Te Prometo Anarquía

la colisión está a la vuelta de la esquina: tardes inmoladas de frío y seres culposos que conviven en ingrávida armonía

héctor alarcón

 

[HÉCTOR ALARCÓN]

 

 

Hilvanar con la sangre cada comienzo donde nos conocemos. Adherir a la piel el origen del encuentro. Fabricar momentos en la desgracia de nuestras entrañas. Sentados al borde de la cama, absueltos del pecado. Fumando mientras todo cae. Jugando con las bocanadas. Tropezando con la mirada. Fecundando con el labio a seres efímeros. Escuchar al gemido de tu vientre cuando crece la pulsión del cuerpo desnudo. Rescatar con mis manos los retazos de un alma agrietada. Curar con palabras tu rabia. Caminar en la esquina de tu miseria.  Morder al dolor del mundo en tus pezones desnudos. Recordarte que entre la suciedad y lo erótico nuestros cuerpos son dos animales amándose.

 

 

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Cuando el sol nos bifurcaba, recostados el uno sobre el otro, aprendimos a retorcer la convulsión del tiempo. Nuestros ojos jugaban a desechar al pasado de los cuerpos. Mientras, los labios caminaban alrededor de la herida. Cuando la vida nos dolía, comulgaba de tu carne a la palabra para rendirle devoción en el altar de lo nuestro. A través del roce de piel la caricia se prolongaba hasta la excitación. Al finalizar el coito llorábamos con metáforas. Después de unos meses el tiempo quemó nuestras manos hasta ser ceniza y nos dejamos de acariciar el cuerpo.  

 

 

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Nos veremos al rostro fijamente para encontrar las décadas de lo que lo que algún día fuimos. Notaré si aún llevas esos lentes y esas arrugas. Te contaré la reacción de tus hijos al saber de tu muerte. Y sobre las miradas que me abarcaban cuando acariciaba tu rostro dentro de ese baúl negro. También te contaré sobre el momento en el que Yolanda observaba con nostalgia tu deceso en el ataúd. Recuerdo que Erika lloró por días y vistió de luto. Yo, en cambio, después de tu muerte seguí con mi vida. Fumando, tomando cerveza, recorriendo la ciudad. Y pensando en aquellos días en los que los que yo tenía cinco años y durante las tardes, vos al regresar de tu trabajo me buscabas en la clínica donde trabajaba mi madre para darme un paseo en tu bicicleta roja. Imagino en esta tarde de octubre como sería nuestro encuentro mientras observo la foto en donde tus cuatro hijas te rodean con sus brazos y vos reís acompañado de tus lentes y arrugas. Al ver fijamente el paisaje familiar la vista se nubla y la imagen se disuelve paulatinamente hasta mostrar  al silencio de tu cuerpo sumergido en un mar de metáforas mientras un cielo desfragmenta su piel.

 

 

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Cae su cuerpo y cuando su rostro palpa el suelo una leve nube de polvo se eleva. Mientras yo le gritaba: “¡Hijo de puta! Por más que supliques esperanza no encontrarás”. Y él con su mirada hecha de sangre observaba. Temeroso de su destino él me amenazaba: “No sabes con quién te estás metiendo”. “Tengo contactos en el sistema judicial nacional y te van a meter en la peor cárcel”. “Soy amigo de narcotraficantes y te van a matar, culero”, decía. Harto de su retórica pateo su cuerpo. Y él con golpes intenta agredirme desde el suelo. Pero evado sus maniobras mal practicadas. El punto negro de sus ojos aplasta al presente cuando mis brazos con disciplina le rodean la tráquea. Y la luz de luna se derrama cuando aprieto su cuello. Con rabia se hinchan sus venas. Enervado de agonía suplica por su vida pero, él está predestinado a morir, me digo a mí mismo. De pronto, un silencio brota para convertir sus latidos en cifras vacías. Su cuerpo tendido sobre la calle se convierte en una hemorragia de muerte. Los policías desde lejos captan la escena. Ven el cuerpo. Murmuran entre ellos. Luego se acercan a mí y satisfechos estrechan mi mano mientras dicen: “Buen trabajo, colega, nosotros nos encargamos de tirar a este cerote al barranco”.

 

 

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Observa el desorden de su habitación mientras toma las esquinas de la blusa que lleva puesta para ascenderla por el abdomen hasta rebasar la cabeza y luego dejarla caer al suelo. Respira agitada, nerviosa. A ella le parece inquietante que los tres estemos en la misma habitación. Él viste de forma excelsa: smoking color verde, corbata negra y en su un sombrero de paja adornándole la cabeza. Sus facciones no lucen tan arrugadas. Tendrá aproximadamente unos cincuenta años. Por debajo de su nariz resalta el espesor de su bigote. De pronto, clava en mí su mirada —y también me inquieto—  cuando observo cómo ella me exhibe sus senos con temor y lascivia. Percibo la textura de sus pezones con mis dientes. Ella exclama lentamente la primera letra del abecedario y con mis manos me deshago de sus ropas. Abarcados ella y yo por el silencio de la noche. Con nuestras lenguas acariciamos nuestro sexo hasta curar la soledad de los años. Hacemos el amor, con nostalgia. Ella sobre mí. Yo sobre ella. Pero él sigue allí, observando desde su silla los detalles de nuestro acto. A su alrededor se encuentran veladoras de llama apacible que alumbran los bordes de su rostro y dos botellas de alcohol barato como señal de ofrenda por los milagros que a ella le concede. “Pero nuestros cuerpos desnudos son también una ofrenda a Maximón”, me dice mientras besa mis labios. Y él de nuevo nos observa, esta vez sonriendo un poco. 

 

 

06 de mayo de 2014
1990, Guatemala Ciudad, narrativa, prosa

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