Te Prometo Anarquía

desbordados por la savia engañosa de los sueños, el cuerpo y su búsqueda casi paranoica se desploman en un estadio febril donde no quedan vacunas ni concesiones para la muerte

 

[MAURICIO ORELLANA SUÁREZ]

 

 

* * *

 

Iba al quinto piso y el ascensor solo llegaba hasta el cuarto.

¿Alguien más sueña estas cosas?

Para solucionar el asunto debía bordear una plazuela que estaba frente al edificio y tomar el ascensor que se hallaba en el otro costado del mismo.

No me preguntés cómo lo sabía, pero en el sueño lo sabía, bro.

Salí de la cabina, atravesé un salón clásico lleno de columnatas, inmenso, de piso de mármol, y alcancé un pasillo en el que debía ir saltando unas tortugas que se arrastraban por ahí y que parecían piedras y de hecho a veces lo eran.

Trataba de no pisarlas, y eso me retrasaba.

Por fin salí a la plazuela a través de una puerta de madera enchapada que medía calculo que unos cinco metros de alto.

En la plazuela había gente vendiendo aparatos, tripas de aparatos, corazones de aparatos, hígados de aparatos, todos robados, y el movimiento era frenético.

Antes, sabía que debía buscar al Chele Montes y al Loco Riguas, que los sabía personajes Manga observándome desde las azoteas de algunos de los edificios, tirándome bolitas de papel ensalivadas con unos tubos vacíos de bolígrafos BIC™; algunas me caían en la cara y las otras las miraba cruzar por mi campo de visión como nanoproyectiles blancos que generaban unas chispas rojas en el suelo al caer. Presumo que eran parte de sus súperpoderes.

Parecía que lo que había en la plazuela era un Festival del Buen Vivir Bendito sea, de esos que organizaba desde hacía unos años el gobierno para llenar de algarabía vacía los espacios públicos y que la gente se atontara más.

De pronto ya no había vendedores en la plazuela sino malabaristas y payasos, algunos de ellos traficando droga.

Se me acercó uno, con unos ojos color rosado y unas ojeras color verde (le veía solo el rostro) a decirme que él era un teléfono de los palabreros y que me llevaría donde el Chele Montes y el Loco Riguas; pero que antes tenía que decirle si había aplastado alguna tortuga en mi camino de salida del megaedificio.

Le dije que por supuesto que no, y solo entonces reconocí al que estaba detrás del disfraz de payaso.

Era mi amigo el mesero que me había dado las referencias de los palabreros que me protegerían en mi incursión por la periferia del centro para buscar mi malla antitrans. «Perseguí la liebre», me dijo, como si yo fuera Alicia en el País de la Inmundicia.

Volví a verme el traje y me hice pequeño.

Un jovencito delgado de aspecto vivaz era el conejo, y no veía un reloj, sino cada tanto su celular, que le vibraba y le sonaba y se le iluminaba como arbolito navideño.

Caminaba de prisa, pero cada cierto tiempo se detenía en seco y me decía: «Debo contestar», y oprimía botones y texteaba en su móvil, para luego cerrarlo y proceder, hasta que, a solo pasos, de nuevo le sonaba, se detenía otra vez en seco y me decía una vez más: «Debo contestar».

No fue difícil reconocer en él al instalador de la malla antitrans; pero era más alto, más delgado y lo sabía más, no sé, como sabio, una súpertransformación de un subdesarrollado Kakarotto transmutado por obra y gracia de los sueños Manga en un Gokú. Debía agarrar el ascensor que me llevara al quinto piso, y sabía que solo siguiendo al Kakarotto este lo conseguiría.

Cuando otra vez se detuvo para contestar el celular, me volvió a ver; pero su rostro se había convertido en uno tatuado por completo.

Sabía que era el Loco Riguas, y me agarró un terror retrospectivo al darme cuenta de que a quien había dejado entrar a mi casa por la tarde era ni más ni menos que a ese mortal palabrero que dirigía la seguridad y las rentas a los negocios del mercado negro contiguo a la plazuela, y entonces me hallé repasando si todo lo que le había dicho, hecho y pensado del muchacho de la tarde no lo habría ofendido de alguna manera (entonces me sabría fulminado por los fulminantes de bolitas de papel ensalivadas que seguían cayendo, lanzados por los ejércitos de los palabreros, que saltaban en los techos como si tuviesen resortes en los pies, ahulados, a grandes e imposibles alturas). Repasaba una y otra vez mis gestos, el tono de mi voz, en busca de alguna señal condenatoria; pero para mi tranquilidad ciudadana, no hallé nada.

¿Había hecho contacto visual con el mortal palabrero?

Quizás solo cuando hice la pregunta de los libros.

¿Y le habría ofendido que le preguntara por los libros?

¿Creería que lo habría dicho por saberlo un ignorante?

Pero ambos sabíamos que él no era ningún ignorante, y por tanto las tortugas todas estaban vivas en el pasillo del megaedificio y ninguna había sacrificado en mi camino a la plazuela, y como consecuencia de ello debía estar tranquilo.

Recordé aquel extraño juego que de pequeño me hacía jugar mi padre: «Mató-tunco-tu-tata», me preguntaba mi padre, y yo decía que sí. «¿Le tuviste miedo?», volvía a preguntar mi padre, y si decía que no, me soplaba a la cara y yo no debía pestañear.

«¿No me reconociste?»; preguntó el muchacho convertido en el Gokú del Loco Riguas.

