Te Prometo Anarquía

atented, porque hay algo que ocurre en la intravigilia, y nos seduce, y nos conduce hacia la espesura de lo intangible, de lo sospechosamente omnipresente

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[ÁLVARO LEMA MOSCA]

 

COMO UNA PELÍCULA EN CÁMARA LENTA

 

La primera la tuvo siendo muy pequeña. No podía recordar exactamente cuándo, pero sí sabía que tenía menos de seis años porque aún no había empezado la escuela. Desde entonces se fueron sucediendo esporádicamente, sin avisar, sin dejar tiempo para la preparación. Aparecían de la nada y la dejaban congelada, con el pecho hinchado por la falta de aire y un terrible dolor de cabeza. Con los años se fue acostumbrando, aprendió a manejarlo, a disimularlo en público y ya de adulta consiguió utilizarlo a su favor. No solo suyo, también supo ayudar a otros, dar pistas, resolver enigmas, prevenir de situaciones espantosas o contribuir con el apoyo una vez que había ocurrido, como una madre que rezonga pero acompaña. Yo te lo dije, pero aquí estoy. No le gustaba tenerlas. Lo odiaba. Pero las decisiones no eran suyas. Se le imponían como se nos impone la muerte a los hombres o el otoño a los árboles.

Recordaba una en especial. Porque le había dejado marcas. Se acordaba al encontrar la cicatriz en la piel aún joven, como una seña, como un grabado. Fue en una tarde de invierno, mientras preparaba un té. Allí apareció. Clara, nítida. Como una película en cámara lenta o como una sesión de diapositivas de las que le mostraban en la escuela cuando era una niña. Allí estaba la mujer, la desconocida, corriendo por su casa, asustada. Ella trató de mirar más allá, moviendo la cabeza, buscando el motivo, queriendo ver de quién huía. Supuso un marido violento, un ladrón, un asesino. Tenía la taza de agua hirviendo en la mano, pero  no se movía. Solo su cabeza era un torbellino, una tormenta de imágenes pasaba frente a sus ojos, mientras todo lo que la rodeaba desaparecía, se apagaba. Y entonces lo vio. La desconocida gritaba, corría, huía de aquello. No supo qué era, pero se convenció rápidamente de que no era humano. Y se aterró. Tanto que se agitó nerviosa y la taza de agua se le derramó sobre el antebrazo. Las imágenes desaparecieron al instante y volvió a encontrarse en la cocina de su casa, pero un dolor le invadía el cuerpo, se extendía desde la mano y avanzaba rápidamente por el brazo. Se miró y vio su piel abriéndose lentamente ante el calor del agua, la carne desbordándose roja y el dolor intenso que casi la hace desmayar.

Esa fue la primera vez que se enfrentó a la muerte.

De adolescente, solía sentirse mal los días siguientes a tener una visión, como cansada y con constante dolor de estómago. No quería dormir y le pesaban las piernas. Después de cuatro o cinco días volvía al ritmo normal, siempre y cuando no tuviera otra. Pero no siempre eran tan fuertes, sino que muchas veces se trataba de una sensación, de algo fugaz que la envolvía por unos minutos para desaparecer luego, dejándola con la impresión del vaticinio, de lo que se avecinaba. Pero esos eran casos inciertos, un juego de interpretaciones basadas en emociones, en olores, en brisas que bajaban del cielo, de dibujos realizados por el viento en las hojas de la calle. Entonces ella no sabía con qué iba a encontrarse, porque todo era inseguro, porque todo estaba sin confirmar.

La mandé llamar cuando comencé a escuchar los ruidos en el piso de arriba. No es que me preocupara mucho al principio, pero cuando se hicieron más constantes y perturbadores empecé a buscar alguna explicación. Me inquietaba una sola cosa: saber que en el apartamento de arriba no vivía nadie. Y cuando aparecieron las primeras señas en mi casa entonces me convencí de que era necesario buscar ayuda. Al principio se trataba de desórdenes que se producían mientras yo no estaba: cosas fuera de lugar, vasos caídos cuando yo recordaba haberlos dejado en su lugar, vidrios rotos esparcidos por el piso, las plantas quebradas o arrancadas de cuajo de sus macetones. Lo primero que pensé fue en Toby, el perro. Pero luego aparecieron letras en la mesada de la cocina escritas con sal o harina, donde se escribían cosas incoherentes, que sonaban a lengua muerta, a versos apócrifos. En una ocasión, me levanté y cuando entré al baño, el inodoro estaba lleno de un líquido rojo que no parecía sangre pero tampoco agua. Varias veces aparecieron sombras detrás del vidrio esmerilado de la puerta y yo sabía, con horror, que estaba solo en casa. Por último, el malestar constante de Toby, siempre malhumorado, asustado, ladrando al aire o gruñendo al techo.

