Te Prometo Anarquía

fuimos balas expansivas atravesando el cristal de la cotidianidad y el ímpetu nos arrastró como a un puñado de libélulas ardiendo por los ríos del Xibalbá-cuerpo

 

[LUCÍA ESCOBAR]

 

 

MIS NOCHES DE LUNA LLENA

 

Odio las noches de luna llena. Me perturba que me siga por todos lados, que se aparezca tras el edificio de la esquina y que meta su luz por la ventana de mi cuarto. Pero lo que más odio es su puntualidad: una vez al mes, siempre, como la menstruación. Y como ella, no me trae más que rabia y desesperación.

Todo por culpa de esa maldita promesa que le hice a Luis cuando éramos novios. A los quince uno dice muchas cosas de las cuales luego, por supuesto, se avergüenza. Lo malo es que yo tengo la manía de cumplir siempre mis promesas, aunque sean tontas y vanas.

Un día de esos en los que sientes que estás enamorada y que nunca amarás a nadie como al novio del momento, caí en la vieja trampa. ¿Por qué no me hice la loca? Le hubiera dicho que sí, mientras cruzaba los dedos. Pero me dejé arrastrar por la cursi que todas llevamos dentro. En esa época, lo confieso, todavía me gustaba la luna. Me parecía romántica; ahí tan sola, guardiana eterna de las almas enamoradas.

¡Una puta celosa es ahora para mí! Ni siquiera tenía enfrente el mar. ¡No! Estábamos en el carro, veníamos del cine y al cruzar la esquina, justo frente a mi casa, se apareció inmensa, luminosa y roja, como la sangre que ese día cubría mi ropa interior.  Y el silencio se rompió con nuestros suspiros. ¿Para qué? No necesitamos más. Luis paró el carro, me besó y dijo:

—Mientras ella salga cada mes, yo te veré donde esté. Y con ella, mi recuerdo y mi amor llenarán tus noches.

Aunque ahora me da asco la escena, en aquel momento me derretí y juré que cuando la viera, siempre, pensaría en él.  De eso ya pasaron algunos años.

Cuando Luis se fue tras su sueño de estudiar en el Zamorano, me alucinaba la idea de esa complicidad. La luna llena salía y yo sentía que en esos momentos, él me miraba. Intuía su luz tras las nubes. Y ahí, en la soledad de mi cuarto, empezaba a tocarme hasta quedar  desnuda, cansada y empapada de sudor.

Pero pasó algún tiempo y mi vecino, Carlos, empezó a mirarme diferente. Sus ojos estaban llenos de deseo y  suciedad, como nunca me vio Luis. Me decía todo lo contrario a lo que susurraban las cartas del otro. Era vulgar y patán, sólo quería coger conmigo y lo hizo, no le costó nada.

Tanto tiempo había esperado por el amor de Luis y de pronto venía este cerote, con novia y todo, y me lo hacía por primera vez en un sucio callejón, sin siquiera tocarme las tetas.

En el momento en que iba a tener el primer orgasmo de mi vida la vi,  más pálida que de costumbre, como si se hubiera asustado. Inmediatamente empujé a Carlos y ya nunca tuve nada con él. Me puse histérica y quise desaparecer a la luna para siempre.

Pero, ¿cómo luchar contra ella? ¿Qué podía hacer yo, una simple mortal contra la puta esa que lleva no sé cuántos miles de años ahí, dando vueltas o parada, la verdad ni sé?

Luis regresó graduado, nos casamos. Nunca le dije que ya no era virgen, ni se dio cuenta. Lo hicimos miles de veces y siempre, justo cuando iba a acabar, me acordaba de la luna y ya no podía acabar. Aprendí a fingir los orgasmos perfectamente bien, como casi todas las mujeres. Al fin de cuentas algo tuve que aprender de las películas porno.

Dejé de amar a Luis tras dos años de casados. Ya no lo soportaba, su felicidad me fastidiaba, no entendía cómo podía existir alguien tan ridículo. Cómo podía amarme, si yo lo odiaba. Él creía que todo era lindo y que era la época más feliz de su vida, mientras yo sentía que no teníamos casi nada de aquello que define la felicidad: ni dinero, ni hijos, ni buen sexo. Nada.

