Te Prometo Anarquía

el tuétano de los días inéditos pasando por el ojal de situaciones extraordinariamente luminosas

 

[EDDY ROMA]

 

BENIGNO

Yo me vine para Estados Unidos en el 67, en un viaje de intercambio escolar; por supuesto aproveché para quedarme. En mi casa se enteraron como a los seis meses, cuando ya me daban por muerto y hasta misa me mandaron hacer. Todo el tiempo me quedé en Los Ángeles. Para qué le voy a contar los trabajos que hice. Diga que aprendí algo de inglés en un curso que venía en doce discos, de los grandotes, que tenían en un instituto nocturno que quedaba cerca de mi casa. Con eso me defendí y bien que mal la iba pasando.

            Un día iba caminando por una calle atestada de gente. Tenía que ir con cuidado de no girar con brusquedad o estirar demasiado los brazos para no golpear a nadie. No quería verme envuelto en una trifulca y la policía me cayera encima y se diera cuenta que andaba sin papeles. Eran tiempos delicados, con la guerra de Vietnam, las manifestaciones por los derechos de los negros y los estudiantes peleándose con la policía. Todo eso que ahora sale en las películas o en la televisión.

            Voy por esa calle atorada de gente y lo bien que me acuerdo que unas chinitas se me quedaron viendo como con admiración o como si no creyeran que me estuvieran viendo. Me pareció extraña su insistencia, no porque yo creyera que fuera tan mal parecido; ahí donde me ve contaban que mi abuela fue una mujer guapísima; yo no la conocí porque se murió cuando yo estaba bien chiquito y ni un retrato quedó de ella porque todo se perdió cuando se quemó la casa vieja. Yo andaba con hambre y entré a comer a una cafetería que me gustaba mucho por su ambiente, tranquilo y muy limpio. Ya no existe, la última vez que fui a Los Ángeles había un parqueo construido en su lugar.

            Me senté a una mesa pegada a la ventana. Me gusta observar el movimiento de la calle, las personas, los autos que pasan, las parejas que van tomadas del brazo o de la mano, los viejitos que no sé cómo se animan a salir con tanta gente imprudente y maleducada que los pasa tirando. Tomaba mi jugo de naranja cuando oí como que golpeaban el vidrio. Eran dos de las chinitas que me hacían así con la mano y me sonreían. Yo me sentí un poco confundido e hice como que no era conmigo el asunto. Terminé de comer y ahí vino lo bueno. Pues las chinitas entraron, oí que cuchicheaban entre ellas y de repente una se me acercó. Yo la recuerdo con un traje celeste y zapatos blancos, el pelo bien largo y una diadema sobre la frente, como engalanada para un paseo aquí en el parque, y se me acercó y me saludó en a saber qué lengua porque no le entendí nada. Me pareció entre todo ese enredo entenderle una palabra en español. Yo más o menos le dije:

—I’m sorry but I can’t understand you.

Vi como que se desilusionó pero después le regresó la sonrisa a la cara y me contestó:

—Nice to meet you, mister Benigno. I’m, I’m…

Y por un rato se quedó sin cómo proseguir. Lo que más o menos le entendí es que se sentía muy emocionada de conocerme y que excusara a sus amigas, pero es que eran muy tímidas y no se querían acercar.

Eso fue todo. La chinita se marchó feliz. Las vi en la esquina platicando como que muy animadas, riéndose entre ellas y todavía volteándome a ver. Yo les hice adiós y ellas siguieron risa y risa. Pensé que me confundieron con alguien muy famoso en su país; no dejó de llamarme la atención que tuviera un nombre en español. Benigno.

Al otro día, en otra calle —me dirigía a donde solicitaban un latino para tareas de vigilancia en un cine a donde sólo acudían mexicanos—, lo mismo. Ahora fue una pareja. Él de repente que detiene el paso. Me señala y comienza agitar las manos. Otra sarta de palabras que no entiendo, salvo los Benigno, Benigno que a cada rato repetía. No sabiendo que decirles, sólo fijándome que parecían muy amistosos, los saludé y vi que el muchacho pegaba unos brincos así de contento. Ya no les hice caso y seguí de largo para el cine, que me faltaban varias cuadras por llegar.

Supe que Benigno era importante cuando me disponía a pagar la cuenta de varias semanas en la cafetería. La cajera, una muchacha de traje blanco a rayas rojas y delantal blanco, como salen en el cine, masticando chicle bomba y todo, me informó que alguien la pagó e incluso dejó una botella de una bebida con sabor muy extraño como regalo para mí. Y bueno, me dije, trae cuenta parecerse al tal Benigno cuando una de las chinitas, tal vez aquella del vestido celeste y los zapatos blancos, se me prendió del cuello y me va dando un beso que todavía lo recuerdo. Que no lo vaya a oír mi mujer porque si no me bota.

