Te Prometo Anarquía

titubeamos ante la aparente quietud del día pasajero porque ignorábamos que algunas intenciones se escondían en el misterio accidental de desdoblarse

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[JORGE MOLINA LOZA]

 

LAS PANTUFLAS

Bernardo regresó a su casa, con los zapatos que ya no los aguantaba, buscó sus pantuflas para descansar un poco los pies y no las encontró. Se volvió loco tratando de localizarlas. Vio alrededor y bajo la cama, dentro del baño, en la sala, en la cocina, bajo la pila, dentro del armario. Se le acabaron los lugares. Regresó a la sala, con una escoba buscó bajo los sillones. Nada de nada. Y sus pies cada vez peor. Tuvo que descalzarse. Al acostarse tenía las plantas negras. Levantó la pierna y se lavó en el lavamanos. Repitió la operación con el otro pie. Se acostó tarde, porque con el tiempo perdido en la búsqueda, se atrasó en las demás cosas que tenía que hacer.

Cayó rendido. No sintió la noche. Cuando despertó al día siguiente, se sentó a la orilla de la cama, se puso las pantuflas y fue directo al baño, como todos los días. ¡Las pantuflas! Se había levantado “en automático” y no reflexionó en que habían aparecido. Bernardo vive solo. «¿Será que eso produce locura? —se preguntaba—. Nadie pudo haberlas escondido. ¿Qué carajos pasó?»

Los sábados usa tenis, por lo general. Le parecen más cómodos. Al final de la tarde, la misma historia: no encontró por ningún lado las mentadas pantuflas. «Cuando perdás algo, buscá en los sitios que te parezcan más increíbles», recordó que le decía su abuela. Eso hizo: dentro los muebles aéreos de la cocina, dentro de la alacena, en las gavetas de las verduras de la refri, en el baúl del carro. Nada. Se acostó a dormir muy enojado.

Al día siguiente las pantuflas estaban, de nuevo, al pie de su cama. Esa noche, la misma historia. No las encontró. El lunes temprano decidió meterlas al baúl del carro y se fue a trabajar. Regresó al final del día. Bajó las bolsas que traía del supermercado. Después de acomodarlo todo, empezó a buscar sus pantuflas. Luego de un tiempo, recordó que las había mentido entre el carro. Abrió el baúl y no estaban. No lo podía creer. A la mañana siguiente, de nuevo, las encontró a la par de su cama.

Después de dos semanas, y pensando en acabar con esa tortura, al salir de su trabajo pasó a un almacén y compró dos pares de pantuflas. «Como las que tengo son negras, compraré un par azul y el otro café», pensó. Bajó del carro en su casa y entró. Después de un tiempo, se acordó de las pantuflas y regresó al vehículo a sacarlas. ¡No estaban! Fue tal su rabia que no quiso cenar, algo que no perdonaba, porque era de buen diente. Si hubiese encontrado a un responsable habría hecho una locura.

Al día siguiente estaban los tres pares a la orilla de su cama. Ya no soportaba más. Durante los siguientes días varias veces se quedó despierto horas y horas para ver si atrapaba al responsable, pero tales desvelos resultaron infructuosos.

Después de varios meses, Bernardo, sentado en el corredor y viendo su jardín pensó: «Eso de esconder las pantuflas me divierte mucho. Lo único que me molesta un poco es no poder verle la cara al idiota ése cuando está buscándolas».

 

DE TAMBORES

 

Hace tres semanas Danilo fue al concierto de un conjunto de kumi-daiko japonés. Le pareció muy interesante. Escuchó un grupo similar, pero muchos años atrás. Sin embargo, éste le abrió compuertas hacia una memoria que ni siquiera sabía que existía. Eran dos percusionistas y una flautista. Había oído mucha música con distintos instrumentos rítmicos, pero éstos le produjeron sensaciones que no había tenido antes. Al principio experimentó una serie de déjà vus, uno atrás de otro. Al segundo tema, empezó a inquietarse. Dejó de prestar atención en la intérprete, se concentró en los hombres que golpeaban con gran precisión los enormes parches de cuero de los taikos. Cada toque resonaba dentro de su cabeza. «¿Qué me está pasando?», se decía. No entendía. Bom, borom, bom, bom, sonaban. Los músicos derrochaban energía, daban gritos, como si fueran karatecas, para marcar los distintos cambios de velocidad o giros rítmicos.

Terminó el concierto y se fue a su casa. De pronto sintió un llamado: debía subir al tapanco.

Bajó la compuerta e hizo deslizar la escalera hasta el piso. Subió. Lo primero que vio fue la mecedora de su madre. «Carajo, siempre dije que la tenía que mandar a reparar», pensó. Hacía muchos años que nadie subía, todo allí estaba cubierto de polvo. No sabía exactamente qué buscaba. Abrió baúles, destapó cajas, corrió cortinas. Se encontró con objetos muy interesantes, y le hubiera gustado detenerse en cada uno de ellos. Sin embargo, cuando los tomaba, sentía que no era lo que estaba buscando.