Ella vino enseguida y fue muy amable. Cuando entró a casa elogió la decoración y permaneció callada por un largo rato, observando todo con detenimiento. No parecía asustada ni sorprendida ni nerviosa. Se mantuvo siempre con una tranquilidad impertérrita que llamó mucho mi atención y hasta se ganó mi admiración. Sin embargo, no quiso aceptar un café. Yo la fui observando detenidamente mientras ellas recorría el lugar: su pelo anaranjado, su piel blanquísima, casi transparente, el lunar rojo en medio de la mejilla, los ojos verdes, las uñas rojas, el vestido oscuro, largo, ceñido. Miraba sin mirar, como si estuviera sola todo el tiempo, como si yo no existiera. Nunca quiso tomar asiento. Caminó por el salón pero enseguida se movió hasta mi dormitorio y luego a la cocina. Una vez allí miró las plantas que había en la ventana. Se acercó a ellas pero no las tocó. Al pasar por el espejo grande que hay en el corredor puso la mano, para no ver su reflejo y ni siquiera volteó la cabeza. En la puerta del dormitorio estuvo observando a Toby, le hizo juegos con las manos pero el perro no se movió de su lugar. Estaba asustado.

¿Qué puede ser?, le pregunté cuando estaba por irse.

Me miró a los ojos y con la misma tranquilidad de siempre, fue diciendo:

Es una mujer. La vi detrás tuyo cuando entré. Se suicidó en el piso de arriba hace tiempo. No puedo precisar cuánto. Aún tiene la marca en el cuello. Por eso está vacío. Nadie soporta vivir ahí. Y ahora está buscando algo aquí adentro, posiblemente algo en ti.

La miré aterrado. Un escalofrío me galopeó en la espalda mientras ella hablaba.

Te aconsejo que te mudes cuanto antes. Es lo mejor.

Luego abrió su cartera y sacó una bolsita de tela. Me la dio. Adentro había siete piedras de colores.

Espárcelas en toda la casa. Te protegerán.

Se fue y nunca más volví a verla. Al tiempo supe lo que le sucedió y me sentí culpable. Culpable por haberla llamado, por haber sido el canal que la llevó hasta allí y le mostró esa cosa que ella no debería haber visto nunca. Pero era imposible evitar eso. Y me dio mucha lástima enterarme tan tarde de lo que realmente vio en mi casa, de lo que sus intuiciones de mujer diferente le contaron mientras ella permanecía serena, de que no era a mí a quien buscaba el fantasma, sino a ella.

 

FUEGO EN LA NOCHE

 

Las llamas de la hoguera iluminaban la plaza desde el centro, en oleadas flamantes de luz roja bajo la noche inmensa. Los gritos flotaban en el aire, se comprimían para luego expandirse como granadas en la oscuridad. Los ojos de venganza resplandecían ante las llamaradas, alumbrados por el fuego, enrojecidos por el horror del castigo. La carne se desprendía y caía en pedazos incinerados que se mezclaban con la madera incendiada. Casi todo el pueblo estaba allí. Era un espectáculo medieval, un festejo de lo atroz, una caída de humanidad. La enorme fogata continuaba ardiendo contra el poste también enorme, justo en medio de la plaza. Los pueblerinos formaban una pequeña multitud desparramada bajo el cielo lóbrego de la noche fatal y miraban extasiados el espectáculo del infierno.

A un par de cuadras de allí, una mujer lloraba amargamente y se secaba la sangre de los labios y los pómulos. No le dolía el rostro, ni los brazos ni las piernas ni el abdomen. Se sentía inmensamente triste y culpable por lo que estaba sucediendo en la plaza. Sentía crecer dentro de sí la impotencia de saber que no podía hacer nada para evitarlo porque todo el pueblo estaba en su contra. Ella era ahora la impía, la infiel, la condenada. No se arrepentía de lo hecho pero hubiera deseado otra forma menos rígida de concebir el amor, sin tapujos ni prejuicios. Sin miramientos. Porque estaba convencida de que el amor debía ser desenfadado y mundano, como una tormenta de verano que arrasa con todo a su paso pero deja la tierra fértil y la hierba verde. Su concepción del amor no era eso en lo que se transformó el matrimonio. El marido, por supuesto, no era la encarnación de lo que ella deseó para sí misma. Pero hubo que casarse, siendo aún muy joven. La hermana mayor, pocos días antes de la boda, le habló:

No importa si no lo amás, dijo. Eso no es el matrimonio. Tenés que casarte y tener hijos para ser una mujer normal.

