Te Prometo Anarquía

desarticulemos los lugares comunes para darle paso al delirio insurgente en el trayecto conflictual de aquellos corazones húmedos, erectos, sudorosos…

juan pensamiento velasco

 

[JUAN PENSAMIENTO VELASCO]

 

LA CÓLERA EN TIEMPOS DEL (DES)AMOR  

Acostado a oscuras en su cama, con el corazón latiendo muy fuerte y un poco de dolor ya en el antebrazo, sabía que había sido un desperdicio haber amado tanto a esa maldita basura con cuyo recuerdo se estaba masturbando.

 

SI AMARTE ES PECADO (NO) QUIERO SER PECADOR  

Hueco, le gritaron hoy otra vez a Sebas en la clase de educación física, mientras corría, según él, muy recto y muy machito. Hueco, le habían gritado también ayer mientras abrazaba sus libros para llegar a lite, su clase favorita. Hueco, le habían dicho prácticamente todos los días en el colegio desde que tenía doce, aunque él fingía no oír o, cuando no quedaba de otra, pretendía reírse divertido por la broma. Meses antes, tratando de forzar una voz varonil, a veces respondía ¡hueco vos! o ¡tu madre!, hasta que Raúl le rompió el labio de un puñetazo y todos, todavía con más burla, le dijeron, naturalmente, hueco. Hueco, por estar en el club de teatro. Hueco, por no querer jugar fut. Hueco, se dijo él mismo, con asco, por haberse masturbado pensando en la espesa nube negra del pelo púbico de Raúl, que vio (haciendo como que no vio) cuando se fueron al puerto con todos los de la clase para celebrar el fin de su seminario “Causas de la desnutrición infantil en San Juan La Laguna”. ¡Puta, qué hueco!, se rió Raúl al verlo llorar, huecamente, por un niño de siete años que parecía de cuatro.

¡Qué asco los huecos!, dijo su papá en la tienda de tacuches al ver a un hombre que, aunque no lo parecía, tenía puesta una camisa rosada con corbata lila. Sebas, entonces, mejor se compró una blanca y una corbata azul con amarillo para la fiesta de graduación. Esa abominación le da asco a Dios, que la vomita, le contó su primo que había dicho el pastor cuando se lo preguntaron en el grupo de jóvenes. ¡A huevos!, respondió Sebas, con voz muy segura y masculina. Pero hueco se sentía por el tremendo miedo que le provocaba lo que fueran a decir de él los de su clase en el testamento de la otra semana, frente a toda la secundaria. Quinto bachillerato había sido un año difícil. Casi todos tenían novia, menos él. Él, que sí, cabal: era un hueco abominable y asqueroso que se tocaba pensando en sus amigos de la clase.

Se comió el brownie con leche que le llevó la muchacha, que ya sabía reconocer cuando Sebas regresaba triste. Apagó la tele y se levantó, decidido. Fue al cuarto de su hermanito y abrió la gaveta. Tomó la pistola verde fluorescente, que estaba cargada; cerró la puerta con llave y se sentó en la orilla de su cama. No iba a eso, pero pensó en las axilas peludas de Raúl, tan negras como sus pelos de la verga. Dejó la pistola de lado y se masturbó otra vez, muy rico. Se limpió el semen de la mano en su propio pelo púbico y así, sentado con el pantalón y el calzoncillo Zara en los tobillos, pidió perdón a Dios por lo que había hecho otra vez. Ese dolor en el pecho, ese nudo en la garganta, otra vez. Otra vez ya no, dijo quedito. Tomó de nuevo la pistola y la puso en su frente, respirando con dificultad, el dedo en el gatillo. ¡Otra vez ya no, mierda!. ¡ Clic, clic, clic, clic, se disparó la pistolita, mientras el agua le chorreaba por la cara y se confundía con las lágrimas silenciosas, lágrimas de adulto, que rara vez lloran en recio. ¡Otra vez ya no! Algo, sintió, se había muerto.

¡Mirate a ese gran hueco!, le dijo Sebas a su novia, que sonreía muy divertida, mientras veían despectivamente al chavo ese que se sentaba hasta adelante en la clase de la U y siempre tomaba notas con lapiceros de colores en su cuaderno forrado de fucsia. Pero Sebas le estaba viendo las nalgas.

 

CONTAMINAME  

Robertío está hincado en el suelo.

Robertío está hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con sus zapatos negros pulcramente lustrados, como siempre. Robertío está pensando en que, por la posición, las puntas de sus zapatos negros pulcramente lustrados se le van a ensuciar.

El pantalón de lona de Robertío ―uno de esos que todavía tienen la cintura donde se supone que está la cintura (y no esas huecadas de ahora con cintura baja, dice siempre Robertío)― está planchado y con quiebres nítidos. Precisamente hoy por la mañana Robertío le preguntó gritando a su mamá ¿acaso ni eso podés hacer bien? Ni modo: quiebres nítidos, aunque a su mamá (como a la mayoría) le parezca que los pantalones de lona se ven tontos así, tan bien planchados.

