Te Prometo Anarquía

de cuando del fragor de los años permanece un espíritu en duermevela que despierta en el frondoso seno de un secreto íntimo, atávico y doméstico

[LUISA FERNANDA TOLEDO]

LAS CANCIONES

Llegaban todas por separado a reunirse los sábados por la tarde, en horas robadas de sus vidas dedicadas a otras personas. Entraban de a una o dos hasta llenar el espacio verde en medio de la casa de antes que pareciera una isla entre el mar de tráfico de una ciudad saturada de ruidos y personas navegando. Eran veinticinco. Siempre el mismo número, no siempre las mismas. La hermandad se mantenía desde tiempos anteriores a la corriente eléctrica y seguiría después que esta desapareciera. La magia no tiene edad. En este momento, se juntaban allí.

El primer accidente había sucedido a los seis meses que comenzaran a cantar. Una de esas ya raras tardes sin tráfico y casi sin ruidos. Él llevaba la ventana del carro abierta, había una pausa en la radio y no estaba respirando. Las escuchó como se respira un perfume entre el aire pestilente de un desagüe abierto. Perdió por completo el control del volante y se fue a ensartar entre los cinco postes que adornaban la esquina de la banqueta. Fueron tantos los accidentes que le siguieron al primero, que los vecinos ya no se espantaban con los estruendos de vidrios rotos y los gemidos de metal torcido. Sólo al que era el nuevo en el barrio, se le encogían las entrañas con los lamentos de los ensangrentados, a veces en pedazos en medio de los escombros de sus navíos encallados en los riscos de ciudad desordenada.

Pero los peores eran los que trataban de entrar en el recinto sagrado. Ellas querían cantar sin interrupciones. Una sola vez había logrado meterse un embrujado al templo sin ídolos de piedra en donde ellas practicaban. Había bastado una llamada, dos policías fornidos y cárcel de varios días para despejar el cerebro del desafortunado intruso.

La casa, desde entonces, estaba rodeada por ojos electrónicos que nunca dormían. Mejores guardianes que cualquier demonio posado sobre columnas de piedra. Pero los embrujados siempre volvían.

Las voces se saltaban las paredes y pasaban al lado de los centinelas, flotaban sobre las olas de ruidos de gente y se metían entre los oídos embotados de los hombres. Era suficiente escuchar una nota reunida en esas veinticinco bocas para olvidar vidas, amores, responsabilidades. Se querían olvidar de todo. Porque, no importaba lo que dijeran, las canciones les hablaban de libertad, esa que uno siente cuando es pequeño y se acuesta sobre la grama espinuda y llena de bichos, viendo hacia el cielo despejado y se imagina que la vida es tan abierta como lo que uno tiene enfrente. O cuando sale por primera vez solo a enfrentar los dragones de la independencia y regresa con suficiente dinero como para comprar la primera comida que uno puede pagar entera, sacando la billetera. O ese primer beso ganado a fuerza de conquista, astucia, perseverancia, y que trae todo el placer que uno espera recibir siempre. Las voces sabían a todo lo que queremos y no decimos, a mar abierto, a pájaros en vuelo, a amores imposibles realizados. Nunca se distinguían las palabras, bastando las melodías para servir de alfombras mágicas que transportaban a los dichosos que se fijaban en ellas.

Todos los intrusos y algunos accidentados iban a parar a la cárcel. Ya los conocían entre los policías, siempre distintos, siempre con la misma expresión de confusión. No recordaban. No querían recordar.

Los más felices eran los que bajaban acostados al piso en donde estaban los armarios congelados. Llegaban, no siempre armados, con todos sus pedazos felices. Las sonrisas de haber cumplido un sueño preciado les beatificaban los rostros que, en accidentes similares, sólo llenaban las muecas de asombro y dolor. Los asistentes de la morgue los etiquetaban y envolvían en silencio, con una mezcla de respeto y envidia. Todos los humanos queremos morir felices, aunque nos dé miedo.

Entre los jóvenes, se retaban a pasar por la casa sin perderse. Se contaban entre sí la leyenda del hombre que se había atado a la palangana de un pick-up para poder escucharlas sin sucumbir. Lo llegaban a visitar al manicomio. Seguía cantando.