Cuando iba a decirle que no, un nuevo payaso me agarró fuerte del hombro, y sin verlo supe que se trataba del otro palabrero de la otra pandilla. «Vos aplastaste a la tortuga», me dijo pausado y cantadito, en tono de acusación, y traía a la tortuga muerta, que en realidad era un dron destruido, en la otra mano. «No he aplastado nada», le dije muy serio, evitando hacer contacto visual, y entonces se disparó una risotada que se escuchó en toda la plazuela y que generó un silencio general.

«¡Es joda, Chelito!», me dijo, y me dio la tortuga-dron que en las manos pálidas del miedo se me volvió un celular.

«Tenés que marcar al quinto para que te lleven al ascensor, si no la cagaste, loco», me dijo, «luego esperás al timbre y cuando te suene te fuiste, entendiste? Si te desviás un poquito te ponemos», me dijo, palpando un revólver verde que tenía metido en la cintura del pantalón.

«¡Abrazo grupal!», gritaron al unísono a manera de invocación de poderes, y me abrazaron.

«Cuidado con los dogs», agregó el Chele Montes, y se fue, dejándome latidos fuertes en el corazón.

El Loco Riguas me volvió a ver riendo y me dijo: «No la vayás a cagar, chelito», me dio un libro y se fue.

Había quedado solo en la plazuela y el Festival del Buen Vivir Bendito sea continuaba bullicioso y alegre; pero entre la gente había algunos postes que observaban rebotaban por aquí y por allá cada paso que daba.

Decidí seguir caminando por la orilla de la plazuela, con mucho cuidado, y leer el libro mientras tanto.

Era un libro rosado con un título en letras negras que decía: La inmundicia de llamarse salvatrucho, y que comenzaba con un hombre caminando por una plazuela en busca de tortugas vivas en desove.

Como su lectura me distrajo, me salí por un momento fuera de la ruta, entonces noté que un poste hacía señales con las manos a otro ubicado en el otro costado, uno tenía tatuado en el pecho una tortuga y el otro un dron y volaba.

De inmediato dejé la calle y subí al borde de la plazuela, pero los dos se fueron, uno corriendo y el otro volando, y yo temía que era porque iban a delatarme con los transformados Gokús del Chele Montes y del Loco Riguas.

El libro me sonó y lo abrí para contestar.

La voz del Chele Montes me dijo: «¡La cagaste, varón!» y colgó.

Seguí impasible por fuera pero por dentro con un miedo que crecía me cagaba. Por fin había logrado bordear la plazuela y ya la gente se había retirado, dejando un basural que algunos pandilleros, tatuados y sin camisa, barrían con escobas hechas de pajitas de inducción electromagnética sacadas del mismísimo cuarto eje dimensional, el W.

A pesar de mi temor, logré entrar por el otro costado del gran edificio y llegar a un nuevo pasillo estrecho y largo, otra vez lleno de tortugas pero esta vez en pleno desove; cada una sacaba montoncitos de huevos-droncitos que se ponían a volar y que fui evadiendo y saltando con mucho cuidado, no fuera a ser.

En las paredes había grafitis, de un lado con los símbolos de una pandilla y del otro con los de la pandilla contraria: tortugas y drones, por lo que trataba de mantenerme al centro lo más posible, y dos veces estuve a punto de caer al meter los pies en los hoyos hechos por las tortugas.

Por fin logré atravesar el pasillo entero, que, para mi sorpresa, no se alargó como uno esperaría en estos casos, y entré en un hipersalón de techo alto parecido al salón de donde había partido.

Ubiqué con la mirada los ascensores y me dirigí hacia ellos.

Apreté el botón de subir.

Estaba solo, esperando, pero no dejaba de sentirme muy nervioso cagado otra vez.

Por fin, el ascensor se abrió, y para mi alivio y consuelo la cabina estaba también sola como yo lo había estado mientras la esperaba.

Entré y revisé los números de los pisos. En efecto ahí estaba el número cinco que buscaba y lo apreté, el número se iluminó e hizo un sonido de celular sonando, las puertas se cerraron y el ascensor se accionó y comenzó a ascender, sonaron los cuatro timbres y pensé que por eso no había quinto piso en el ascensor anterior, pero no tuve tiempo de pensar más. Las puertas se abrieron y ahí estaban ellos frente a mí: el Chele Montes y el Loco Riguas.

—¿Como para qué, varón? ¡Hoy la cagaste! –dijo el muchacho instalador, convertido en el Gokú de ojos híperiluminados del Loco Riguas.

Y entonces entendí que la puta violencia también llega a los sueños, men, te los invade. «¿Le tuviste miedo?», escuché decir al Chele Montes, y de inmediato sopló su revólver verde directo hacia mí: primero al pecho y luego al rostro, mientras yo pensaba sin pestañear: «Va’, se acabó».

 

* * *Fragmento de DRON (e/X, 2019, novela)

 

 

 

MAURICIO ORELLANA SUÁREZ. (San Salvador, El Salvador, 1965). Escritor y editor. Con la novela Heterocity (Así nacidos) ganó el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo, 2010. Ocho novelas y tres libros de cuento publicados. Fundador, director y editor de la editorial independiente salvadoreña Los Sin Pisto, dedicada exclusivamente a la narrativa salvadoreña y centroamericana contemporánea. En ella ha publicado al guatemalteco Rodrigo Fuentes, a Jacinta Escudos, a jóvenes voces de la narrativa salvadoreña, y ahora al guatemalteco César Yumán, en coedición con la Editorial X.

 

 

03 de diciembre de 2019
1965, autor invitado, El Salvador, narrativa, San Salvador

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