Te Prometo Anarquía

desgarra el velo, su textura vetusta y sus costuras, y aliméntame con el curioso afán por barnizar el anverso de una realidad que se dispara incandescente

jeanny chapeta

 

[JEANNY CHAPETA]

 

 

VESTIDOS

Desde siempre me han gustado los vestidos. Sentir libertad bajo las prendas. La ligereza de sentir mi cuerpo casi desnudo enfrentándose a la calle, al ambiente, a la opresión de ser yo. Sonrío solo de pensar en mi piel, tibia y fresca, descubierta mientras camino por la calle, aunque, al ver hacia abajo, mi cuerpo esté parcialmente cubierto por la tela que se mueve. Sueño con escotes que descubren a medias mi pecho casi plano y que bajan por mi espalda recta, deslizándose hacia la redondez de mi trasero. También me gustan los de tirantes que desnudan por completo los brazos, aunque evidencien la falta de sol en los hombros y el inicio de las extremidades.

Muchas veces he parado en las tiendas de vestidos después del trabajo, solo para admirar contornos de hombros, diseños, costuras, rectitudes, texturas, tamaños, colores. Me he detenido también a medir las diferencias entre cadera, pecho y cintura, para comprobar una y otra vez que los diseñadores no saben nada de formas reales, y que nunca encontraré un vestido que pueda amoldarse por completo a mis formas

Y aunque no quepa en ellos, en los hermosos y tentadores vestidos de pliegues que busco en revistas, aparadores y tiendas, eso no significa que no tenga los míos. No tengo muchos porque me gusta la discreción, pero en marzo (a veces abril) los uso cada vez que puedo. Cuando las calles se llenan de calor, de bullicio, de alfombras de aserrín y de gente comprando bebidas frías y comida típica de temporada, mis vestidos se desempolvan y se preparan para verme danzar feliz dentro de ellos.

Hoy es el día en que empiezo el ritual de verano. Me he despertado temprano. Lo primero que hago es tomar un baño que me purifique y me despierte. Me seco lo mejor que puedo y acomodo mis (hermosos, soñados) vestidos metiéndolos por encima de mi cabeza. Cubro perfectamente mi pecho, acomodando botón tras botón, hasta el ombligo. Me detengo casi siempre en este punto porque mi piel se eriza cuando mi cuerpo se siente bailando dentro de la floja tela que me cubre. Además de los vestidos, tengo varios cinturones para hacer juego, y normalmente escojo alguno que combine para colocarlo alrededor de la cintura y darle forma a mi pieza. El espejo de mi habitación es enorme, y en él reviso que el resto de mi atuendo caiga hasta casi los zapatos. Sé que no debería, pero no puedo evitar quitarme la ropa interior. De todas maneras, mis (hermosos, holgados) vestidos son casi siempre oscuros y me esfuerzo por que nada se trasluzca de ellos. Luego de comprobar que mi atuendo esté perfecto, arreglo mi cabello y coloco una leve base de maquillaje sobre mis mejillas. Me gusta verme natural, y me encanta saber que me veo radiante y a tono con el clima. Luego de terminar con esta fase, subo a mi terraza, y dejo que el sol y la cámara de mi teléfono comprueben que puedo salir a la calle solo con el vestido puesto. Me tomo un par de fotos. Quiero irradiar femineidad, sutileza, aunque cuando la cámara me enfoca, las tomas a veces se ven forzadas. Termino la faena de ver mi cuerpo a contraluz y regreso por las gradas.

Bajo a la sala, sonriente y veo a mamá esperándome para despedirse. Me persigna y me da mi turno. Salgo a la calle, camino algunas cuadras y me sumerjo en el maremágnum de gente que me acompaña en el dudoso festejo de ver un cuerpo martirizado y semidesnudo cargado en hombros. Me resigno y pienso que el fin es más importante que los medios. Al llegar a la dirección que tiene impreso el turno que me ha dado mamá, me pongo un gorro morado, que combina perfecto con los vestidos de mis compañeros y los saludo. «Gusto de verte otra vez, Roberto», me dicen, apretando mis manos, mientras yo lucho por que no se peguen demasiado a mi cuerpo desnudo. Me incorporo a las filas y rezo por que este año no sea el andas tan pesada.