No gastaba en periódicos, ni tenía televisor y tampoco veía los noticieros. Algo me enteraba cuando llamaba a mis viejos a la casa. Andaba con un poquito de temor de que me fueran a cachar y me regresaran con todo lo que llevara puesto. Siempre estaba atento a que no se me cruzara una persona extraña, un agente encubierto, qué sé yo, un espía, alguien que identificara cómo dar con los wetbacks que andan a montones por todo ese lugar.

            Ya se puede imaginar qué susto me llevé cuando un anochecer, antes que pudiera meter la llave en la cerradura y esconderme, se me acercaron dos chinos de esos grandotes que se parecen a uno que salía de malo en las películas de karatecas. Entre los dos me cargaron y me llevaron en medio de ellos con mis pies casi en el aire. Parecía que fueran los custodios del bar que me echaran por escandaloso o tocarle las nalgas a las meseras. Me amarraron todo y vendaron los ojos antes de meterme a un carro. Los oía cómo maltrataban en su lengua y nada más les entendía cuando decían Benigno.

            Yo, para qué engañarlo, me consideré difunto. Todo lo que sabía de los chinos lo conocí hace muchos años en unas revistas que traían de México donde aparecían las aventuras de un tal Fu-Manchú y de cómo ejecutaban a las víctimas recortándoles un cuadrito de piel aquí y otro allá hasta que las terminaban desollando. Los oí también reír, como si estuvieran contentos de que al fin habían atrapado a Benigno y no se les iba escapar.

            Me sacaron a empujones —pensaron que para qué disimular— y cuando me caí supe que bajábamos unas gradas en espiral, muy estrechas. Al fin me sentaron, me quitaron la venda y bajo una lámpara que emitía una luz en cono invertido me vi ante otro chino de pinta igual de siniestra que los otros, como si los fotocopiaran y nada más los raparan o pintaran el bigote para diferenciarlos.

            Al fin oí hablar en inglés:

            —Are you sure he’s Benigno?

            No vi a los otros pero los creí asentir.

            —…—mencionó un nombre todo raro— give me the photographs.

            Le entregaron un sobre panzón por la cantidad de fotos que llevaba. El chino comenzó a examinarlas y de rato en rato me miraba, comparándome. Tomaba una foto, la alejaba, hacía así con los ojos como si le costara ver, murmuraba algo y pasaba a otra foto. Hasta que preguntó:

            —Tell me: are you Benigno Aquino?

Yo quería saber qué tenía que ver un nombre en español con esos chinos que tenían aspecto de llamarse, digamos, Cho Ming, Wang Tang y Hong Kong.

            —I’m not Benigno whatever you try to mean —dije, atropellando las palabras. Mi hijo que nació y se crió allá dice que hablo con acento dutch. Debí sonar como un holandés que recién aprendió hablar en inglés sabiendo que mi vida dependía que se dieran cuenta que yo no era el tal Benigno que buscaban.

            El chino se dirigió a sus compañeros. Luego me explicó que se habían confundido y entendí que si algún apego tenía a la existencia no debía moverme de ahí hasta que pasaran unas dos o tres horas. Que entonces saliera y no le dijera nada a nadie. Para que lo recordara me doblaron de un puñetazo en la meritita boca del estómago.

            Me fui yendo por lugares que ni conocía. Era una zona que todavía no estaba urbanizada del todo porque sobraban los terrenos que parecían puros matorrales. Escuchaba carreras como de lagartijas huyendo a esconderse por miedo a que les aventaran piedras. A mi falta de documentos súmele que perdí el dinero que llevaba. No tenía cómo orientarme. Mi temor era que apareciera una banda y me asaltara o machacara a golpes. Algunos murales en las paredes me prevenían que entre más ligero me fuera de ahí mejor.

            En eso que se para un taxi. Era una esquina y el semáforo se puso en rojo. El taxista que se voltea y al verme comienza a gritar Benigno, Benigno. Yo estaba hasta aquí de Benigno, por su culpa me dieron tremendo susto, y vi que el tipo abrió la puerta y me hacía señas de que entrara. Como le decía que no él tuvo que bajarse y casi a la fuerza me introdujo. Hoy sí se acabó, pensé. No entendía lo que el taxista me decía hasta que se puso muy serio y me dijo:

            —Have you spend so much time out of your country that you have forgotten your mother tongue?

            Yo que acababa escapar que me mataran y este chino viene y me regaña por haber olvidado mi lengua nativa.

            —Listen buddy —le dije—. I’m not what all of you crazy maniacs think I am. My name is Marcos Milian and I came from Guatemala.