Qué es el matrimonio, se estuvo preguntando ella durante muchos años, hasta que un día descubrió que la pregunta no era esa. No le interesaba saber qué era el matrimonio¹ sino qué era el amor.

Está claro que esto no es, se dijo a sí misma mientras veía cenar a su marido una noche cualquiera, tan igual a todas las otras noches. Y no es que ella lo estuviera buscando, porque en verdad ya se había resignado a terminar sus días con él. Pero apareció. Tan de repente como la lluvia en otoño…

No lo quiso así, pero ustedes saben, esas cosas no se buscan. Qué aburrida sería la vida sin sorpresas. Cuando se dio cuenta de lo que le generaba ese otro hombre, cuando realmente notó lo que él provocaba en su interior, entonces se dio cuenta de que la vida se le había desperdiciado y que debía apurarse porque el placer estaba detrás de la puerta.

Ella conocía a Elver hacía mucho tiempo, porque era uno más del pueblo y porque vivía a un par de cuadras de su casa, por la misma calle. Pero jamás pensó que aquello fuera a suceder. Jamás se imaginó en sus brazos ni se pensó pensándolo. Lo veía cada tanto parado en la puerta del club, nunca adentro, porque Elver era negro y los negros tenían prohibida la entrada a lugares como ese. Sin embargo, nunca hasta ese momento, lo imaginó en su cama.

Al principio fueron miradas (de él hacia ella primero, luego de ella hacia él) y en el baile de carnaval, cuando el marido se fue a acostar temprano y ella se quedó con unas amigas, Elver la siguió hasta la casa y la encaró detrás de un árbol. La mujer nunca pensó que hacer algo ilícito fuera tan intenso. Ella no era una santa, pero siempre actuó bajo las de la ley. Le dio mucho dolor ver lo que estaba haciendo, sentirse culpable, entender que era atroz mantener el secreto del error que la conciencia hacía callar, desvelarse en las noches y descubrirse, amargada, pensando en Elver y no en el marido. Y al mismo tiempo advertir, como una penitencia, que no podría jamás renunciar al placer aunque eso fuera el pase de entrada al último círculo del infierno.

Los encuentros fueron siempre clandestinos y esporádicos, aunque el deseo quisiera lo contrario. Pero pronto, como ocurre siempre en estos casos, el pueblo se enteró y desde lo bajo de sus calles empezó a expandirse el rumor. El marido fue, como ocurre siempre en estos casos, el último en saberlo. Una noche estaba en el bar de la Brasilera y uno de sus amigos de siempre se le acercó y le dijo casi susurrando:

Tu mujer te anda guampeando. Con el negro Elver. Te lo digo porque soy tu amigo y no quiero que te humilles.

El marido lo miró desencajado y el otro continuó:

Esas cosas se arreglan con una buena paliza y la mujer aprende a portarse bien para siempre.  Pero eso es un consejo, nada más.

El marido se quedó allí, recostado a la barra, rumiando en silencio todas las ideas que le llegaban a la cabeza alcoholizada, atando cabos, comprendiendo todo el tiempo en soledad que la mujer tenía para sí cuando él estaba trabajando o en uno de esos bares. Pero no hizo nada aquella noche. Se quedó en lo de la Brasilera hasta que ella lo echó para cerrar y después volvió a la casa, por la calle iluminada, como si nada hubiera pasado. Se acostó junto a la mujer y esperó que el amanecer le abriera los ojos para ir a trabajar.

Todo el día siguiente estuvo pensativo y poco conversador y a la noche, otra vez en el bar, ordenó lo que se haría a los hombres que lo rodeaban. Trotaron todos hasta la casa, vestidos de armas, cargando palos y herramientas, guiados por la luz mortecina de las antorchas, con las narices rojas y el sabor a vino barato brotando en las bocas. Cuando llegaron, se apostaron en la calle como centinelas de un trofeo maldito.

Salí de ahí, negro de mierda, gritó el marido.

