Te Prometo Anarquía

cerrar las persianas para que los resuellos del pasado no se filtren convertidos en solitarias sombras que agudicen la fragilidad de la casa

carla cohen

 

[CARLA COHEN]

 

 

PERDICES

 

Había decidido salir temprano, en la madrugada; le gustaba disfrutar del amanecer en la ruta. Nadie lo extrañaría. A sus cincuenta y cinco años, Mario, seguía soltero y solo en la vida. Por eso le encargaban a él los viajes largos, al interior; no oponía ninguna excusa familiar. Hasta creían, en la agencia, que le hacían un favor, que necesitaba de esos viajes para escapar de su soledad.

Según le habían comentado, el pasajero que debía recoger en Gualeguaychú y traer al centro porteño era un importante hombre de negocios que no viajaba en avión ni micro ni tren porque era fóbico a las alturas y a las muchedumbres. Había sido muy terminante al requerir un remisero prolijo, cauteloso y reservado. Nada de andar charlando del tiempo, de partidos de fútbol o de política. Al cliente no le gustaba conversar con desconocidos; a Mario tampoco.

Para el viaje, Mario se llevó el mate, unos bizcochitos recién horneados de la panadería de al lado de su casa, unas botellas de agua mineral (había escuchado que se recomendaba tomar dos litros por día) y un par de manzanas.

Revisó los discos que iba a escuchar. Tenía desde hace quince años, cuando comenzó a trabajar de remisero, un listado inmutable (tanto por costumbre como por cábala) de los diez temas con que siempre arrancaba el viaje. Para la vuelta, vería si el cliente preferiría algo de su catálogo, la radio o ninguna de esas opciones. Repasó el mapa y partió rumbo a Entre Ríos.

Encendió el reproductor de música; comenzó con el Réquiem de Mozart, después, seguiría Ruta 66, de Pappo. Esa seguidilla le quitaba la modorra; iba entrando en clima. Ya en la ruta, escucharía el primer noticiero de la mañana. Luego, Mi vieja, también del gran Carpo. Más tarde, una mezcla de Sandro, B. B. King y Sinatra. Los últimos tres puestos de su top ten eran para Barbra Streisand, Rod Stewart y Piero (compartiendo el podio con Cacho Castaña).

Le gustaba manejar; disfrutaba proveerse de su propio movimiento, era una manera de sentirse libre, cortar el viento, avanzar. No podía evitar pensar en cada viaje, con la única compañía de su voz interior, cuán distinto hubiera sido su presente si Aída, su novia del secundario, no hubiese muerto en el mismo momento en el que él le proponía casamiento; qué hubiera pasado si Luisa, su segunda novia, no se hubiese ido con su peor amigo, o si Mirta, la tercera, no se hubiera confesado lesbiana. Mario no tuvo nada de suerte en cuestiones del amor, ni tampoco en el juego, como para confirmar el refrán. Durante los últimos años, explorando nuevos ámbitos donde conocer, quizás, al amor de su vida, Mario comenzó a frecuentar los Bingos. Primero, el Bingo de su barrio, Flores; después, cada sábado, visitaba el de otro barrio. Así fue que conoció casi todos los barrios de la ciudad, pero no encontró a ninguna dama interesante como para compartir la vida. No perdió tampoco mucho dinero, porque Mario no tomaba riesgos.

Primera parada para ir al baño y estirar las piernas. Era una estación de servicio importante, concurrida. Antes de volver al camino, tomó unos mates con bizcochitos, apoyado en el auto. Al frío de la mañana, observaba el pasto escarchado y los perros ladrando.

Volvió a acomodarse en el auto para seguir rumbo a su objetivo. Ganó unos kilómetros más, pero, al poco tiempo, volvió a sentir ganas de orinar. Pensó que podrían ser por los mates, el agua o, quizás, que podría estar empezando a tener problemas de próstata. Así que, en la siguiente oportunidad, se detendría.