 

UN MUERTO EN CASA

Armando ya está viejo. Todos los días saca los perros a las cinco de la mañana. Nadie sabe por qué. Armando no hace nada en el resto del día y sin embargo, siempre parece estar ocupado. Son las cinco menos siete. Armando sale de la cama, se pone los zapatos, toma las correas, llama a los perros, asegura las correas a los arneses de los animales, y baja las escaleras con ellos en la mano. Abre la puerta. Un cuerpo que ha estado sentado con la espalda sobre la puerta cae pesadamente hacia adentro de la casa. La cabeza rebota contra el piso cerámico recién estrenado. No hay reacción en el cuerpo ante la caída. El hombre está muerto. Hay un hombre muerto en la casa de Armando. Armando se paraliza. Armando le tiene miedo a la muerte. Y le ha caído un muerto dentro. Los perros lo huelen. El poco sutil aroma del alcohol envuelve su cuerpo. Armando mueve el cuerpo un poco con el pie. Los perros se asustan. Ladran. Siguen olisqueando. Armando tiene mucho miedo, pero decide actuar. Toma por debajo de las axilas el cuerpo y lo entra por completo. Los perros continúan olfateando. Armando los aleja. Están acostumbrados a su rutina y orinan. Cerca del muerto. Su ropa se impregna del tibio líquido que le ha caído cerca. Armando sube a los perros. Los encierra en su habitación. Regresa. Quiere llevárselo, al muerto. Enterrarlo en el patio. Se siente culpable. Alguien se murió en su casa y él no pudo hacer nada. Lo arrastra. Los perros ladran arriba. Se arrepiente de haber construido su estudio sobre el jardín. Todo dentro es concreto. No tiene palas en el primer piso. No tiene nada. Todo lo que tiene es un cadáver frío y recién orinado por perros acostado en el vestíbulo. Armando sube por tercera vez. Son las cinco quince.

Cuando regresa son las cinco y diecisiete. Trae unas sábanas viejas y una pala. Nunca en su vida ha abierto un agujero en el que quepa un cuerpo y tampoco sabe cómo romper el concreto.  Mientras piensa, no ve a las escaleras. Solo ve al muerto. Sara ha bajado lentamente al oír a los perros. Al ver subir a Armando, Sara ha tenido duda porque Armando nunca está en casa entre las cinco y las cinco treinta de la mañana. Sara ha visto a Armando pasar con unas sábanas y una pala y todo le ha parecido muy extraño. Sara se detiene en las escaleras, con miedo. Hay un bulto en el vestíbulo y Sara no sabe qué es precisamente. Enciende la luz y grita involuntariamente. Armando se asusta. «No vaya a creer que fui yo, Sarita», le dice. Sarita no sabe qué hacer. «¿Qué pasó, Armando?», es la pregunta. «Estaba en la puerta cuando iba a sacar a los perros, y lo tuve que entrar», es la respuesta. «Armando, lo pueden meter preso. ¿Qué hace metiendo un muerto a la casa? ¿Para qué quiere la pala? ¿Qué pensaba hacer?». «No sé. Solo se me ocurrió». «Armando, saque lo que entró. Nos va a meter en problemas. Sáquelo ahorita que no hay gente despierta todavía. Yo le detengo lo que trajo».

Armando va a la puerta, la abre, se para en el dintel y observa la calle vacía. Deja la puerta entrecerrada, regresa y ve al muerto. Ahora no quiere tocarlo. El muerto está cada vez más amarillo. Debe ser el clima. Armando toma al cadáver por las axilas nuevamente y lo lleva de vuelta a la entrada. Vuelve a abrir la puerta, se cerciora de que no haya nadie, y lo saca por completo. El muerto está tirado ahora en la acera, parece dormir, como tantos otros borrachos en las calles aledañas. Armando cierra la puerta y regresa con Sara, que todavía sostiene la pala y las sábanas. Armando se siente culpable. Sara lo abraza y suben las escaleras juntos. Se sientan en la sala y encienden el televisor como hace Armando siempre que vuelve de sacar a los perros. Se quedan encerrados en casa todo el día. Sara prepara un almuerzo fácil y Armando termina los crucigramas que ha dejado pendientes en la puerta. Después de las dos, alguien se da cuenta de que el aparente borracho es un muerto. Llaman a los bomberos. Los bomberos llegan al lugar y llaman al Ministerio Público. La gente se aglomera cerca de la casa de Armando. Los del MP colocan cinta amarilla y restringen el acceso a los curiosos. Les lleva media hora levantar el cadáver y buscar evidencias. Armando y Sara están viendo desde el balcón lo que sucede. Al terminar su trabajo, el Ministerio Público levanta la cinta amarilla, meten al cadáver en un carro blanco preparado para tales ocasiones, y se van. La multitud se dispersa. Sara y Armando regresan a la monotonía.

A las cinco menos doce, alguien toca la puerta. Armando abre. «¿Vio lo que pasó aquí frente a su casa?», pregunta el visitante. Armando solo asiente. «Debe de haber sido después de que usted sacó a los perros. Si no, de plano que usted hubiera llamado de una vez a los bomberos, con lo cerca que estaba el pobre de su puerta». Armando vuelve a asentir. Armando sabe que no habría llamado a los bomberos. «Pase», le dice al visitante, cierra la puerta cuando este ha entrado, y se ve las manos que unas horas antes pasaron bajo las axilas de un muerto.