Los otros hombres corearon la amenaza. Por la calle venían bajando otras personas que fueron sumándose al grupo. A los pocos segundos, la puerta se abrió lentamente y apareció una mano.

Era la mujer. Estaba nerviosa pero mantenía la compostura como un inocente frente a su verdugo. Fue moviéndose con sigilo hacia la vereda, sin decir nada, cuidando con los ojos los movimientos de los otros hombres, buscando la compasión perdida en la mirada del marido, que la esperaba con los puños cerrados. Bajó a la calle. Intentó decir algo, queriendo que la voz provocara la misericordia, pero el marido se le acercó de un salto y le dobló la cara de un golpe. Los otros hombres festejaron con gritos, levantando los brazos y las armas. La mujer no dijo nada y aguantó con dignidad. El marido la arrastró de los pelos y le volvió a pegar en el rostro, en los brazos, en las piernas.

En ese momento, de pronto, la puerta volvió a abrirse.

El negro Elver apareció como un felino en la noche y se detuvo frente a la pareja.

No le pegues, le dijo al marido. Agarratela conmigo, si querés.

La mujer sintió que un viento helado le revolvía las entrañas y se alegró de estar viva para saber de lo que es capaz un hombre enamorado. El marido no tuvo siquiera que contestar, porque los otros hombres se abalanzaron sobre el negro Elver como si fuera una presa y allí mismo lo molieron a golpes. Cuando ya no pudo defenderse por sí mismo, lo arrastraron en silencio hasta la plaza, donde ya estaban preparando el fuego.

 

¹ Por lo pronto, ella ya conocía la respuesta. El matrimonio era, en su caso, la repetición continua de una rutina aplastante que se limitaba a enfrentar al marido todos los días (y algunas noches) para luego chocar con su rostro aburrido en el espejo del baño, preguntándose qué estaba haciendo allí, sin hijos, cada día más vieja y con un esposo que parecía no darse cuenta de su existencia.

 

UNA EXTRAÑA FORMA DE SUICIDIO

 

Enseguida nos dimos cuenta de que esa era una extraña forma de suicidio. Él no tenía la valentía suficiente para pegarse un tiro o colgarse del techo, así que había cometido esa locura. Me enterneció profundamente entender que eso era un acto de amor, uno muy particular, alejado de lo que yo entendía como amor, pero lleno de significado. Me asusté mucho al final porque los hombres nos asustamos ante la muerte, pero acepté su decisión.

Reinaldo conoció a Hervé en un café y por casualidad. Una amiga había conducido hasta allí al francés que estaba de paso por la ciudad, tan solo unos días por asuntos de trabajo. Yo estaba con Reinaldo, así que también lo conocí esa noche, pero desde el principio quedó claro que la conexión era entre ellos dos. Hervé era increíblemente apuesto. Aún lo recuerdo paseando por la calle con su tapado gris y sus bucles dorados al viento, con esa mirada verde e interrogadora, como si todo el tiempo estuviera descubriendo cosas nuevas. Un querubín adulto. Hervé era lindo y parisino: no le faltaba más. Sabía cómo imponer su belleza y su presencia en cualquier lugar al que llegaba, esa aristocracia soberbia que tienen los franceses, que los hace tan elegantes y detestables a la vez.

También recuerdo la forma en la que Reinaldo lo miraba cuando caminaban por la calle, entre enamorado y admirado, que probablemente sea lo mismo. Se fascinaba con las respuestas que el otro le daba ante cada pregunta suya, ante cada comentario, ante cada reproche. Por supuesto que Hervé cambió sus planes y se quedó a vivir con nosotros. Nos apretujamos en un desván del centro lleno de libros y plantas. A los tres nos gustaba mucho el arte y la filosofía, y nos pasábamos horas discutiendo sobre asuntos tan abstractos como incoherentes que sin embargo, nos hacían felices. A eso se sumaba la diversidad de orígenes que volvía las conversaciones de un francés, un cubano y un uruguayo mucho más picantes. Hervé no podía entender muchos de nuestros planteos simplemente por pertenecer a un país antiquísimo del primer mundo y nosotros no compartíamos muchos de sus supuestos por parecernos innecesariamente exagerados. Por su parte, Hervé también se mostraba muy interesado en Reinaldo. Le tomaba fotografías constantemente (Hervé tenía una hermosa cámara réflex traída de París que a nosotros nos parecía un lujo de burgueses), donde se lo veía riendo con la boca abierta y la cabeza inclinada hacia atrás o haciendo muecas divertidas, posando como un modelo de Vogue o seduciéndolo a través del lente.