Paró en una estación de servicio casi abandonada, precaria, muy distinta a la anterior. Detuvo su automóvil y se dirigió en busca de un baño. Cuando pasó por el bar, observó desde la puerta que detrás del mostrador, un hombre, al que veía de espaldas, le gritaba a una mujer joven. La amenazaba con una botella que agitaba con su mano derecha. Ella, vestida con ropas ligeras, el pelo negro revuelto y el maquillaje corrido por las lágrimas, no pronunciaba palabra alguna; no se defendía, mostraba ojos desorbitados, helados y furiosos. Mario dudó de si alguien más estaba viendo lo mismo que él, pero no había un alma en ese sitio. Pensó si debía intervenir, nadie más que él podría hacerlo. Los gritos del hombre eran cada vez más fuertes. La mujer seguía pétrea, indignada, acorralada contra la pared. El remisero se dijo que era mejor no meterse en discusiones de pareja, que debía ir al baño como le indicaba su urgencia y que, después, seguramente, ya se habría calmado el asunto.

Y así fue. Al salir del baño, volvió a pasar por la puerta del bar; ya no se oía ningún grito, no estaba el hombre, no estaba la mujer, no había nadie más. Estarían dentro de alguna habitación del fondo, pensó.

Se acercó a su auto, abrió la puerta y, al sentarse, percibió, a sus espaldas, un aliento agitado que le llegaba desde el asiento trasero. Era la mujer del bar. Estaba ensangrentada, estaba hermosa. Llevaba en su regazo un bolso que apretaba con una mano y tomaba, con la otra, a una pequeña niña que estaba sentada junto a ella. Las dos tan parecidas, tan asustadas, tan calladas. Sin pensarlo dos veces, Mario arrancó el auto. Le dijo a la mujer que se sentara a su lado, adelante. Ella parecía no escucharlo. Se veía aturdida. Él le hizo un gesto apurado mientras giraba el volante para entrar de nuevo en la ruta; ella pasó al asiento del acompañante, mientras, Mario controlaba el espejo retrovisor, repasando lo que dejaban atrás. Les indicó a las dos que se abrocharan el cinturón de seguridad; no lo hicieron hasta después de ver que él lo hiciera. Les ofreció agua, manzanas, bizcochitos; todo lo que llevaba consigo. Mario manejaba y, de reojo, revisaba si la mujer estaba muy herida. Decidió que no se detendría a curarla; era necesario alejarse de aquel hombre cuanto antes. La nena se quedó dormida enseguida, la mujer la acariciaba desde el asiento delantero.

Algo en su manera de mover las manos fascinó a Mario.

—¿Cómo te llamás? —le preguntó, ella no contestó—. Está bien, entiendo.

Ella miraba hacia afuera, sus ojos oscuros se perdían por el camino. Bajó la ventanilla y plantó su rostro, dolido y cansado, al viento fuerte de la ruta; sus rizos negros volaban.

—¿Te gusta ir al Bingo o preferís ir a milonguear? —preguntó Mario para sus adentros.

Habían avanzado ya una distancia considerable. Ella seguía reservada, distante. No le preocupó no saber nada de esa mujer. Su compañía valía todo para Mario, aun el riesgo de lo desconocido. Le brindaría su ayuda. Nacía entre ellos una complicidad especial, algo que los acercaba. Sintió que el silencio de esa mujer podría llenar por siempre su propio silencio.

No podía dejar de mirarla.

Imaginó los días con ella, como si se acercara por un pasillo pudiendo oler los manjares que prepararían sus manos. Otro brillo en las plantas. Manteles, copas, cremas y cosméticos, cortinas, aroma a bizcochuelo, vidrios relucientes, floreros, bufandas tejidas, novelas, cuadros, piso encerado, sonido de tacos, portarretratos decorados, velas, sábanas almidonadas, pantuflas arrastradas, ruidos de ollas, almohadones bordados, veladores tenues, ropa interior colgada en la ducha, especias, bronces lustrados, camisón de seda, chocolate caliente, perfume. Eran las manos de ella. Eran los ojos de Mario que se ilusionaba.

Tal vez fuera que ella percibió ese hechizo, y acaso queriendo disuadirlo, tomó con decisión el termo que estaba a sus pies y comenzó a cebar el mate. Con suavidad y sin decirle nada, se lo alcanzaba al remisero procurando mantener el equilibrio del agua servida. Él la observaba anonadado: había algo que lo embrujaba, como si esa mano seductora acercándose le ofreciera mucho más que algo de beber. Por momentos, ella volvía a girar y acariciaba a la pequeña. Se acomodaba los rulos. Se estiraba la ropa rasgada y manchada.