Pero eso no era lo peor. Se creía un buen hombre porque estaba casado, le era fiel a su mujer y pagaba impuestos. Mientras tanto, afuera de su estupidez y de la casa, la gente seguía muriéndose de hambre, guerras todos los días, niños matando niños, hombres violando niñas. Todo era una porquería. ¿Quién puede ser feliz en un mundo como este? Tenés que estar loco o ser un egoísta de mierda.

 

* * * * *

 

Sucedió en nuestro aniversario de novios. Luis celebraba todo; el día que nos conocimos, el que nos casamos, el primer beso. Se sabía de memoria absolutamente todas las fechas, no fallaba nunca.

Esa tarde llegó temprano del trabajo con una docena de rosas rojas en una mano y una botella de vino barato en la otra. Si por lo menos hubieran sido de otro color, margaritas,  tigrillos, lo que fuera. Y doce. ¿Cómo podía ser alguien tan borrego, tan común? Lo odié y me odié por estar con él.

Me miraba con esa sonrisa idiota diciéndome estupideces, esperando que lo abrazara y besara. No lo soporté, y sin pensarlo, le clave en el pecho el cuchillo con el que picaba la cebolla.

El tiempo se hizo más lento. Sentí la camisa rasgarse, luego la piel, tuve que hacer más fuerza, pero el cuchillo entró hasta el fondo. Aún recuerdo la sensación exquisita cuando la hoja topó en algún hueso. Sentí como si lo hubiera desvirgado de un solo golpe, hasta el fondo, con fuerza y sin piedad. Y él, viéndome a los ojos sin poder creerlo, pensando que había sido un error, que era un accidente. Estoy segura que murió creyendo que yo no quería hacerlo, que era un sueño.

Y ahí en la cocina, con su cuerpo doblándose hacia mí, tuve por fin mi primer y único orgasmo. Me mojé por completo al ver tanta sangre saliendo por el agujero. Le di en un punto clave, ni planeado hubiera sido mejor. Estuve a su lado la hora exacta que duró su agonía, viendo extasiada cómo su espíritu salía poco a poco por la herida.

Por supuesto, su muerte duró exactamente el tiempo en que la luna llena apareció por una esquina de la ventana y desapareció por la otra.

No me importó, era tan bello tener el poder de la muerte en las manos. Fue hermoso.

 

 

LA NAVIDAD SEGÚN MAXIMÓN

 

 

Otra Navidad.

Primero fue la noticia de que ese año se prohibirían la venta de pinabetes naturales. Luego pusieron la ley seca que prohibía tomar alcohol después de medianoche. Después supe que habían prohibido para siempre la venta y consumo de canchinflines. El aguinaldo, que prometía un poco de felicidad, ya lo tenía comprometido y gastado.

Todo eso contribuyó a acrecentar la depresión, que como todos los años, me invade en la época más hipócrita del año.

Odio la Navidad.

Y en la radio que no dejaban de emitir estúpidos y repetitivos mensajes de amor y paz, alternados con bombardeos de publicidad agresiva. Y como siempre en esta  época, los cuetes. Niños idiotas prendiendo mecha y abusando de mi paciencia poco a poco.

Bum.

Bum.

Bum.

Mis nervios estaban de punta. Tanta pólvora me hacía sentir que volvían los años de la guerra, pensaba que eran disparos y que me matarían en cualquier momento. Quedaría tendida por ahí, desangrada.

En esas meditaciones me encontraba cuando pasé ante una tienda de antigüedades que siempre me había atraído pero que se me hacía muy cara. Ese día tenía un cartel de descuentos. Yo llevaba tiempo detrás de un Maximón de barro pintado que tenía casi un siglo de vida. Cuando lo vi en liquidación decidí regalármelo, me lo merecía. Además, según la leyenda, él me cuidaría de toda esa locura navideña mientras yo le ofrecería un puro, una tortilla, un jarrito y sus velitas.

San Simón, San Judas, Dios de los borrachos y los ladrones, hombre de negro, ¿por qué siempre estás sentado?    

El Dios pagano y yo nos fuimos juntos a mi casa. Le busqué un sitio especial en mi apartamento en el cual se sintiera a gusto y en donde pudiera ponerle sus ofrendas. Lo saqué del papel celofán, lo coloqué sobre un viejo cofre y le ofrecí el primer cigarro en su nueva casa. En la noche le compré un pulmón de Quetzalteca Especial, mejor conocida como Indita. Me eché un puro y le di la bacha.