Los pantalones de lona con quiebre de Robertío están firmemente ceñidos a su cintura por un cincho negro demasiado formal para un pantalón de lona, pero que Robertío se esmera en siempre mantener limpio y sin rayones, con la hebilla muy brillante y sin manchas de dedos. Hoy, sin embargo, el cincho no va a durar mucho ni así de limpio ni así de bien ceñido.

Robertío, que siempre huele a camisa recién planchada y hoy no es la excepción, tiene puesta una camisa celeste demasiado formal para su pantalón de lona con corte pasado de moda. Aunque Robertío, como a diario, se puso desodorante antitranspirante (en spray, del que trae talco), tiene las axilas muy sudadas. Cualquiera en su situación las tendría. Las manchas de sudor se notan mucho, porque Robertío está hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con las palmas de ambas manos atrás de la cabeza. Atrás de Robertío está parado un tipo con un cuchillo en la mano. La punta del cuchillo, claro, está puesta amenazadoramente sobre la nuca de Robertío. Robertío, entre todo su sudor, piensa en lo mugroso del suelo y en qué putas piensan hacer estos dos choleros asquerosos.

Enfrente de Robertío está parado el otro cholero asqueroso que, hace media hora, primero se le quedo viendo fijamente y luego se acercó a hablarle babosadas y luego le dijo guapo y luego le mostró la pistola que traía escondida entre lo que parecía una masa impulcra de vello púbico y luego, medio a la fuerza, junto con el del cuchillo, lo trajo al cuarto mugroso este y lo pusieron de rodillas con las manos atrás de la cabeza. El hombre de enfrente, con una sonrisa de cholero asqueroso y con las palabras arrastradas emitidas en una voz demasiado afeminada como para provenir de alguien tan peludo, dice: Me la vas a tener que mamar bien rico o te lleva la gran puta, maricón de mierda, mientras con la mano izquierda se pasa la pistola para atrás y con la derecha se baja el zípper lentamente.

A Robertío se le abren los ojos más de la cuenta al ver esa verga enorme, gorda y rodeada de lo que parece un mar de pelo negro, salir de detrás del zipper. Nunca ha visto una tan grande. Sus anteojos de aro dorado se quedaron tirados quién sabe dónde. Su pelo, peinado como niño bueno con mucha – demasiada – gelatina, ya está un poco alborotado, aunque Robertío todavía no se ha dado cuenta. El cholero asqueroso se corre hacia atrás el prepucio y pone la pija en los labios de Robertío, que todavía los tiene apretados. Robertío siente olor a jabón. Menos mal, piensa Robertío, no hay nada peor que la gente sucia.

 

UN MACHO POR NINGUNA PARTE

La luz, blanca y caliente. Silencio absoluto, salvo por la música: algo así como cumbia para elevador. Los labios de Lina se resbalan con firmeza premeditada, casi violencia, desde la mejilla de Angélica hasta su boca. Angélica, por supuesto, no opone resistencia. Sus pezones están tiesos como piedras. Sus lenguas calientes, más mojadas que húmedas, se revuelcan juntas a veces en la trompita de una, a veces en la de otra. Lina siente olor a champú. Angélica, pasiva, sólo se deja querer por esa boca rosa con minifalda negra y hombros al aire.

Un sútil gritito se escucha desde la garganta de Angélica cuando siente un primer beso en el cuello. Se moja, sin calzón. Del abrazo, Lina pasa luego a manosear salvajemente los enormes pechos de Angélica, libres de sostén. Las garras fucsia de Lina contrastan notoriamente con la blancura cremosa de Angélica, la aprietan, la estrujan. Angélica, medio mareada del placer. Sus chiches, todas brillantes de saliva, parecen de ese satín barato color peach de los vestidos de quinceañera.

Los dientes muerden ombligos, las piernas se van abriendo. Las lenguas prometen cuca; las cucas prometen lengua. Gemidos fuertes: cualquiera puede oír. La caricia esencial, el arte de amar, manos de uñas largas que huelen a mar, deliciosamente chiclositas; faldas enroscadas en la cintura. Enormes pelos tisados de tinte barato, sombras azules en los ojos delineados con rímel negro, algo corrido por el sudor. Triángulos púbicos enormes que se traspapelan uno con otro, espaldas que se rascan contra la pared. Besos para futuras pajas anónimas. La cámara captando la fingida fluidez.

¡Corte y queda!, grita el enano del director. ¡Bien, Lina! Ahora chúpale el culo y le metes dos dedos; ¡y chíngale, cabrona, que no tenemos todo el día!

24 de abril de 2012
1977, Guatemala Ciudad, narrativa

2 intervenciones en “desarticulemos los lugares comunes para darle paso al delirio insurgente en el trayecto conflictual de aquellos corazones húmedos, erectos, sudorosos…”

  1. Jorge Letona dice:

    Bueno!

  2. la-filistea dice:

    Sì, realmente muy bueno!

¿algo qué decir?