Era como seguir las manos rápidas y danzarinas de un mago intentando, en vano, descubrir su truco. Los dedos de su acompañante tenían vida propia, lo hipnotizaban, cada uno a su propio tiempo y velocidad antojadiza. Él terminó rindiéndose a su encanto, no opuso la menor resistencia.

Un cartel oxidado y de letras gastadas presagiaba que se hallaban en la entrada de Perdices. Imaginó a la mujer comiendo perdices y, por un instante, él también fue feliz.

Pero fue sólo un instante; luego, un giro en su vida. Bocina, más bocina, bocina intermitente, chirrido de neumáticos, huellas de frenada en el pavimento y… golpe seco. Un camión los embistió desde atrás, los arrastró cincuenta metros por la ruta; el auto terminó rodando y cayendo por un terraplén. Después de un último bamboleo, el rodado quedó quieto. Olor a nafta, olor a sangre. Eco del estruendo. Agua, yerba, manzanas, bizcochitos. Todo caído, todo mezclado. Cuando Mario pudo abrir los ojos, vio que la mujer estaba en el asiento trasero intentando despertar a su hija, emitiendo unos gritos ahogados. La niña respondió y se hablaron en lengua de señas. La mujer la sacó del auto en brazos; la llevó cuesta arriba hasta ponerla a salvo. El olor a incendio era cada vez más intenso. Mario no podía mover sus piernas ni sus manos, estaba muy golpeado, a punto de desmayarse del dolor. La mujer no volvía, ¿lo dejaría morir allí, solo? No, regresó e intentó quitarle el cinturón de seguridad que estaba trabado. Había que cortarlo. Ella le hablaba con sus manos y él no podía contestar porque estaba casi inconsciente. Después recordaría, como entre sueños, que, en Perdices, un accidente en la ruta y una mujer lo devolvieron a la vida. Ella tomó del asiento trasero su bolso, lo abrió y sacó un repasador sucio que envolvía algo. Era un cuchillo ensangrentado. Cortó el cinturón; arrastró al remisero por el terraplén hasta sacarlo de allí. El auto explotó al conjuro de un silencio de tres.

 

 

LA MISA

 

Cuando me detuve frente al portón sentí su mano húmeda y regordeta sobre mi espalda.

—Padre Bautista —giré evitando ver sus dedos de uñas carcomidas.

—No iba a empezar sin tu presencia, Andrea —dijo regalándome una bocanada caliente de licor de anís. “Para calmar los dolores de muelas”, apuraba cuando lo descubríamos con su petaca.

En un silencio rabioso le sostuve la mirada. Llevaba años aguantando la respiración en el fondo de una piscina helada, de la que aún yo no deseaba emerger.

—Acabo de llegar al pueblo. Quiero entrar de una vez.

Me estiré el vestido. Fui avanzando por el pasillo hacia los asientos de adelante. El intendente. Me quité un mechón de pelo transpirado de la cara. Los del periódico local. Tosí. Maestras. Trastabillé. Vecinos, muchos vecinos. No supe si me reconocían o si sólo intuían en mí el paso del tiempo. Me detuve: la madre de Adrián. Pobrecita, pensé. Ni rastros de la Doña Carmen que fue. Arrugada y encorvada, no llegaba a ver más que los zapatos del Padre Bautista en el púlpito. Me senté a su lado. Pasó toda la misa agarrada a mi antebrazo con la rigidez propia de los muertos. Como la de Adrián después de nuestro juego.

Formábamos un trío inseparable. Los mellizos Mattioli y yo. Dardo y Adrián eran tan distintos físicamente que la gente no les creía que fueran mellizos. Y ya que no se parecían, entonces, a profundizarles las diferencias: Dardo era el que vivía metiéndose en problemas; Adrián era el chico ejemplar. Sin embargo, para mí, habitaban el mismo corazón, a pesar de que nadie sabía cuánto le pesaba a Dardo ser la sombra del hermano perfecto.

—… el fresco pintado en el techo de esta capilla, que hoy inauguramos con esta misa… —decía el Padre Bautista sonriendo para las cámaras.