 

EL ROSAL DE LA ABUELA

Me están arrancando todo el vello del cuerpo. Tengo los poros abiertos, y la piel en carne viva. Me siento como un sapo, frío. Frío frío. Con el pecho atravesado por astillas. Con los pies atestados de clavos que entran por la planta y salen por arriba. Estoy empezando a sudar, y un sudor frío llena mis poros. Empiezo a escurrir sangre y sudor. El sudor hace que los poros me piquen, y la sangre diluida fluye hacia otras partes de mi cuerpo. Intento levantarme y las astillas que tengo en el pecho me clavan a la cama. No puedo respirar, estoy viscoso, me duele el pecho y todo vibra. Es mi despertador. Me despierto sudando, con la sensación de aún estar clavado a la cama.

Salgo de las sábanas, tomo una ducha, y voy al comedor. Mi abuela ya está esperándome, lista para que hagamos lo que mejor sabemos hacer: hablar y comer.

—¿Qué tal dormiste, m’hijo?  —me pregunta. Pienso mentirle, pero no tiene sentido.

—Mal, mama. Hace como una semana sueño muchas cosas meras raras. Me duele el pecho, me siento cansado, me duele la cara y siento que me están puyando. Ya llevo así varios días.

La pobre mama Estela abre los ojos desmesuradamente y me dice:

—Eso es mal augurio, m’hijo. Eso que te está pasando me suena a cuando brujiaron a Tavo, el hijo de doña Noyita. El pobre andaba con un hervor de pecho, que pa’qué te cuento. Le dolían las rodillas, tenía calentura, y soñaba, como vos, que lo estaban puyando. Que si era la exmujer, que le había hecho un amarre.

—Ay, mama, pero si lo único que me pasa es que me duele el cuerpo. Tal vez es gripe —le contesto.

Me ve con desconfianza y terminamos el desayuno. Llevo mi plato al fregadero y le pregunto qué tal le ha ido con la nueva gente que llegó a la casa.

—Bien, m’hijo. Me gustan los nuevos inquilinos. Pagan a tiempo, a veces no se quedan al desayuno o a la cena, y no dejan shuco el baño.

—Ah, qué bueno, mama. Así le da más tiempo a usted para sus cosas —le respondo. Le doy un beso en la frente, y tomo la bolsa en que me llevo mi comida.

De camino al trabajo, sigo sintiendo que me duele el pecho. Veo hacia adentro de la camisa, porque estoy empezando a sentir las astillitas de mi sueño. Pienso que soy un idiota, por condicionarme de esa manera. Llego al trabajo, saludo a los cuates. Me siento intranquilo. Solo quiero salir de allí y que llegue la hora de la cena. Y no sé por qué. No me hace falta mi viejita. No siento que se vaya a morir y no estoy preocupado. Pero me siento cansado de sentirme angustiado por querer regresar a mi casa.

El día no pasa nunca. Pólizas y más pólizas por rechazar. Todo el día diciendo no a súplicas escritas de clientes puntuales. Ya no me siento culpable, aunque sé que, de alguna manera, les estoy robando. Cuando al fin son las cinco, tengo que quedarme a dar la resolución de un seguro de última hora. Termino lo más pronto que puedo y me largo. Tengo ganas de escupir esos papeles cerotes, solo por haberme retrasado.

Llego a mi casa. Todos están sentados a la mesa. Me gusta que los inquilinos coman juntos a cierta hora y que coman con nosotros. Parecemos una familia. Todos hablando y contándonos qué tal el día. Cuando nuevas personas han llegado a alquilar cuartos donde mi abuela, casi siempre se integran rápido, aunque las nuevas habitantes (dos jovencitas venidas de un pueblo escondido en la selva para trabajar en no sé dónde) han querido encajar desde el principio. Rosa, la más grande de ellas, tiene unos hermosos ojos. Antonia, una sonrisa bastante agradable. Me gusta que me miren. Les gusta que las mire. Quiero que terminen todos de comer y se vayan a sus habitaciones. Pero no quiero que ellas se vayan. «Buen provecho», dicen, uno a uno, y se van. Ellas no se quieren ir. Me ven con insistencia. Siento sus pupilas desabotonando mi camisa. Y me siento feliz de verlas. De estar allí con ellas. Con Rosa. Con Rosa y sus ojos oscuros. Con Rosa y sus manos suaves, su cuello terso, sus pechos firmes. Con Rosa, que ahora que la veo bien, parece irradiar luz desde el vientre hacia arriba. Antonia me ve con duda. La veo con condescendencia. Siento que la he herido. No importa. Quiero estar con Rosa. Les hablo del clima, del día en el trabajo. Les pregunto si quieren ir a la sala y ver televisión. Me responden que sí. Me siento junto a Rosa. Siento el calor de sus piernas cerca de las mías. Fingimos ver la tele. Antonia dice tener sueño. Rosa ha ganado. Se va, mientras el diálogo entre el cuerpo de Rosa y el mío se intensifica. Seguimos con la mirada fija en el televisor. Muevo la pierna izquierda, de arriba a abajo, despacio, para acariciar su muslo. Se voltea para verme. Sonríe y dice tener sueño. No quiero que se vaya, y no quiero que se dé cuenta de que no quiero que se vaya. Le digo que es mejor que vaya a dormirse. La erección es evidente. Rosa me da un beso de buenas noches y se larga. Me siento ansioso de nuevo. Veo un rato más la televisión y me dirijo a mi cuarto. A tener el mismo sueño. A repetir la misma rutina.