Cuando le descubrieron la enfermedad no quiso contárselo enseguida a Reinaldo. Es entendible. En esa época era mucho más difícil que ahora hablar del tema y eso significaba enfrentar la muerte, que llegaría inevitable y dolorosa. Por fin lo hizo una tarde de otoño y los más allegados también lo supimos de su boca. A Reinaldo pareció no importarle. Fue como si la noticia fuera un hecho más, una cuestión banal, algo típico de la cotidianidad. Yo, en cambio, me angustié muchísimo. Por eso me costó tanto entender lo que hizo Reinaldo y no lo comprendí sino hasta poco antes de su muerte.

Yo también la tengo, me dijo el día siguiente que enterramos a Hervé. Creí haber escuchado mal así que repregunté varias veces. Qué cosa, qué tenés, no entiendo. Él me miró como divertido y decepcionado. La enfermedad, me dijo.

Entonces supe que aquel martirio no terminaba allí, con el cadáver de Hervé en la tumba ya cerrada, sino que se continuaría varios meses más y que yo tendría que sacar fuerzas de los rincones más recónditos para no caer en la desidia y el abandono, en la incomprensión frívola del despechado. Fui pensando cada día que pasaba que la vida era tan artificiosa como una máquina o como una película, que un día podía resultar maravillosa y al día siguiente dañarse y volverse monstruosa, desdichada y cruel. En esos meses que estuve junto a Reinaldo entendí que el sufrimiento nos sobrepasa, que existe por encima de nosotros, como el amor o como la felicidad, y que de tanto en tanto cabecea para que bajemos a lo peor de nosotros mismos y nos enfrentemos a ese rostro pútrido que yace bajo la máscara de la alegría.

Lo vi debilitarse, día a día, dejar de ser aquel caribeño hermoso de pelo enrulado y convertirse en una calavera pálida de ojos grandes. Me pasaba las tardes de invierno junto a su cama, leyéndole libros de Lezama Lima que ninguno de los dos entendía pero que sonaban a rumba. Fui viendo cómo la muerte le atravesaba las venas y lo iba carcomiendo de adentro hacia afuera. Un día me contó que la había visto. Anoche estuvo aquí, me dijo, a los pies de mi cama. ¡Es feísima! Pero es tan seductora que me hizo recordar las mujeres de mi tierra. Cómo es, le pregunté entre lágrimas, describimela. Parece un travesti, me dijo y nos reímos sin ganas. Tiene un vestido larguísimo y un sombrero en la cabeza como los que usaba Carmen Miranda. Qué te dijo, pregunté. Nada, dijo Reinaldo, no me dijo nada, solo se quedó mirándome en ese rincón, durante horas.

El día antes de morirse me preguntó por Hervé. No supe qué contestarle. Pensé que las drogas lo estaban haciendo alucinar y tardé días en entender por qué me preguntaba eso, por qué quería saber cómo y dónde estaba el francés. Puse un disco de Chavela, para distraerlo y él me sonrió para demostrarme que aún reconocía su voz. Cuando no pude más, largué el llanto sobre su pecho, me tapé la cara avergonzado y lloré amargamente como un niño. Quise decirle muchas cosas pero solo surgió una: por qué, por qué mierda lo hiciste, por qué te contagiaste. Reinaldo me miró con toda la ternura que le quedaba en los ojos y me contestó bajito para que lo entendiera de a poco: Porque yo quería todo de él, incluso esto.

 

 

ÁLVARO LEMA MOSCA. (Florida, Uruguay, 1988). En 2007 se trasladó a Montevideo, donde estudió literatura y cine. Integrante fundador de la Generación Once, dirigió la revista ONCE desde 2011 hasta 2013. Ha publicado artículos de investigación literaria y semiótica tanto en su país como en Brasil, España, Argentina y Alemania. Algunos de sus cuentos y poemas aparecen en diversas revistas y webs. En 2012 publicó el poemario De esta manera tan inusual (Melón Editora) y al año siguiente Un mundo de nadas (Once plaquetas). En 2014 publicó su primera novela El silencio de las sombras (Cruz del Sur) y dos años más tarde la colección de cuentos Las heridas me las hice yo (Penguin Random House). Actualmente vive en Madrid, España.

 

12 de diciembre de 2016
1988, autor invitado, Florida, narrativa, Uruguay

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