Saqué un espejito de mi cartera. Lo coloqué en las huesudas manos de Doña Carmen enfocando hacia arriba. Lo giré hasta dar justo con la imagen del rostro dibujado de Adrián adolescente, entre nubes de colores pastel. La mujer se sobresaltó. Se llevó una mano a la boca como para contener un llanto que ya estaba seco, y con ese movimiento disparó un reflejo que encandiló como una cachetada al Padre Bautista. El Padre —cara de resolana— meneó la cabeza y se sonrió excusando las travesuras de los monaguillos. Ya no podía echarle la culpa a Dardo, ni a Adrián una sonrisa cómplice. Busqué a Dardo con la vista. Era difícil que pasara desapercibido. Alto y fornido, se erguía contra la pared del fondo, en una esquina de la capilla. Me miraba. De golpe, tuve la sensación de que esa misma mirada me gritó algo entre sueños.

—Listos, preparados, ¡ya! —era la señal para correr a acostarnos sobre las vías. Conocíamos a la perfección el horario de los trenes y en qué sentido circulaban. Nos amuchábamos. Yo, al centro. Ellos dos pegados a mí. Nos quedábamos de la mano, mudos, paladeando el cielo y el silencio sobre el que goteaba cada vez con mayor insistencia, el redoble del tren acercándose. Y cuando faltaba un instante para escapar rodando hacia los costados, al que le tocaba el turno debía gritar un secreto: que Adrián gustaba de mí, que Dardo espiaba en el baño de mujeres, que me hice señorita, que Dardo fumó en el sótano de su casa, que Adrián quería casarse conmigo, que Dardo fue llamado al ejército, que Adrián ganó una beca para estudiar afuera, que yo no quería que nada fuera a cambiar. Con el tiempo, se nos acabaron los secretos, o sería que al ir creciendo necesitamos guarecernos de las verdades y los miedos.

Un día, era el turno de Adrián. Pasaban los segundos y no largaba su secreto, sólo lloraba y balbuceaba. Dardo lo burlaba, le insistía, lo presionaba. Les pedí que se calmaran, pero no se me ocurrió frenar el juego. Hasta que Adrián gritó que el Padre Bautista abusó de él desde su cumpleaños de siete. Los tres nos quedamos inmóviles, justo en el momento en que había que escapar de las vías. Los cuerpos no respondían. Lo último que recuerdo es que se me nubló la vista. Después, supe de aquel día lo que contaría la leyenda del pueblo: Adrián me alzó en brazos hasta ponerme a salvo al costado de las vías. Enseguida intentó alcanzar una zapatilla que perdió en el apuro y terminó agonizando en el hospital.

Dardo se mantuvo con entereza cuando enterramos a Adrián. Aun cuando en mi llanto desquiciado le grité que, en todo caso, era él quien debería haber muerto y no Adrián. Días después de la tragedia abandoné el pueblo. Lo único que volví a saber de Dardo fue que con mi partida se aisló de todos. “No puede perdonarse haber sobrevivido”, teorizaba la gente.

Durante la misa, volví a escuchar con más definición los gritos que me sacudieron en las vías. El ruido del tren latía cada vez más fuerte en mi cabeza. De repente, miré hacia arriba. Repasé la figura de Adrián. Tan delicado y frágil. Sus brazos débiles… y, entonces, ya no hizo falta compararlos con los de Dardo para saber quién de los dos me salvó aquel día. Ahora Dardo ya no estaba en su esquina. Me solté de Doña Carmen. Salí corriendo. Supe que lo encontraría en las vías del tren. Le diría que tampoco hubiera querido que él hubiese muerto. Que Adrián buscaba alivio y lo encontró a nuestro lado.

 

 

CARLA COHEN. (Buenos Aires, Argentina, 1970). Trabajó en la docencia y actualmente se desempeña como abogada. Ávida lectora; participa en talleres literarios. Ha obtenido una mención en el II Concurso Literario de la Sociedad Italiana (2012) con el cuento “Guiso de Madre” y resultó finalista en el I Concurso Premio Planeta Digital 2012, con el cuento “Vida útil”, publicado por la misma editorial en el libro ¡Alte killer! y otros cuentos (2012).

 

 

20 de enero de 2014
1970, Argentina, autor invitado, Buenos Aires, narrativa

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