Ellas seguían cantando. Todos los sábados a la misma hora. A veces ni siquiera se ponían de acuerdo en la canción y entre las plantas se les escuchaban varias letras a la vez. Allí todo era caos y poder, felicidad y abandono. Eran ellas, lo más ellas que podían ser. Nadie les pedía nada que no fuera su voz. No necesitaban quedar bien con nadie. Exultaban en su propia libertad que se les salía de la boca con la fuerza de una tormenta en medio del océano.

De todos los habitantes y visitantes del barrio, las únicas que nunca se enteraron de cuántos náufragos habían querido llegar a su isla, eran ellas. Las canciones de las sirenas jamás fueron para los marineros.

LOS HUESOS A LOS PIES

Bailé por todo el primer piso del apartamento como si estuviera triturando huesos con los pies. La rabia sustituía el ritmo y la música quedaba atrás. Caí exhausta, como siempre. Allí me encontraron mis hermanas. A veces bailábamos las tres, como locas que saben que están cuerdas y que es el mundo el que está fuera de eje. Un poco inclinado. Un trompo a punto de caerse. Pero yo sí caía, a veces más abajo que el propio suelo. Pusieron los víveres en su lugar entre la alacena y el refrigerador. Llenaron el recipiente de comida del gato que me ronroneaba sobre las piernas cuando me sentaba a leer. Revisaron que la ropa que tenía puesta no estuviera hecha jirones. Sentadas a la mesa, compartiendo una taza de café porque yo sólo tenía una en todo el lugar, el sol pegándoles desde atrás, el pelo lacio y largo sobre las caras llenas de sombras, parecían compartirlo todo. Yo me había quedado viendo hacia la ventana, ya sentada en el marco, contemplando el ir y venir del agua que nunca terminaba de llevarme del todo, pero que tampoco me devolvía. El gato me ronroneó y acaricié su cuello anaranjado. Era el gato más feo del mundo, tuerto, con el pelo hirsuto, pero era mío. Más bien, yo era suya. Así funcionaba mejor. Esa tarde, mis hermanas hablaban en voz baja y yo sabía que estaban tramando otro plan para sacarme a la calle. Lo hacían cada cierto tiempo, coincidiendo con el momento en que mi pelo, suelto y revuelto como el océano de allá afuera, necesitaba que lo cortaran. Alguna vez dejamos que me creciera tanto que se me enredaba entre los pies y no podía bailar. Ahora lo manteníamos a un largo flotante, lo suficiente como para que se escaparan las cabezas de los rizos salvajes. Cerré los ojos. El sol se escondía. Era momento de cerrar las cortinas para evitar el reflejo en las ventanas. Mis hermanas me ayudaron con el rito y nos envolvió la oscuridad de los que no se quieren ver. Encendieron la lámpara del comedor, una fogata invertida, pendiente del techo. Nuestra cueva iluminada desde encima. Alguna vez había tenido una vida. Al menos eso me decían ellas, que lo que tenía allá afuera era una vida. Recuerdo las cosas como si le hubieran sucedido a alguien más. Calles, personas, trabajo, el abandono. Todo se me había transformado en piedra. Parecía que mataba todo lo que se me acercaba. O tal vez era yo la que moría. Llegué a no soportarlo. Salía cada vez menos, podía ver a menos personas, dejé de bailar para todos. Decían que yo flotaba y así lo sentía al principio. Una sacerdotisa ante un altar hecho de mareas de personas. Pero todo se me había transformado y, en vez de flotar, parecía que me iba a engullir el mar, que me iba a despedazar, que quería todo lo que yo le daba, pero más. Pero para él. Para destrozarlo. Nadie entendía qué hacía sin salir. Al principio, la fila de aventureros en busca de una respuesta era interminable. Pero todos se iban fríos y duros. ¿Por qué venían a molestarme? Yo estaba en un lugar en donde no podía hacerle daño a nadie, ni a mí misma. Las únicas que podían entrar eran mis hermanas, siempre juntas, siempre compartiendo algo, sobre todo su preocupación. El suspiro escapado me sacó de la posición en la que me había puesto inconscientemente. El cuerpo en actitud de plegaria. Listo para adorar. Ésa ya no era yo. Me despojé del fantasma que persistía en decir que era yo y me senté con ellas. Sabía que hoy había algo diferente en mí, porque me miraban con otra expresión. Había comenzado a sentir esa última transformación unas semanas atrás. El último recuerdo de mi rostro se estaba desvaneciendo. Tenía mucho tiempo de no verme la cara. Olvidarme sería el último paso. Al fin podría ser nadie, un monstruo sin identidad, nada. No sé si mis facciones se movían aún. Recuerdo que hablamos de la música que me llevaban en un disco especial. Las había visto entrar con el vinilo anticuado como si estuvieran blandiendo un escudo antiguo. Era mi pieza favorita. La última que me había hecho sentir entera. ¿Por qué querían que la escuchara? No tenía sentido. Al fin estaba terminando de borrarme. ¿Para qué querría volverme a armar? Cuando se aseguraron que yo no fuera a tirar la mesa por la ventana, sacaron un círculo de la caja con cuidado que no le pegara la luz de forma directa. Cuando lo tuvieron fuera del todo, yo estaba hipnotizada por la línea del disco visto del lado, absorta en olvidar lo que esa música evocaba. De pronto, pusieron el círculo de frente a mi cara y no pude escapar. Era un espejo. Bruñido. Plateado. Un escudo contra el olvido, la locura, el escape. Me vi. Salí sonriendo de adentro de la estatua del monstruo del olvido. El ser que se había adueñado de mi cuerpo murió, petrificado en una ola de identidad recuperada. Las tres bailamos hasta el amanecer, ya no para triturarnos, para flotar.

