Te Prometo Anarquía

al parecer ya solo queda el dios antaño y sus rituales, ya solo queda la fiel estampa que diluye sus terribles núcleos y es cascabel de la verdad y la memoria

 

 

 

[JAVIER FLORES]

 

 

 EN LA MIERDA

 

Mi tío me contó ayer una historia que me conmovió completamente. Yo lo estuve cuidando estos últimos meses en un cuarto viejo y roído por la humedad donde tiene su suero. El trago lo hizo mierda de verdad, vicio tan maldito. Mientras estaba recostado y me pidió una botella de agua me empezó a contar su tragedia.

En una época donde pasaba semanas metido en la cantina para terminar tirado sobre la acera, tuvo que aceptar un trabajo que le ofrecieron casi que a la fuerza porque lo vieron en ese estado. Como pudo, consiguió dónde bañarse y rasurarse, se arregló con la ropa de un familiar y fue a la Municipalidad. Aquella tarde se encontró con conocidos sorprendidos por su aspecto, pensaron que se había muerto de tanto chupar. «Todavía me falta», respondía, como en broma (pero en serio).

Cuando le explicaron el trabajo no le dieron tanto detalle, pues no les convenía, según me adelantaba. Tuvo que aceptar aunque fuera poco porque necesitaba el dinero. Empezaba al día siguiente, le proveerían un uniforme y le dijeron que no estaría solo en el trabajo. Regresó ese día con aires de esperanza, al fin un trabajo después de tanto tiempo sin hacer nada. Pensó que al fin iba a «cuadrarse».

Llegó temprano y se sentó a fumar cerca del puente donde pasaba el río escaso y pestilente por donde había una tienda. Compró un refresco y esperó a los demás trabajadores. Llegaron uno a uno, en intervalos de cinco minutos. Eran ocho en total y se hablaron un poco; parecía que todos venían del mismo vicio. Tenían el rostro cansado y el cuerpo débil; sin embargo conservaban el entusiasmo.

Luego llegó el encargado sanitario a explicarles el trabajo, que consistía básicamente en limpiar la mierda. Mi tío no pudo evitar ver a los otros, consternado y frunciendo el seño. Ellos reaccionaron igual, pero supieron contenerse. Al terminar de explicarles los bajó por una vereda repleta de basura donde se contemplaban los carros pasando por el puente, el smog, la bulla de la gente y la fea ciudad en el fondo. Llegando al río se pusieron botas, guantes, una mascarilla y gorras de la Municipalidad con el rostro del alcalde sonriendo. «Denle pues, empiecen y a medio día pueden descansar y comer algo».

Caminaron vacilantes hacia donde estaba estancado el excremento y, usando unas palas muy rústicas, empezaron a palear. Algunos trozos estaban tan pegados que tenían que usar sus manos. El agua sucia y la mierda salpicaban y se les metían en los ojos. Un par de trabajadores vomitaron por no aguantar el olor. Mientras, mi tío, haciéndose el fuerte, no se quejó ni un momento a pesar de desear estar en otra parte. Hora tras hora, fueron limpiando el paso y quitando la mierda que volvería unas horas más tarde para estancarse en el mismo lugar. Eran como los sísifos de la mierda. Mi tío no dejaba de pensar en todo el tiempo desaprovechado, pero, ¿de quién era la culpa realmente? Le deprimía pensar en los años cuando era joven y conocido en su pueblo. En donde era libre, no tenía compromisos y no andaba pensando en babosadas que lo ponían triste. Ahora sólo era otro pobre bolo cerote que miraban tirado en la calle de vez en cuando y que producía lástima. Me contó que a veces escuchaba lo que la gente decía en la calle de él, cuando lo pensaban inconsciente. Simplemente no quería levantarse de ahí, ¿por qué no podía sólo quedarse y esperar el fin del mundo del que tanto hablan esos evangélicos mierdas que se ponen en los parques? Me contó también que lo pateaban y que a veces no sentía. Lo que sí sentía era que la mejilla le agarraba fuego.

Terminó el día, y sus uniformes estaban repletos de mierda y basura del río. Ya no soportaba el olor y no tenía ni para el pasaje. Por suerte, le pagaron en efectivo. Lo recibió con agradecimiento y no tomó ningún bus, sino que caminó a la orilla de una carretera donde la fila de carros que bocinaban lo dejaba absorto de cualquier realidad. La gente sólo subía la ventana de sus carros y se tapaban las narices con disgusto. «Gente más cocha, ¿por qué no buscarán un buen trabajo para estar decentes?», logró escuchar nada más.

Sin pensar, sin darse cuenta, sus pasos lo guiaban a través de calles que conocía de memoria. Lo llevaban como aliviándolo. La garganta se alegraba y sus manos empezaron a temblar. Puso un pie dentro de la cantina, llena de bulla y la típica música depresiva. En el fondo de la tienda ya se escuchaba una botella rompiéndose. Pidió un litro. Volvía a estar en la mierda.

 

 

EL MUDO

 

La tranquilidad de las noches en la calle donde crecí era perturbada por la bulla de mis cuates y yo jugando escondite extendidos por toda la cuadra. Tiempos distintos, menos violentos tal vez. No recuerdo la coyuntura o el contexto social porque nada más tenía unos 6 años, esas amarguras de la conciencia histórica tardarían en llegar; sin embargo, lo que más resalta para mí de aquellos días era que podíamos quedarnos jugando afuera hasta altas horas de la noche y no había peligro de que nos pasara algo. En ese entonces las muertes de pilotos no eran tan comunes ni tomadas inhumanamente como algo cotidiano; sin embargo, pude presenciar el efecto de una de las primeras por un amigo cercano que perdió a su papá, piloto de una 203 o una 51, si mal no recuerdo.