A partir de ese momento como que las fiestas se detuvieron: dejé de oír tantos cuetes, ya no sentía tan pesado el tránsito y encontré una estación de música clásica en la que la Navidad nunca entró. Tomé por fin la decisión de no adornar la casa; sin árbol natural no le veía sentido al Nacimiento. Dejé los adornos para otra ocasión.

Al principio, como en toda relación, nos llevábamos de maravilla, nos respetábamos. Él cuidaba de mí, de mis cosas, de mis negocios, mientras yo le daba su ofrenda, le prendía una candela y mirábamos juntos la televisión. Pasamos juntos la Nochebuena, lo senté del otro lado de la mesa, comimos tamales y bebimos ponche.

Los primeros seis meses del año fueron excelentes, parecía que todo iba cuajando, tomando un lugar en mi vida. Tuve un pequeño asenso en el trabajo, sentí que me estabilizaba económicamente y mi vida social era un éxito. Todo me salía bien, yo sabía que era gracias a Maximón, juntos éramos un gran equipo.

Nuestra primera pelea sucedió en las vacaciones de medio año. Me fui con unas amigas a la playa: dos semanas de sol, arena y fiesta. Fueron días estupendos en que me divertía sin pensar en nada más. Pero, justo antes de bajar del avión, empecé a sentir un mal presentimiento, un cosquilleo en el estómago, un nudo en la garganta. Tenía la sensación de que algo malo iba a pasar e intuía que tenía que ver con que no le había dejado nada a Maximón. Peor aún, no le había traído ni siquiera un souvenir. Me fui directo al apartamento mientras crecía la sensación de que algo siniestro me esperaba adentro. Efectivamente, cuando entré vi que todo estaba completamente inundado. Había agua por todos lados, en el suelo, en los muebles, los libros estaban empapados. Alguna tubería se había roto o la habrían roto. La mayoría de mis cosas eran insalvables, solo Maximón permanecía intacto en su silla. Por un momento creí percibir cierta sonrisa en su rostro mineral.

Poco a poco fui limpiando y reconstruyendo mi apartamento, seguí consintiendo a Maximón pero ahora tenía miedo de él. La espinita venenosa de la duda y la desconfianza había entrado en nuestra relación.

Las cosas empeoraron con el tiempo. Cuando yo lo servía de mala gana, todo me salía pésimo. En  noviembre llegué al límite, choqué mi auto tres veces en un mes; dos por mi culpa y una no. Para colmo de males, me robaron la bolsa con todo mi dinero y mis papeles. La mala suerte en mi vida era evidente, tenía que hacer algo.

Me daba cólera hasta darle un cigarro. Al fin y al cabo era sólo un muñeco, debía deshacerme de él y sacar por lo menos lo que me había costado.

Si en un tiempo todo era perfecto, ahora me daba hasta miedo pensar delante de él, sentía que leía mis pensamientos y que tomaría venganza.

Pasaron los meses. Los síntomas de una nueva Navidad eran cada vez más evidentes, había llegado la fecha de nuestro primer aniversario juntos y yo sentía que no había nada que celebrar.

Tomé la decisión de terminar con todo. Metí a Maximón en una caja, lo llevé a una tienda de cosas típicas y lo vendí sin pensarlo mucho. Me dieron menos dinero de lo que me había costado. Mi suerte empezaba a cambiar. Sin embargo, no pude evitar sentir nostalgia al verlo en medio de tantas frivolidades en la vitrina, incluso creí ver una lágrima en sus ojos.

Para olvidarlo, decidí contagiarme con el entusiasmo de la gente, compré un árbol de plástico, regalos. Puse un Nacimiento con un niño Dios y todo, canté villancicos e intenté contagiarme con el espíritu navideño. Compré regalos para los más pequeños de la familia.  El 24, incluso, me vestí decente para ir a cenar a la casa de mis padres, estaban todos mis hermanos con sus esposas, los niños gritando y yo tan sola. Las doce; los cuetes, los abrazos, el tamal y los regalos.

Y adivinen qué… ahí, para mí, entre todos los regalos y envuelto en papel celofán, estaba sonriendo mi viejo amigo Maximón.

