Te Prometo Anarquía

volvimos, acaso era una cíclica promesa, encandilados tras la exhumación de los cuerpos mientras estos reptaban por barriadas y senderos de espuma… absorbente

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[ISABEL MAYOR]

 

LE METRO

Hace un calor escalofriante, parece que nos vamos a dilatar todos aquí abajo, convertirnos en una masa gelatinosa de sueños veraniegos y pieles apenas bronceadas. Mientras las gotas de sudor irrigan mis pechos en punta, sé que ella me mira. No puedo evitarlo. Siento un poco de vergüenza, pero me gusta. Me gusta que me mire y brindarle toda mi belleza que sólo ella parece a veces a apreciar. ¿Quién será? Por las mañanas me acicalo con la esperanza de resaltar entre la masa abotargada. Me maquillo algo exageradamente para que mi tez le parezca apetitosa a pesar de los malditos neones que todo lo afean. Debo parecer un payaso pero poco importa porque entonces siento su mirada y sé que aprecia el detalle que sólo a ella es destinado. No la veo en todas las líneas. Su ojo tuerto recorre mi cuerpo tan sólo cuando me siento triste. Es entonces cuando aparece de repente, me envuelve en su deseo sin fin y cuando llego a mi destino me siento mujer. Pero la última vez, un chico me acompañó a casa y me sentí muy culpable. «Traidora», debió pensar desde su escondrijo, «hoy el maquillaje no es para mí». Así que he decidido hacerle un regalo y en estos días de calor intenso, cuando en los vagones huele a humanidad apelmazada, me he puesto una camiseta blanca sin sujetador. Como es domingo, me dirijo a la línea 1 porque es allí donde se amontonan los turistas y donde su presencia es más necesaria. Bajo las escaleras dando pequeños saltitos y pienso que mis pechos bailan al son de su mirada. Mientras espero, tonteo coqueta con el chico de los tickets. Sé que ya me ha visto y mirando hacia el fondo del pasillo, le guiño un ojo torpemente. Por fin llega el metro y menos mal no hay mucha gente. Un poco temblorosa, me siento frente a una de sus innumerables lentes y me olvido de cruzar las piernas. El traqueteo lleva mi mano indolente hacia el hueco oscuro de mi corta falda y en el Hotel de Ville, casi cruel, la miro fijamente. El metro se para, mis pechos se ensalzan, avanza de nuevo. Mi mano se crispa. La luz vuelve en sí y ella sigue allí. Testimonio feliz. Mis amigos no me entienden, pero nunca —nunca— firmaré nada en contra de una cámara de vigilancia.

 

QUÉ GUAPA ESTÁS

Ven, sal de ahí
no temas,
te voy a revestir de azul, mi cuerpo
será tu estandarte.
Muéstrate, tú
que te quieres tanto
no busques más la humedad.
¿Es vergüenza lo que tienes?
No temas.
Tus alas impasibles al viento, lo que te hierve
entre la colchas y esa mirada sombría
que hasta el rocío seca,
todo lo acogeré.
Que te de un poco el sol, tan oscura;
toda bestia es
a la vez un mamífero.
Sobre mi cuerpo,
fuera de ahí
el corazón será de nuevo flexible.
En esta almohada que tengo para ti
haremos remolinos de tu infancia,
los barrotes de tu jaula
quebrarán
a mi lado, sobre mí,
tu cabeza descansará.
Deja que caiga su peso,
atrévete, no temas
sí,
así.
Mira qué guapa estás,

cuan inerte,
que azul.

 

FRUNCIRSE

Ir,
volver
volver a caer
subir a volver
ya no renazco
atrás

están
todas las vidas
pesan
todas las veces
cinéticas
creyendo
volver
volver a ser
y renacer
de mí.
Mi sol
ya no es brisa
mi sol
mi memoria
es
metáfora
ácido
ser
vacío
parecer sin norte, vivir

sin sur.

Arrítmica dura
fumar
hablar,
volver a olvidar, olvidar volver, querer y querer
estar: no ser
pensar,
en lo que no vivió
agonía,
un cuerpo
la hormona fugaz.
íntima intrínseca.
Ser
volver
volver a matar, matarme otra vez
matar a ese ser
y yo
atrás
vidas cinéticas
alcanzar
el punto mecánico.

La voz de ese ser
si no fue
es
para que yo fuera
y no soy
hoy
no soy
ni luz
ni sol
ni memoria
ni palabra alguna.

Ir
volver
devolver
devolverme
verme
verme detrás
de ayer
de la infancia adulta
de la adulta infamia.

Hoy
sin viento
así
sin sol
sin ritmo
quisiera ser
al menos
una hoja de otoño
volver
una hoja de otoño
su calor
que sabe fruncirse
y saber
caer, o
volar
porque así
debe ser.