OFRENDAS DE MADRE

Es difícil ver a un hijo sin suplantar la realidad con el recuerdo. A mí me cuesta mucho no pensar en el bebé pequeño y frágil que sostenía entre los brazos, dándole de mamar. La noche cuando alargó su mano para tocarme la cara. Voy a morir con la sensación de esa caricia en mi mejilla izquierda. Eso es lo que borra desvelos, llantos, agotamiento, mordidas. Supongo que hacemos una selección de lo que vamos a conservar archivado en la mente, desechando o al menos, suprimiendo lo demás.

El muchacho que tenía enfrente era todo menos frágil. Aún con la camiseta puesta, se le miraban las cuerdas de los músculos moviéndose con cada respiración. Mi niño. Sentado a la mesa de la cocina, yo lo observaba desde atrás, inclinado sobre el plato, la espalda encorvada. No importaba qué tantas veces le había dicho que sólo los animales se acercan a la comida y no al revés, era una posición que asumía cuando estaba ansioso. Hoy no era el momento para corregirlo. Hasta una madre sabe cuándo su autoridad no va a ser escuchada.

Me había costado mucho concebirlo. Los tratamientos modernos, con sus máquinas complicadas y posiciones de contorsionista, se asemejan más a procedimientos para engendrar especies nuevas que seres humanos.

Yo quería tener un hijo. Las entrañas se me deshacían en añoranza. Mi esposo, sin poder entenderlo del todo, creía que estaba enamorada del laboratorio a donde iba a recibir las inyecciones.

Ciertamente, el lugar era encantador, todo blanco, inmenso, se parecía a un barco, a un vientre mecánico, a un animal mágico. Allí iba a ser preñada. Un proceso que no tiene nada qué ver con el roce de pieles, intercambio de fluidos tibios, voces entrecortadas. En la clínica, la sala estaba completamente iluminada, nadie me tocaba sin guantes, no había placer. Pero estaba la promesa de un ser creciendo dentro de mí y a eso iba.

Cuando al fin pude engendrar algo, me sentí poseída. Dentro de uno crece otro completamente extraño. El cuerpo, muchas veces, lo quiere expulsar, pero se es persistente y se pasa semanas, meses, en cama para que no escape la carga que tanto costó embarcar.

El hombre que no era el padre del niño observaba todo con desconfianza. No había participado en la creación de la cosa que me quitaba la vida. No sentía el menor cariño. Sólo podía esperar.

El nacimiento había sido tan difícil como la gestación. Luché contra mi propio cuerpo, las probabilidades, el destino. Parí un niño deforme, pero completa y absolutamente mío. Lo amé desde el primer momento, antes de verlo. Sus defectos físicos no me quitaron ni un ápice del encantamiento.

Mi esposo lo vio una sola vez antes de dar instrucciones para que lo operaran de inmediato. Le alinearon huesos, abrieron dedos, enderezaron columna vertebral. Meses después, al fin pude sacarlo del hospital y llevarlo conmigo. Siempre estuve a su lado, siempre lo alimenté yo misma, siempre le dejé ver que era amado.