 

 

INFIEL

 

Entré a lavarme los dientes y vi un nuevo cepillo de dientes junto al mío. Al principio sentí alivio, una pelea menos. Pero inmediatamente después supe que algo empezaría a estar mal. Y dejé que mi instinto hablará por mí:

—¿Vos trajiste ese cepillo de dientes?

—Sí, me da pena seguir usando el tuyo. Además, es demasiado suave

—Pero si hemos usado el mismo durante años.

—Ehhh, pues… fui al súper, lo vi y me acordé que siempre me alegás porque dejo pasta en el cepillo. Pensé en una pelea menos.

—Era una broma, nunca lo dije en serio

En ese momento supe que nuestra relación había terminado, que ya no estabas enamorado de mí. Ahora veía todo más claro: la ilusión de nuestro futuro juntos había llegado a su fin.

Sabía exactamente qué seguiría, conocía ese tipo de parejas. Lo primero serían las sábanas, dirías que usáramos distintas para que no te las robara de noche. Después comprarías  dos camas y por último te pasarías a otro cuarto. Y mi príncipe azul habría muerto para siempre.

Pasé dos semanas deprimida, mientras vos seguías cariñoso, me cocinabas con igual dulzura y aún teníamos buen sexo. Pero estaba asustada, a cada momento esperaba lo peor; una mala mirada, un teléfono sospechoso, un olor diferente, algún signo más fuerte que me advirtiera de tu rechazo. Yo hacía lo imposible por enojarte: dejaba la salsa de tomate, el jugo de naranja y el frasco de chile medio abiertos para que cuando los usarás te cayera todo encima. Vos no te dabás ni cuenta, o te hacías el loco esperando poco a poco para meterme la puñalada por la espalda.

Llevábamos demasiado tiempo sin pelearnos, eso me asustaba aún mas. Le estábamos perdiendo el gusto a nuestra relación.

El 14 de febrero, en medio de un conflicto de trabajo, me llamó la recepcionista, tenía un  ramo de flores hermosas para mí. No podía creerlo. Tú, el rebelde, me habías mandado flores al trabajo y en un día tan predecible. No lo podía creer ¿por qué lo hiciste? Si nosotros  nunca lo celebrábamos, nos burlábamos juntos de esa gente que corría como desesperada a los restaurantes, como si fuese el último día para demostrar lo que nosotros hacíamos a diario. En fin, esas flores, significaban nuestra entrada definitiva al circuito social de los enamorados. Y yo no estaba dispuesta a aceptarlo tan tranquilamente. Tenía que hacer algo.

Después de pensarlo un poco y de ver mi acostumbrada maratón de telenovelas, decidí serte infiel por primera vez. Te iba a demostrar que yo no era una mosca muerta de las que dejan que otros tomen las decisiones en el amor.

Te agradecí las flores, no sin antes tirarte un poco de veneno por la fecha. Tu respuesta me tranquilizó, pero no me convenció. Asegurabas que no sabías qué fecha era, que sólo pensaste que otra vez habían subido de precio las flores.

De todos modos mi decisión estaba tomada: sería infiel. Me repetí varias veces la palabra, me gustaba, tenía cierto matiz de misterio y elegancia. Infiel, infiel, infiel. Sí, sería una mujer infiel.

En la noche, mis amigas del trabajo me invitaron  a cenar. Para sorpresa de ellas, acepté. Volví a casa, me arreglé y salimos.

Los restaurantes estaban  todos llenos. Las parejitas se habían multiplicado como por encanto. La misma imagen invadía cualquier lugar: mesas con dos sillas llenas y dos vacías, cuchicheos, besitos, copitas de vino. Era tan desagradable ver a todas esas parejas siguiendo los impulsos del consumismo como marionetas, encerradas en su papel de amor eterno.

Pero para mí no era el día del cariño, era el día de ser infiel. Ese era mi objetivo de la noche y tenía que cumplirlo. Un hombre, relativamente guapo, joven e interesante, llevaba un rato quemándome el escote con la mirada, me examinaba fijamente desde la barra. No estaba mal y estaba ahí. Me levanté, fui directo hasta él y lo invité a un trago. Al poco tiempo empezamos a besarnos. Mis amigas estaban ofendidas, histéricas, pasaban una por una enfrente nuestro haciéndome caras. Al final se fueron resignadas.

