé doce horas hasta llegar a esa ciudad. Pasé dos días allí y al atardecer del primero ya me había enamorado de aquel rincón tan lejano. Lo sentía más vivo y dinámico que la capital a pesar del ritmo tranquilo de sus habitantes. Sin dudas el aire fresco que se respiraba invitaba a la calma. Al tercer día, mientras desayunaba sentado en una terraza de sillas y mesas de plástico rojo, me volvieron a robar mi certeza. El camarero que me servía el café, un hombre panzón y mal afeitado, me afirmó que aquella ciudad no era bajo ningún concepto el país del cual le había hablado hacía unos instantes cuando me preguntó qué hacía un extranjero por estas tierras. Me habló de lo agradable que era el clima allí —y así lo creí alzando la mirada a aquel cielo azul de la mañana— pero que sin embargo este país era un vasto territorio muy distinto a aquello que yo había visto en los últimos dos días.

Unos afirmaban que la legítima Argentina estaba en el sur, mientras que para otros se hallaba en algún pueblo árido del norte. Otros no decían nada, sólo hacían señas para indicarme la dirección. Resolví entonces seguir un plan: viajaría a lo largo del país en coche, bajando de norte a sur y volviendo por una ruta distinta, iría por el oeste montañoso y regresaría por la costa Atlántica, con la fe de que sin duda en alguna parte hallaría la Argentina de mis libros. Regresé a la capital en avión, compré un auto de segunda mano a un conocido de un conocido —pagando un precio tan razonable que me hizo dudar de la procedencia del coche—, nos aseguramos los dos, y en una floja mañana de septiembre dejé Buenos Aires por Argentina.

(…)

En verdad cuando cierro los ojos y trato de revivir las imágenes de aquel país donde viví seis meses, no me imagino en Córdoba, con sus arroyos y sus fachadas de ladrillo, ni en Buenos Aires, con sus edificios, sus vastas colecciones de monumentos y sus ricos y pobres, ni en Salta ni Bariloche, ni en sus calles de siesta con faroles como árboles, ni en las montañas, sombras o atardeceres… sino en un cruce entre dos caminos como éste, con una estación de servicio dormitando en un campo de alambres y de anuncios.

 

ENRIQUE

¿Acaso dije ya que el otoño me inquieta? Sus días cada vez más cortos los vivo como una premonición de que algo terriblemente importante se está acabando, y que durante los meses que faltan hasta la primavera no sabré con certeza qué fue aquello que se me escapó. Son temporadas en las cuales mis paseos por la ciudad se vuelven circulares y los días comienzan a tener un rasgo peligrosamente mecánico.

Pareciera como si el otoño fuese, en la práctica, un proceso de estancamiento, de bochornosa estabilidad. Y para colmo mi carácter y mi lucidez, afectados, se tornan espesos, abandonándome en manos de una parsimonia para asimilar aquello que me rodea: aún vivo el verano cuando de repente un día me despierto y las hojas de los árboles ya han cubierto todo el mar; ni bien comienzo a asimilar este paisaje que ya la nieve se está burlando de mis zapatos. Trato de buscar las pistas de lo que vendrá a través de los pequeños detalles que hay en la ciudad. Pero no llego. Soy tan lento con cada dato que recojo que acabo siempre barrido por el viento del calendario.

En una de esas temporadas y buscando uno de esos detalles fue cuando encontré a Enrique, un catalán de sólo 23 años recién llegado de Melilla tras haber cumplido —muy a su pesar, según me contó— un año de servicio militar obligatorio durante el cual hizo todo lo posible por fingir una chifladura que le permitiese la baja. Nada más lejos que de la demencia se encuentra situado ese joven de mirada severa; y eso lo supe desde el momento en que lo escuché hablar, aunque no mientras lo observaba de lejos.

Enrique cargaba con unas ojeras húmedas sobre las cuales aparecía una mirada amable pero distante. Por lo demás era preciso y bohemio, y era tan desgarbado como formal y triste, a pesar de su inevitable juventud.

Nos conocimos por casualidad durante una lectura pública un miércoles por la tarde y me bastaron sólo unos minutos de charla para entender que era un hombre de extremo escepticismo e incapaz de adaptarse a lo que le rodeaba, es decir más o menos la clase de tipo en que me había convertido yo durante ésta época de días cortos. La torpeza de sus movimientos revelaba su juventud, pero algo en lo que callaba me hacía suponer que había vivido más años de los que en realidad aparentaba. Le di mi teléfono, dirección y le dije de vernos un día de estos. A los pocos días me olvidé de él.

Hoy salí del trabajo cuando el cielo estaba violeta y el día aún agonizaba. Llegué a casa y comencé a preparar la cena antes de lo habitual, más para entretenerme que por hambre. Me encontraba cortando una cebolla cuando escuché que alguien golpeaba mi puerta con los nudillos de su mano. No son comunes las visitas espontáneas en Suiza y como no esperaba a nadie tal vez por eso sentí un poco de aprensión cuando el ruido volvió a insistir. Al abrir la puerta lo vi a Enrique saludándome con una sonrisa y excusándose por no haber llamado antes para avisar que vendría.