 

ESPARCIMIENTO DE LA ZONA DE INDOLENCIA

Un sueño reparador.
Un centro de lisiados cuyos trozos de carne
se cenaban al atardecer
mientras el sol caía y esperábamos a entrar por mar,
el miedo sorbiéndonos la cintura y
la mirada puesta en aquel señor que nos hablaba en voz en off,
no lejos de allí, en la cumbre de la isla,
a través de un bosque frondoso y húmedo.

Un sueño envolvente, tierno,
líquido amniótico rebosando en la bañera,
derramado en un parqué
con baldosas de suelo de colegio y un checkpoint,
un puesto de mercado, frente al cual
sudábamos copiosos
porque si nos pillaban,
nos descuartizaban los dedos.

Un sueño por etapas, desafiante.
Atrapábamos un tren que nos llevaba hasta la cumbre,
los lisiados tomaban cock-tails bajo los toldos,
trágicomedias americanas se proyectaban en el jardín.
Sin oler la herida de los mancos,
olvidábamos la sangre de la carne
pues había que evitar,
aún con las agallas mojadas,
el despiece del rehén.

Un sueño repetitivo, un mantra cálido, apaciguador.
Volvíamos hasta siete veces,
a la playa y al checkpoint, al principio del bosque frondoso,
bajo aquella cumbre,
con el pelo húmedo pegado en la frente, escuchando a aquel señor
que con ojos de médico anunciaba la cena;
las películas americanas se proyectaban en fast-forward
y llegábamos siempre a en punto a coger el tren,
con los dedos intactos,
para alcanzar el centro.

Un sueño generoso, cándido, reparador.
Cuando el rehén y sus dedos
ya bajando al mar, me acariciaban los labios
envueltos en el agua y nos fundíamos en un abrazo
cuya piel,
aun estando despierta,
es la única pesadilla
donde me siento a salvo.

 

LA NOCHE DE LOS SERES IMPERFECTOS

 

A Blanca Lasheras por acordarse de mí, cuando no lo hago yo.

 

Había un balcón que daba a la tarde de una ciudad sucia y ruidosa, capital de gentes acogedoras. No había mesas en la habitación, tampoco sillas. En aquella fiesta, mientras nos arremolinábamos sin cesar alrededor de las botellas de alcohol, unos colchones postrados sobre el suelo hacían la vez de asientos imperfectos. Celebrábamos la llegada de uno de nosotros allí donde conformaríamos la primera anécdota de muchas otras. Las que esperábamos convirtieran un espacio todavía vacío, en hogar.

Estábamos donde había que estar. La música que salía del ordenador nos lo decía, las carcajadas lo confirmaban. Era donde estábamos y pronto, para seguir estando allí, frente a la tarde, en aquella ciudad —donde fuera que se debía estar—, salimos del portal adentrándonos en la nocturnidad.

Bares, restaurantes, coches, bicicletas… Recuerdo cómo la luz de los faros de los coches me cegaba la mirada y el alcohol transformaba el pitar de las bocinas en pistoletazos de salida. Cada vez más contentos, cada vez más amenos, avanzábamos a trompicones rellenando los huecos de los magros bares, los llenazos de los ricos pubs, con empujones, cortesías, conversaciones muy sentidas, miradas perdidas o encontradas,  que a todos nosotros y a los demás, nos hermanaban.

Pronto fuimos más, muchos más. La imperfección era nuestra belleza y nos siguieron numerosos entre las calles, celebrando nuestros discursos políticos, nuestros poemas aprendidos de memoria, los desamores rememorados con humor, las decepciones convertidas en jocosa ironía y frases cómplices. «Sí», decían nuestros seguidores. «¿Quién no?», comentaban felices, sintiéndose comprendidos. ¿Acaso hubiera podido ser de otra manera? Asentían e imitaban nuestros pasos de baile, nuestros gestos exagerados.

Los gritos de alegría no molestaban a nadie en los dormitorios, las luces se encendían. Los vecinos de los barrios testigos del jolgorio bajaban contentos a unirse a nosotros.  Cada vez más numerosos, cada vez más fuertes, fuimos poblando la oscuridad. En los buses, en los metros, estábamos por todas partes. Hasta el cemento se convirtió en agua. Aquella noche, los sedientos nos erigieron en dioses, los semáforos cortocircuitaron, los pájaros salían de sus maltrechos nidos para posarse en las mesas que se instalaban a nuestro paso para recibirnos. Éramos más, éramos muchos, éramos fuertes y todo el mundo deseaba unirse a nuestra celebrada imperfección.