La relación, si es que puede llamársele así, no paso de unos buenos besos y una bailadita calentona. Nada especial, ni siquiera le di mi teléfono ni le conté mi segundo nombre.

Pero sirvió para que yo regresara feliz y radiante al apartamento. ¡Era una mujer infiel!

—¿Cómo te fue?

—Bien, pero tengo que confesarte algo: hoy te fui infiel.

—¿Qué estás diciendo?

—Sí, me agarré con un tipo en un bar, pero te sigo queriendo.

—¿Por qué me lo decís? Te pudiste haber quedado callada, ¿no creés?

—Sí, pero igual te enterarías y el chiste era que supieras.

—Bueno, yo no soy un santo… Así que mejor lavate bien la boca y venite a acostar.

Feliz y enamorada de nuevo de vos, me lavé los dientes, tiré tu cepillo nuevo a la mierda y corrí hacia la cama para besarte.

 

 

ZUCARITAS Y CAMARONES (O EL ÚLTIMO AÑO DEL COLEGIO)

 

Habían nacido perfectas, hermosas. Venían de familias poderosas, hijas de hombres importantes, de mujeres agraciadas a fuerza del bisturí y cosméticos finos; eran la crema y nata de la burguesía. Les decían las Zucaritas por riiiiiiiiiiicas (con exceso de is) y eran las más populares del colegio. Ellas sólo salían con los Camarones, que por supuesto eran guapos, ricos y bronceados, aunque torpes con las analogías. Pienso, pues, en el hilito de mierda que corona dicho crustáceo.

Yo ni era Zucarita ni salía con Camarones, aunque una vez estuve cerca. Fue un mes de mayo, mientras arreglaba mi locker, cuando la Ale Jiménez, la más simpática de todas las Zucaritas, se acercó a mí y, entre paja y paja, me pidió «que porfis» le consiguiera algo de hierba, pues ella sabía que yo tenía buenos contactos.

¡No lo podía creer!  La capitana de las cheerleaders haciéndome ojitos, sonrisitas y pidiéndome un «favorcito». Por supuesto que no iba a ser tan idiota de darle a la primera mi poca hierba —que vaya si me había costado conseguir—.  Esta era una oportunidad para aprovechar. Así que le solté un grandísimo discurso sobre el peligro de las drogas, lo difícil y lejano que era conseguirlas, y el costo económico que representaba hacerlo.

Me dijo que por supuesto ella pagaría todo lo necesario y podía, además, prestarme un carro con chofer y todo incluido para ir a traerla a cualquier lugar. Le contesté que bueno, pero que no estaba dispuesta a irme con un guardaespaldas o un chofer a hacer ese trámite, que lo haría pero si me acompañaba su novio. Paúl no era el más guapo de la promoción pero tenía las mejores piernas y se movía tras la pelota como un jaguar tras su víctima. Así que sin mucho esfuerzo, me encontré montada en un carro Porsche, no recién salido de la agencia, pero al menos de modelo reciente. Y encima iba acompañada por Paúl. Ya montada en el vehículo me di cuenta de que no tenía la más mínima idea de a dónde iríamos. Yo nunca había comprado mota en mi vida. Siempre había fumado a costa de mis amigos y de regalado. Pero todo había sido tan rápido y tan fácil que sin darme cuenta había dicho que sí a algo que para mí era tan imposible de hacer como para las Zucaritas.

Lo que hice ese primer día de búsqueda fue aprovechar el chofer y la compañía para ir de visita a casa de algunos viejos amigos que llevaba tiempo de no ver. Y como Paúl me esperaba en el carro, yo bajaba a platicar, hacía algo de vida social, y luego salía diciendo que no había conseguido nada, pero que me habían dado otro contacto y que quizá ahí sí encontraríamos algo. Así pasamos ese primer día de búsqueda.

Al día siguiente optamos mejor por dejar su Porsche estacionado en mi casa y salir en mi Nissan viejo que no causaba problemas de estacionamiento, ni topaba en cada hoyo ni túmulo de la ciudad. Mi Nissan se quedaba abierto y nadie osaba voltearlo a ver.