Lo invité a pasar y le comenté que estaba preparando la cena, aunque rápidamente preferimos quedarnos en el salón conversando y bebiendo; primero cerveza y luego una botella de vino español que guardaba para ninguna ocasión.

Siento como si aquel joven hubiera tomado mi cerebro con la punta de sus pálidos dedos y lo hubiera inspeccionado bajo la luz de mi lámpara de pie, girándolo como una fruta a la que acercaba su mirada para ver las sombras que se iban formando sobre la rugosa superficie. Presentí la fascinación de ver mi soledad iluminada por su oratoria. Enrique hablaba sin detenerse, del pasado, de la historia, de la muerte, y al hacerlo iba desvistiendo cada uno de los temas hasta dejarlos con cuerpos tangibles e inevitables, “y por lo tanto absurdos a cualquier temor”, según dijo.

Sentado en el sofá y con sus codos apoyados sobre las rodillas, Enrique iba librando palabras que abrían ventanas por las cuales rebasaba el ruido de coches subiendo por la avenida Aribau. Algunos sonidos de su voz parecían repetirse, aunque no sabría con precisión si ciertas palabras reaparecían o si la ventana que abría era siempre la misma pero enseñando un paisaje distinto cada vez. Desde donde estábamos él y yo, la ciudad se veía como un campo nocturno sembrado de cubos que desprendían una luz dorada, y dentro de los cuales opinábamos que se planeaba un suicidio, o se amaba una pareja, o sucedían insomnios que fumaban y se asomaban para ver la ventana que a su vez los observaba. Tan sólo cuando fijaba mi mirada en el vaso conseguía por unos segundos esquivar sus palabras y las imágenes que ellas dibujaban. Se atropellaban por alcanzarme mientras Enrique, con el abandono y el descuido de un lector voraz que encontraba en mí suficiente amparo —o ignorancia— como para bajarle la guardia a sus pensamientos, deshacía argumentos con palabras llenas de oscuridad mediterránea. Todo lo que me contaba llegaba desde una distancia; acaso una ventana desde la cual alguien me miraba.

Un joven cuyo rostro parecería no tener pasado, me exponía con sus oraciones —sin pausas ni puntos finales— las texturas de una vida ancha en tiempo y soledad. Y nuevamente supuse, por los silencios de su enmarañada oratoria, que todo en él era sincero, incluso su identidad incierta. Me decía, mientras también se reafirmaba a sí mismo: riega el pasado por más que ya no seas quien fuiste… cómo podrás entender aquello que no dejas crecer…no seas cobarde ni holgazán, no hagas con tu pasado lo que el invierno hace con los días, acortándolos hasta dejarlos como sucesos rápidos y vacíos…escribirás el mismo cuento toda tu vida por lo que no busques un final cuando no lo hay, más bien déjate llevar por la incertidumbre perpetua hasta el último respiro…en ese momento verás que la oración final era tan simple que era absurdo buscar durante tanto tiempo algo tan breve.

Me hablaba él y me hablaba yo a mí mismo, y a fuerza de imaginación la conversación fue cobrando forma y color hasta eventualmente ponerse en movimiento. Con nitidez veía ahora sus palabras desfilar por mi casa: entraban al baño, abrían cajones, apagaban luces que había olvidado encendidas; al chocar de frente brotaban veranos bochornosos en la costa brava e inviernos sonámbulos en París. Algunas se acercaban a la mesa ratona para regular la iluminación de la lámpara bajo la cual Enrique inspeccionaba, con severidad poética, cada uno de mis órganos que exponía y giraba con la punta de sus dedos.

Se acabó el vino y le ofrecí licor; me pidió un café. Lo preparé mientras él permaneció en el salón. Luego salimos a fumar al balcón y mencionó algo sobre el repentino cambio de temperatura y cómo aquel frío le recordaba al invierno en Berlín.

Finalmente tomó su oscuro y largo abrigo y una vez puesto le subió el cuello como si su imagen no fuera lo suficientemente desolada. Me anunció que debía irse ya parado junto a la puerta. Lo despedí y cerré con llave.

De regreso en el salón preferí dejar todo tal cual estaba. Tan sólo apagué la lámpara y dejé la puerta del balcón abierta para que las palabras que aun daban vueltas por la casa encontraran fácilmente una salida.

Presiento que Enrique tendrá un gran impacto en mí.

 

 

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SEBASTIÁN SALVADOR. (Córdoba, Argentina, 1980). Escribe cuentos, ensayos y crónicas, mientras trabaja en el ámbito de la cooperación y las relaciones internacionales. Lleva varios años fuera de su país, en un viaje que lo ha llevado por distintas ciudades de Europa, Medio Oriente, África y ahora Centroamérica.

09 de julio de 2015
1980, Argentina, autor invitado, Córdoba, narrativa

¿algo qué decir?