Llegó el amanecer. Los cantos cesaron, las gargantas roncas no podían reír más, los ojos se iban cerrando aun cuando las lenguas pretendían seguir. Poco a poco la ciudad se llenó de un reguero de gentes adormiladas sobre los bancos. Los jardines, los portales de los edificios, las sucursales de las cajas de ahorros, las paradas de buses; todo constituía un lugar cómodo donde dormir.

Ronquidos felices, satisfechos, respiraciones acompasadas, brazos y piernas sueltos convirtieron la urbe en un gigantesco dormitorio donde la paz y la calma reinaron unas horas. Desde el balcón, observamos todavía con sorpresa, la masa uniforme de seres afines que dormían sobre el pavimento.

Al medio día, un murmullo cada vez más cercano interrumpió nuestra apacible contemplación.

El calor despertaba a la gente, nuevos coches venidos de los pueblos pitaban nerviosos. Los gatos salían de sus guaridas maullando, los bancos abrieron sus sucursales y echaron a la gente.  Aunque no recordáramos haberles indicado dirección alguna, empezaron a acercarse a nuestra casa. El murmullo subía por los escaleras, las voces se alzaban, el ritmo de los pasos iba aumentando en cadencia, la gente corría hacía nuestro balcón.

La plaza de abajo se llenó de hombres y mujeres con a mirada inyectada en sangre y el pelo despeinado. Sus ojos, sus bocas secas, llenas de expectativas, se dirigían sin piedad hacia a nosotros. «Queremos más risas», decían, «más poemas, más canciones», gritaban. «Nuevos pasos de baile. ¡Enseñárnoslos! Queremos más discursos políticos. ¡Nos los debéis! ¿Dónde están vuestras bromas?», preguntaban. «¿Vuestras decepciones convertidas en parábolas humanas? ¡Queremos más!», aullaban violentos.

De uno de los numerosos andamios de obras que había por las calles colindantes cogieron tablones de madera y empezaron a arremeter contra la puerta de nuestro portal. Los más osados se alzaban por las tuberías tratando de alcanzarnos.  Las contraventanas de los balcones de enfrente empezaron a abrirse. Los vecinos miraban incrédulos y nos gritaban: ¿«Qué habéis hecho? ¿Pero qué os pensabais? ¡Esto es una ciudad! La gente es infeliz», decían.

Uno de nosotros, asustado ante una mujer que había logrado saltar desde el piso de arriba a nuestro balcón, la empujó provocando que cayera y se torciera el cuello sobre la acera. La sangre empezó a correr por el pavimento, la masa de seres afines se volvió histérica. Empezaron a tirarnos piedras, objetos que sacaban de los sacos de basura, vasos de cristal de los restaurantes de nuevo abiertos. Los niños lloraban, no sabíamos de dónde habían salido, pero ahí estaban; sus chillidos nos rompieron los tímpanos.

Huyendo de aquel balcón, acabamos encerrándonos en el baño. Nos miramos asustados, tratando de recordar la fuerza misma que había creado todo aquello.

Nos miramos los bolsillos, los brazos, las mejillas, tratando de encontrar en los otros, en nosotros mismos, la nueva chispa que pudiera, como la noche anterior, transformar todo en alegría. Pero estábamos cansados. Habíamos dado tanto. No podíamos cedernos más. ¡Éramos seres imperfectos! Nunca mentimos al respecto.

Uno de nosotros llenó la bañera de gasolina. Otro cerró la puerta con llave y la tiró por la ventana. Un tercero prendió el fuego. Observándonos, esperando a quemarnos, algunos nos pusimos a llorar.

Cuando las llamas nos rodearon quisimos salir de allí. Nos peleamos, nos pegamos saltando los unos sobre los otros con el fin de alcanzar la puerta. Dándole con el codo a uno de nosotros en el centro de su barriga, al final, lo conseguí yo. Logré hacerme paso arremetiendo todo mi cuerpo contra él, pero al lograr que mi cuerpo alcanzara el contraplacado se me rompió el hombro y caí inconsciente.

Cadáveres calcinados, fuimos la brasa perfecta para la llama creciente que consumió aquel lugar.

 

ISABEL MAYOR. (San Sebastián, España, 1980). Se define como vasco-baleárica. De madre mallorquina y padre vasco, nos cuenta con sorna que su trabajo es quizás la alegoría de tal conjunción «genético-cultural». Entre prosa y verso libre la selección de «híbridos» publicados aquí está recogida en los poemarios El espíritu de la escalera, El sillón de las zarzas y su blog La nariz de la discordia. La bolsa de pipas, revista literaria mallorquina, ha publicado en varios números algunas de sus piezas. Actualmente vive en Madrid donde trabaja en su proyecto más narrativo: la novela Los imponderables.

 

30 de noviembre de 2016
1980, autor invitado, España, narrativa, poesía, prosa, San Sebastián

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