Dos semanas han pasado de cenar, ver televisión, acariciar a Rosa. No puedo con la desesperación. Me estoy sintiendo enfermo. No quiero ir a trabajar. Mi abuela insiste con eso de que estoy brujeado. Yo pienso que se puede ir mucho a la mierda. Lo que quiero es cogerme a la Rosa. Quererla. Meter mi lengua en su boca, y dejar de pensar en sus piernas cuando estamos sentados en la sala. No sentir la desesperación que siento cuando no estoy con ella. Esto no es amor. Es una necesidad maldita. No me concentro en nada. Pierdo dinero. No he podido encontrar mi pasaporte. Lo iba a usar la otra semana. No he salido con mis cuates. Ni con nadie. Todo por esperar la cena para ver a esa puta. Para que me vuelva loco con las faldas que se pone. Para sentarnos en el sillón, y poner la mano cerca de sus piernas. Y acariciarlas apenas con los dedos. Y volver a soñar que me asfixio. Que me quemo. Que mis pies están llenos de clavos, y que astillas me dejan pegado a la cama. Odio a la Rosa, pero la quiero, la necesito conmigo. Nunca había querido a alguien con esta rabia con que la deseo.

Hoy que es sábado, voy a ayudar a mi abuela. Las muchachas no están los sábados. Su jardín es una desgracia. Las macetas están todas machacadas. Así tal vez se pasa rápido el día. Además la mama Estela ya está viejita. Y hace días que no hablamos. Todo por esta ansiedad mierda que me está comiendo vivo. Empezamos con las plantas de chile. Les muevo la tierra, les pongo abono, les quito las hojitas muertas. Luego con la planta de higo. Esa está más o menos bien. Mi abuela pega un grito. Se le cayó la maceta en la que tenía el rosal amarillo nuevo que le regalaron las patojas. Igual la tierra está mala. Adentro tiene un frasco de café, con mi foto atravesada por alfileres. Es la foto de mi pasaporte, con razón no la encontraba. Tenía razón mi viejita. Llama a la Noya para ver que se hace con el frasquito. Dice que hay que quemarlo y que le tengo que escupir adentro. Mi abuela lo abre. Pétalos de rosa se están pudriendo adentro. Eso y no sé qué otras hierbas. Apesta a desagüe. Jalo desde el fondo de mi ser un escupitajo enorme que embarra toda mi cara. Siento que se me sale todo el odio en esa escupida. Lástima. No salía feo en la foto. Metemos una hoja de periódico empapada en alcohol y tiramos un cerillo. Cerramos el frasco Dejamos que el fuego crepite hasta que el vidrio  se quiebra. Abrimos el cuarto de las muchachas y ponemos todo en bolsas. Esperamos a que lleguen, sentados en la sala. «Brujas malditas», les dice mi abuela. Yo pienso que de todos modos me hubiera cogido a la Rosa. No era necesario el embrujo. Se van llorando. Le miro las piernas a Rosa al salir. Le digo: «¡Váyase a la mierda, bruja puta!» antes de que cierre la puerta, para que sepa que la odio. Mi abuela me calla. «Shhht… No sea malhabladote», me dice.

El día termina. Cenamos y hablamos con mi abuela. Desde entonces ya no sueño que me astillan el pecho, ni sueño nada, aunque cuando estoy en el sillón buscando algo en la tele, a veces siento junto a las mías las piernas de la Rosa y me sube a la nariz el aroma de sus faldas.

08 de noviembre de 2016
1988, Guatemala Ciudad, narrativa

2 intervenciones en “desgarra el velo, su textura vetusta y sus costuras, y aliméntame con el curioso afán por barnizar el anverso de una realidad que se dispara incandescente”

  1. Pablo HM dice:

    Buenos! Ese Armando no debe de recibir muchas visitas… mínimo le hubiera invitado a una taza de café. Ya en serio, será que la muerte nos provoca tanto repeluque porque nos vemos a nosotros en el muerto?

  2. Mirna dice:

    Hola Chape:

    Me gusta como escribes te felicito, sigue adelante.

    Saludos

¿algo qué decir?