Mi niño. Yo no lo quería ver, excusaba todo lo que hacía. Mi esposo sí sabía que la deformidad no era sólo del cuerpo. ¿Qué madre quiere darse cuenta que un hijo no es un ser humano completo? ¿Que le hace falta un último giro a la tuerca que nos afianza las emociones? Todo parecía ligeramente distorsionado en él. Reía un segundo después de ver algo que le pareciera gracioso. Buscaba entre el cerebro qué expresión ponerse en la cara para qué ocasión. Jugaba con los chicos de la calle hasta que ya no quedó uno solo que quisiera acercarse al niño grande, astuto y cruel. Era cruel. O no. Simplemente no se daba cuenta de lo que hacía. ¿Se puede hablar de maldad cuando no hay la menor conciencia de lo bueno y lo malo?

Hay personas que no viven en nuestro mismo plano moral. Algunas se elevan y las llamamos santas. Otras… para esas otras tenemos cárceles y patologías.

La primera vez que vi a mi niño inclinado sobre su plato de comida fue cuando llevó un gato vivo a la casa. Detestaba la suciedad. Había empapelado la mesa de la cocina para que la sangre no causara un desastre. Entré y quiero olvidar haber escuchado el último quejido del animal que llevaba mi niño entre sus fauces. La sangre es una pintura muy efectiva. Su color resalta sobre cualquier fondo claro y adquiere muy rápido la viscosidad pegajosa de miel. La sonrisa que llevaba puesta al voltearse a verme se extendía por toda su cara con líneas rojas.

Estaba tan feliz. Genuinamente feliz. La manita sobre mi mejilla me ayudó a corresponderle la sonrisa. Terminó de comer, limpió todo y se fue a dormir. Mi esposo llegó justo antes de las buenas noches. Entró al cuarto del niño con la bolsa llena de papeles con sangre y le preguntó qué había sucedido. Obtuvo una respuesta clara, detallada y entusiasta. Logró esconder el horror detrás de una expresión de adulto, salió de la habitación, cerró la puerta y comenzó a hacer planes.

El primer año que vivimos solos, todo fue normal. Salíamos a recolectar nueces y frutas silvestres, atendíamos el pequeño huerto, les sacábamos los huevos a las gallinas escandalosas y reíamos. La manita seguía cabiendo entre la más grande y yo aún sentía que lo protegía. Los cuentos y besos por las noches me ayudaban a dormir a mí también, pequeños rituales que pretenden invocar seguridad contra los monstruos de la noche.

Pero ¿qué pueden hacer las costumbres contra la naturaleza? Un ciervo pequeño sustituyó al gato de mi cocina. No supe pensar. Él limpió las cosas manchadas, yo le limpié la cara a él. Esa noche no hubo cuento. Cuando el peligro no vive afuera, si no adentro, de nada sirve correr los cerrojos.

No recuerdo bien en qué momento salimos juntos de cacería. El niño aún no tenía mi altura, eso sí lo tengo presente. Seguro parecíamos una pareja desvalida y tierna con el recuadro de un bosque oscuro a nuestro alrededor. El muchacho que se topó con su destino al encontrarnos nunca sospechó del niño que se puso atrás suyo. Lo tuve que ayudar a llevarlo a la casa. Era su regalo de cumpleaños, de pasar un ciclo más encerrados, de ser mi hijo. ¿Quién era yo para negárselo?

Han pasado catorce años desde entonces y el muchacho inclinado sobre la mesa de otra cocina es una bestia llena de músculos y deseos. Vivimos en una cabaña en medio de un bosque de caminos confusos por el que sólo sabemos navegar él y yo. Somos felices. Él, con las ofrendas que le consigo cada cierto tiempo, yo, con él. Es mi niño. Los viajeros incautos que se pierden en el laberinto de árboles entre el que queda la cabaña no son nada mío. Bien se los puedo ofrecer. Sólo sé que debo alejarme cuando juega y esperar a que termine de comer.

Como hoy, que no es el momento de recordarle comer como persona. Lo amo. No quiero que se incline sobre mí.

14 de febrero de 2019
1976, Guatemala Ciudad, narrativa

¿algo qué decir?