Pasamos otro par de días paseando por la ciudad. Paúl era una caja de sorpresas; amable, bastante ingenuo, un buen chavo que había pasado encerrado en una jaula de cristal casi toda su vida. Conocía la libertad que Miami podía darle y punto. Esos días almorzamos garnachas en el mercado central, refaccionamos shucos del Liceo, nos escapamos a conocer el Cerrito del Carmen, visitamos la feria de Jocotenango y encima nos metimos a ver una película pornográfica a los Capitol. Fue ahí cuando nos besamos apasionadamente por primera vez en una oscura y maloliente sala de cine. Salimos agarrados de la mano, enamorados y calientes.

Desde hacía un par de días ya no hablábamos de la mota, ni de la Ale, ni del colegio, éramos solo dos jóvenes conociéndose y amándose. Pero eso no podía durar para siempre. No había sido mi intención agarrarme al Paúl, ni mucho menos empezar una relación. Lo nuestro era imposible, el noviazgo de ellos era de esos de toda la vida, con padres involucrados, empresas esperando fusionarse cuando se firmará la boda, boda planeada desde hacía tiempo para hacerse un año después de la graduación del colegio, etc., etc.

Así que antes de que pasara a más, decidí por fin deshacerme de mi único mozote de marihuana y regalárselo a Paúl y a la Ale.

 

* * * * *

 

Esa mañana cuando entré al colegio, llegue directo al locker de la Ale. Ahí estaba ella perfecta, vestida de palo rosa, ordenando sus cuadernos por colores.

—Toma, es lo que conseguí. No es mucho pero te va a pegar y te puede gustar.

—Ala… ¡qué linda! Gracias, ¿cuánto le debo?

—No, no es nada, al final me la regalaron. Disfrútenla…

—Bueno, es que ahora no sé con quién fumarla. Paul cortó conmigo ayer y no me atrevo con nadie más. Siento que mi vida no vale nada.

—Si querés fumamos juntas después del colegio.

No sé ni por qué dije eso, fue espontáneo, me sentí mal, me dio lástima ella, tan perfecta, tan linda y tan estúpidamente sola y vulnerable. Así que después del colegio nos fuimos juntas a la terraza del Teatro Nacional. Subimos de día, entre laberintos de azulejos color cielo y nube.

Arriba con la vista de toda una ciudad decadente a nuestros pies, prendimos el puro y nos pusimos realmente estúpidas. Yo tampoco era experta, así que me sentía que no podía controlar, que todo me daba vueltas y/o risa. Quería decir una cosa y mi boca soltaba otra. Nos reímos durante horas enteras de puras pendejadas. En un momento la Ale ya no pudo aguantar y se orinó de la risa en sus pantaloncitos rosa. Bajamos tambaleando por todo el teatro, encontramos una puertita abierta y nos metimos a los camerinos, por pasajes cerrados y puertas misteriosas, jugamos, nos escondimos, la pasamos bien.

Luego ella se cambió de ropa en el carro (siempre llevaba una mudada extra) y nos fuimos a un barcito bohemio a terminar de pasar la pedera. Comimos algo, tomamos un par de cervezas y platicamos muchísimo. Le presenté a unos amigos artistas, barbudos, interesantes, y la Ale derrochaba simpatía, hasta parecía saber algo de arte y encima se mostraba sensual y provocativa con ellos. Yo estaba cansadísima y me despedí, ella me dijo que se quedaría un rato más con Álvaro, un artista conceptual. No supe más de ella.

La rutina regresó a mi vida, casi no me topaba con Paúl y la Ale en el colegio, todos estábamos en la onda de los exámenes finales, de preparar la graduación y la nueva vida que nos esperaba.

Por fin llegó la noche que todos habíamos anhelado durante un año entero: nuestra fiesta de graduación en un hotel de lujo.

Las Zucaritas iban todas divinas con trajes de noche finísimos, peinado de salón y maquillaje profesional. Los Camarones, entre ellos Paúl, por supuesto de impecable frac.

Hubo un discurso de despedida y la entrega de los premios a los más deahuevo de la clase.

El de la pareja del año, fue para Paúl y la Ale, que lucían regios como una pareja de artistas de cine.

Yo me emborraché con tequila, vomité durante toda la noche y luego me fui con mis verdaderos amigos a esperar el amanecer a un mirador, y a probar por primera vez en mi vida, la cocaína.

 

 

28 de noviembre de 2019
1975, narrativa, Xibalbá

¿algo qué decir?