Todos nos conocíamos bien y variábamos los juegos por las tardes. A veces, también dependía de la época del año. Hacíamos guerras de canchinflines en Navidad y durante las épocas mas calurosas jugábamos fut o andábamos en bicicleta hasta quedar empapados de sudor, para luego sentarnos en la banqueta con bolsitas de agua fría o refresco. Los recuerdos y algunas palabras todavía viven con nitidez dentro de mi memoria.

Un día, notamos que alguien se había quedado a dormir en una casa que no terminaron de construir y habían dejado medio cerrada con láminas y tablas. Nunca lo veíamos llegar porque regresaba muy tarde para que viéramos, pero el nuevo vecino misterioso siempre dejaba abierta la puerta durante el día y parecía dejar una especie de fogata encendida dentro de la construcción. Por los horarios del colegio, no podíamos quedarnos a ver si él o ella se asomaba al lugar, pero cuando regresábamos después del mediodía la puerta seguía abierta y el fuego se había extinguido.

A pesar de varios intentos fallidos por quedarnos hasta tarde vagando y jodiendo en la calle, nunca vimos a nadie asomarse a la puerta ni en las mañanas temprano, ni por las noches esperando hasta que nos regañaran nuestras mamás porque no nos entrábamos. Así pasaron un par de semanas, cuando por fin, mientras jugábamos a quién se metía en un lote abandonado y oscuro que quedaba en medio de dos casas para ver quién era el más «huevudo», vimos salir del monte una figura alta y torpe, que cojeaba un poco al caminar. Había aparecido como de la nada, elevándose de una zanja cerca de la pared sucia de la casa de un vecino. Era un hombre joven, no pasaba de los 30, tenía tatuajes en el rostro y en el brazo y usaba sólo una camiseta blanca con unos shorts negros. No dijo una palabra sino que se nos quedó mirando un largo rato, uno a uno, mientras masticaba algo y pelaba los dientes como riéndose irónicamente; murmuró algo pero no le entendimos y se fue caminando para la casa abandonada. A partir de ese día lo bautizamos como «El mudo».

El mudo se comunicaba con gemidos ahogados y señas extrañas, que más tarde entenderíamos en todo su horror. A veces nos regalaba dinero o ricitos que pasaba comprando sólo para repartirlo entre todos, o simplemente se sentaba en una banqueta al otro lado de la calle viéndonos platicar o jugar mientras se reía a carcajadas de nuestras ocurrencias. Tenía una risa escandalosa que se le atoraba en mugidos roncos que luego le causaban tos, y no faltó mucho para que los demás vecinos supieran de su existencia. Nadie se atrevió a denunciarlo o sacarlo de aquella casa pues la dueña se había marchado y no tenía amigos en aquel lugar, por lo que siguió llegando y saliendo a su antojo; ni siquiera nosotros sabíamos sus horarios.

Le agarramos cariño al mudo y pronto empezamos a dejarlo participar más en nuestras pequeñas reuniones en las tardes y las noches, y aunque no podía comunicarse con nosotros, siempre encontraba formas de decirnos lo que quería hacer. A veces nos íbamos de cuadra en cuadra, siguiéndolo a través de las calles desoladas bajo las luces amarillentas de los postes, cojeaba, cojeaba, cojeaba a través de la noche. Nos mostraba sus escondites y lo que hacía en todo ese tiempo que no lo veíamos entrar en la casa; y claro, al volver a la nuestra nos esperaba una cinchaceada por quedarnos tan tarde afuera. Él empezó a mostrarnos cómo se subía con suma destreza sobre los muros dentro de los patios de la gente y se llevaba pelotas, carritos de juguete y demás cosas para nosotros. No lo juzgábamos, pero poco a poco la idea de que nos vieran con él empezó a preocuparnos.

Fue así como dejamos de hacerle caso y empezamos a entrarnos temprano a la casa para que no nos encontrara en la calle cuando volvía. Ya no lo vimos por un buen tiempo y hasta llegamos a pensar que se había marchado. Después de unas cuantas semanas, una noche que nos animamos a quedarnos hasta tarde jugando pelota (siempre con el miedo de que el mudo regresara), una patrulla de la PNC de aquellas que eran como azules con blanco (si no me falla la memoria), se asomó por la esquina del supermercado con sus luces encendidas y se estacionó frente a nosotros. Nos quedamos paralizados, todos en fila, yo con la pelota de plástico abrazada en el costado mientras las luces intermitentes azules con rojo nos alumbraban los rostros. Se bajaron varios policías y entraron a la casa abandonada apuntando sus pistolas y alumbrando con lámparas. Se escucharon golpes y gritos, «¡Quedate quieto, hijuelagranputa!», y en menos de un minuto vimos al mudo con las manos esposadas e hilos de sangre recorriendo toda su cara. Nos vio por un segundo y nos sonrió con la boca ensangrentada. Poco después se corrió la noticia por la cuadra. El mudo había entrado a una casa y matado a toda una familia dejando un rastro de sangre que llegaba hasta el lote en donde lo vimos por primera vez.

 

 

 

02 de diciembre de 2017
1995, Guatemala, Guatemala Ciudad, narrativa

¿algo qué decir?