            —Sure, I know your life is on the edge. Please let me take you home —y siguió llamándome Benigno aquí y Benigno acá en todo el camino. Lo aguanté con tal de que me llevara a casa. En cuanto reconocí una esquina familiar me tiré del carro y salí corriendo. Ya tenía suficiente. Moría por un vaso de cerveza.

            Tenían el televisor encendido en la cafetería y vi lo que parecía una manifestación de chinos. Llevaban una bandera azul y roja con un triángulo blanco en la esquina y se peleaban con la policía mientras se tiraban piedras y palos. Entendí que many exiled from the Philippines protestaban por el secuestro y tortura del líder opositor Benigno Aquino, de visita en la ciudad para recabar apoyo contra la dictadura que controlaba su país. Entrevistaron al taxista que me trajo —ya decía yo que esa cara se me hacía conocida— refiriendo que lo encontró delirando en las afueras de la ciudad y parecía como que estuviera drogado porque no entendió cuando le hablaron en tagalo. Cuando mostraron una imagen de Aquino con el rótulo de still missing y un número de teléfono para informar de su paradero, la rubia de la caja volteó a verme y dijo:

            —Have you noticed? He looks like you.

           

 

a German Albornoz

 

 

 ELLA, SUS PREGUNTAS

Estaba de pie, ante la puerta de mi departamento, al final del pasillo iluminado por una sola bombilla fluorescente, como imaginé que sucedería.

            —Tenemos que hablar.

            Dije que sí mientras introducía la llave en la cerradura. Empujé la puerta. No excusé el desorden. Encendí un par de luces y fui a llenar un vaso con agua.

            Me tenía. El corazón me trepaba a la garganta. No podía fingir la ceguera que afectaba cuando la encontraba en la calle —más gorda, venida a menos, sin huella del fulgor que la rodeó— o borraba sus correos electrónicos, sin leerlos.

            —¿Por qué me huye?

            Cinco años esquivando esas preguntas y sus respuestas. Las que pronunciaría a medias para rodearlas de un halo críptico o darles un sentido expuesto a toda interpretación menos la correcta según mi punto de vista.

            —¿Por qué me hace eso?

            Le ofrecí una coca cola, jugo de naranja, agua pura, café. Cerveza.

            —No chingue. ¿Por qué no me quiere hablar?

            Vigilaba sus pies. Sus movimientos podían tirar al suelo una pila de libros colocada a la izquierda de la cama sin hacer. Tenía pintado de blanco el borde de las uñas.

            —Tenga cuidado no me bote los libros.

            —Olvidaba el cariño que le tiene a sus preciosos libros —replicó. Tomó el primer número de una revista, Ciudad de las letras. Retuvo una de las páginas centrales entre el índice y el pulgar. Lenta, con deliberación, la fue arrancando.

            Era la única copia que tenía. Homenajeaba a un amigo muy querido, fallecido el año antepasado.

—¿Qué se le ofrece?

            La tenía por una mujer fuerte hasta que me asedió a llamadas telefónicas y mensajes de texto. Como una vendedora de pollo frito y tortillas en la Costa Sur.

            —¿Que qué se me ofrece?

            —Mire —ya no había por qué fingir impasibilidad—. Cómo decirle…

            —Si usted nunca supo qué decir —se levantó. Los libros cayeron al suelo. Se acercó. En otros tiempos debía bajarme de la acera y sostenerla en vilo por varios minutos.

            —¿Por qué no me devolvió siquiera una llamada o me contestó sí o no en un correo? —prosiguió mientras se arrodillaba—. Nada le costaba hacerlo, ¿o sí?

            Desabotonó la bragueta.

            —¿Le gusta cómo tengo mi pelo?

            Enroscó mi mano derecha en las hebras que descendían de cada sien.

            —Si quiere me quito la blusa.

            La piel de la espalda estaba cubierta de granitos.

            —Sólo falta que me la arranque a mordiscos.

            —¿Cómo dijo? —se detuvo.

            —Nada.

Cada pregunta la hacía sin soltarme.

            —¿Se recuerda que le daba miedo terminar en mi cara y prefería rociarme los pechos?

             “Espero que no se le olvide”, dijo la primera vez.

            —¿Tiene idea del daño que me hizo?

            Afuera oscurecía.

 

 

FERIADO

No tenía ganas de trabajar y llamé para avisar que habían puesto una bomba en uno de los sótanos del edificio. Cuando llegué completaban la evacuación del personal.

—No sé quién llamó diciendo que habían puesto una bomba —dijo uno de los conserjes.

—Siquiera pongan en práctica el curso de la semana pasada —oí un comentario.

—Sí, que de algo les sirva —secundó otro.