Por fin, en un rincón y debajo de varias cajas: un tambor, o lo que quedaba de él. «Esto es lo que busco», se dijo. Uno de los parches estaba destrozado. El otro, se conservaba en mejor estado, aunque tenía picaduras de polilla. Todavía se veían los triangulitos de colores —rojo, amarillo y azul— en todo el cuerpo cilíndrico de madera. Los recuerdos eran confusos. ¿De quién había sido? Le parecía tan familiar.

Y las imágenes de los japoneses se le venían a la mente. Esa su tan marcial forma de tocar: casi en cuclillas, como si estuvieran haciendo la kata del dragón.

De pronto comenzó a recordar. Se vio desempacando un regalo, luego de que Santa Claus se hubiese retirado. ¡Era un tambor! Desde ese día, no paró de tocarlo. Hartó a todos en su casa. Principalmente a su papá: debía tocarlo mientras él no hubiera regresado del trabajo. Luego le tocó el turno a su mamá. Fue bastante más sutil que él. «M’ijo, tocá un poco más quedito», le repetía a cada rato, casi arrepintiéndose de habérselo regalado. Él también se hartó, pero de ellos. Aprendió a tocarlo muy suavecito. Apenas se escuchaba a sí mismo. Supo que estaba dando resultado cuando un día su mamá le preguntó por qué ya no tocaba el tambor.

Bajó con él y buscó un sacudidor para limpiarlo. Los colores brillaron un poco más. «No sé adónde, pero lo llevaré a que lo restauren», pensó. Pocos minutos después, los recuerdos le llegaron de junto. Sí, ahora lo veía claro. Ahora sabía por qué uno de sus padres se lo había escondido. Pese a que ya no molestaba con el ruido, no paraba de tocarlo. Además, lo hacía a escondidas, porque con gente a su lado no lo lograba: cuando cerraba los ojos, se veía tocando con personas que no conocía. Con instrumentos y trajes extraños. Lo curioso era que su tamborcito, en esos momentos, se parecía al que tocaban ellas.

Averiguó dónde lo podrían restaurar y lo llevó. Lo dejaron muy bien. Al volver a tocarlo se asustó. De pronto se vio acompañando, con tabla, a un músico que interpretaba el sitar. De inmediato se paró de un salto y se alejó. Poco a poco se fue aproximando de nuevo. Regresó a su asiento, tomó el tambor, cerró los ojos y volvió a tocar. Ocurrió otra vez, estaba en medio de un grupo de guerreros emplumados y tocaba el atabal. ¡Abrió los ojos! Tenía la respiración agitada. «Debo aprender a dominarme —reflexionó—. No creo que me pase nada. Por hoy, es suficiente». Lo guardó en el clóset.

Al día siguiente, al volver del trabajo, lo buscó de nuevo. Empezó a tocar. Cerró los ojos y se vio dentro de un grupo de músicos salteños, con guitarras. Él tocaba el bombo legüero. Interpretaban una chacarera trunca. Estaba feliz. Sin embargo, comenzó a sentir una opresión en el pecho. Pese a ello, continuó. Pero llegó a un punto en que no aguantó más y tuvo que abrir los ojos. Tenía taquicardia y su respiración estaba en extremo agitada. No quiso probar de nuevo. Se fue a cenar, luego a leer un libro. Por último, cayó rendido y se durmió.

Al siguiente día volvió a insistir. Tomó su tambor y empezó a tocar. Cerró los ojos. Esta vez los músicos tocaban gaita, violín, arpa y tin whistle. Él ejecutaba el bodhrán. Interpretaban un tema celta. Pero de nuevo sintió la opresión en el pecho. Esta vez, era tal el gozo, que pensó en no dejar de tocar. No lo logró. Le comenzaron a zumbar los oídos y eso fue inaguantable. Se vio obligado a abrir los ojos. Estaba demasiado agitado y el corazón casi se le salía por la boca. Lo volvió a dejar.

«Me importa un carajo que me ocurra eso —se dijo—, por esa experiencia de pocos minutos, ¡vale la pena! Lo seguiré haciendo hasta que me muera».

***

Los músicos tocaban los taikos en un templo de Osaka. De pronto uno de ellos perdió la concentración. Los demás voltearon a verlo, desconcertados.
—¡Daihachi, qué te pasa! —gritó Hiro, al ver que tocaba otra cosa.
Daihachi abrió los ojos, muy sorprendido y más desconcertado que los otros.
—No sé. Nunca me había pasado. Cerré los ojos y de pronto me volví un niño y tocaba un extraño y pequeño tambor de colores…

 

 

23 de septiembre de 2015
1952, Guatemala Ciudad, narrativa

¿algo qué decir?