            El jueves de la semana pasada, por la mañana, realizaron un ejercicio de evacuación que planteó la conducta a seguir ante las emergencias causadas por incendio, terremoto y ataque terrorista. Congregaron a los empleados en el parqueo. Pidieron voluntarios para representar a los heridos. A una de las secretarias la bajaron colgada en camilla desde el cuarto piso. Los dos mensajeros conocieron el interior de una ambulancia y a uno lo regañaron por ponerse a sonar la sirena. Un helicóptero de la Cruz Roja se asentó con todo su peso en la azotea. La gerencia pregonó el éxito del simulacro por medio de carteles fijados con grapa a las paredes y agradeció “la cooperación de todas y todos”.

Di media vuelta y fui a tomar un expreso al café de Manuel.

            —¿Y a ustedes no las desalojaron? —saludé. 

—¿Y por qué tendrían que sacarnos? —interrogó la cajera.

            Les conté lo que acababa de suceder.

            —Si estalla la bomba capaz que todo el edificio se les viene encima y cataplum, todos enterrados.

            —Ay dios —comentó la cajera—. ¿Y cómo fue que se enteraron?

            —Alguien les avisó por teléfono —informé cuando salí de lavarme las manos—. Diga que fue al menos fue considerado.

            —¿Qué va andar siendo considerado?

            —Sí porque viera, imagine que no llama. Volamos todos toditos y ahorita fuéramos pedacitos de carbón o pura ceniza.

            —Como lo que pasó allá en Estados Unidos, con lo de las torres gemelas —dijo la mesera, tendiéndome la bandeja plástica con el expreso servido en vaso de duropor.

            —Sin azúcar, gracias —le dije.

            —Lo bien que me acuerdo —prosiguió mientras retiraba dos platos con restos de crema y pasteles—. Yo me quedé prendida a la tele viendo como se caían las torres.

            La niña, con el uniforme puesto, creyendo que su mamá miraba una película y por eso demoraban en salir a la escuela.

            —¿Y por qué tanto se rasca usted? —preguntó la cajera, señalándome la cara.

            —Ah —dije—. Es que me salió una hermosa alergia.

            La mirada que me dirigió significaba burla o extrañeza.

            —¿Qué va siendo hermosa? —dijo la mesera.

            —Si viera que me amaneció temprano, después que me bañé.

            —Uy, si se le puso bien colorada —apuntó la cajera.

            Tomé un sorbo.          

—Digamos que agarré un lápiz labial y me lo embarré todo en la cara.

            El niño quiso pintarse de payaso. Arrasó con las existencias de crema Nivea y lápiz labial Revlon disponibles en la gaveta del ropero propiedad de la madre.

            —¿Por qué no va con el doctor? —averiguó la muchacha.

            —Me da pereza —dije.

            Tomé otro expreso. Luego pedí una dona rellena de arequipe. Mientras, pensaba qué hacer durante el día.

 

a Matías Cravero

 

 

05 de noviembre de 2008
1977, Amatitlán, narrativa

6 intervenciones en “el tuétano de los días inéditos pasando por el ojal de situaciones extraordinariamente luminosas”

  1. paulaemorales dice:

    vole con tus escritos, tengo ganas de leerte mucho mas. un abrazo

  2. MICHIGAN AND ONLY YOU dice:

    TENGO QUE ADMITRILO ME GUSTO EL PRIMERO… ESE VILO… BUENISIMO…
    EDDY SIGUE ESCRIBIENDO X FAVOR…
    GRACIAS POR PUBLICAR LOS CUENTOS DE MI AMIGO… SALUDOS…que escribe muy bien… !he!
    🙂 (-:

  3. Petoulqui dice:

    Estimado Eddy:

    También me pareció interesante el primer relato. Según iba leyendo, me preguntaba una y otra vez, “¿quién es el tal Benigno?”. La expectación iba en aumento.

    Además, me gustó la narración en primera persona. Me parece que el hecho de tener a un personaje principal hablándonos de una manera convencional, sin ninguna afectación, le otorga autenticidad a lo narrado.

    Saludos,

    Julio E. Pellecer S.

  4. Anonymous dice:

    Ay que risa, me gustó mucho el primero. Por tu empleo del lenguaje me recordaste un cacho a Marco Augusto Quiroa. Y sí como dice Petoulqui, yo también me preguntaba ¿y al fin quién sera el tal Benigno?
    Saludos.
    Leslye Tánchez

  5. MarianoCantoral dice:

    sin duda una gran calidad narrativa,sobre todo en el nudo de tus textos…gracias!

  6. esQuisses » Eddy Roma dice:

    […] https://www.teprometoanarquia.com/2008/11/el-tuetano-de-los-dias-ineditos-pasando-por-el-ojal-de-situ… […]

¿algo qué decir?