Te Prometo Anarquía

acariciemos los percudidos muros y demos fe de los pequeños barrancos que nos invitan a apartar un poco el rostro

diana vásquez

 

[DIANA VÁSQUEZ]

 

 

MIRADA DE CIEGO

 

Dios vagaba en las extremidades de un perro al que alguien le había sacado un ojo; travesuras de osados jovencitos. Se quejaba, le dolía, se arrastraba pidiendo una caricia, siquiera una mirada. Posiblemente, él abandonó esa piel sarnosa cuando el animal expiró desangrado sobre el asfalto después de haber sido atropellado por un vehículo sin matrícula; su visión no era la óptima cuando intentó cruzar la calle.

Un niño de nueve años lo conoció con sotana. Al principio Dios era inspirador hasta que un domingo le pidió que se desnudara después de la misa y lo masturbara para gloria del cielo. Ese chico se suicidó tras 20 años de culpa y complejos. El vocero de aquella excelentísima institución, en la que más del sesenta por ciento de la población de algunos países confía, sobre los partidos políticos (a distancias luz de la separación Iglesia-Estado), aseguró: “Total, este problema es más frecuente en los propios hogares”.

Una mujer lo vio en su casa después de haber regresado del hospital por la paliza que le propino su marido. En la sala de urgencias le curaron las heridas visibles, pero las patadas destrozaron el bazo; claro no las patadas en sí, sino la costilla que lo perforó. Ella juró, antes de morir en su sala, que Dios entró por la puerta, parecía enojado.

Una noche, otra mujer encontró a su hija adolescente viendo un programa en el que dos hombres se besaban en los labios, la imagen era como cualquier otra: un beso, quizá hasta tierno. Visiblemente preocupada, le dijo: “Deja de ver eso, te vas a enfermar”, y salió perturbada de la habitación. Muchos creen que la maldad en el ser humano viene de fuera, si se defiende la pureza desde el alumbramiento. Con esa premisa se podría plantear entonces: ¿cuán contaminado estará Dios si puede verlo todo? Algunos replicarán: “Pero él es Dios”, a lo que se podría recordar: “Y nosotros a semejanza de Él”.

Una jovencita recibió ocho millones por haberse acostado con un viejo obeso, que salvo por cinco centímetros sería completamente calvo y que tiene una sonrisa diabólica, muy parecida a la del Papa. La intimidad de la gente es muy de ella, y si Dios es la distancia entre una persona y la otra, entonces se le podría acusar de voyeurista. Al fin de cuentas, el primer ministro es un cínico, y la chica, negociante.

Alguna gente afirma que gracias a Dios existen entretenimientos “baratos” como la televisión, que anuncia con bombos la vida de los narcotraficantes en el mundo para que protagonicen no solo el prime time, sino las notas sangrientas de los diarios y hasta la lista de los más ricos del mundo de la revista Forbes. Si a los más de treinta mil muertos que ha dejado ese oneroso comercio que compite con negocios burocráticosangrientolegales, se les hubiera preguntado qué opinaban de Dios unos instantes antes de quedar tendidos, de seguro hubiesen respondido, resignados: “Así lo quiso Él”.

Alguien aseguró haber visto una fotografía de Dios. “Sí —dijo el buen hombre—, lo vi”. ¿Podría describir aquella imagen? “Bueno, ya hace tantos años de eso, pero sí, podría”. El tipo intentaba recordar cada detalle, o eso era lo que aparentaba mientras se acariciaba la barbilla. “Era… ¿cómo le explico? Usted sabe, cuanta idea loca se tiene. Que es de tez blanca, casi verde, con barba, de cabello castaño o hasta rubio y ojos claros, como esos racistas de mierda que ahora suponen que cualquiera que cruza la frontera es un asesino, ladrón o usurpador de trabajo, ¡bah!…, pues no, no era así, de eso estoy seguro. Tampoco se podría decir que es un tipo moreno, alto y de mirada penetrante y facciones duras, y definitivamente tampoco es un chaparro, cero a la izquierda, para nada. Tampoco tenía ningún rasgo asiático, usted sabe, piel amarilla”. ¿Entonces, cómo era esa fotografía? “Bueno, hace tanto de eso… espere, ahora me viene. Sí, sí, Dios era de un tono gris y no era masculino precisamente, usted sabe, como un término medio, sin ofender a nadie. Era un tipo indescriptible… pero eso sí, tenía una mirada hermosa, usted sabe, como la de los ciegos”.

 

ARCHIVO 1998-2009

 

Una niña, quizá de 15, quizá menos, balancea los pies, como si de un columpio se tratara mientras espera. Tiene rasguños en la nariz y en los labios. Su vestimenta de adulta no puede ocultar la timidez de niña. Las sombras sobre los párpados, ese maquillaje que aún no ha aprendido a ser parte del rostro, no esconde su estado anodino, quizá sea parte de la fragmentación de la personalidad.

Ya no me pregunto cómo pueden existir desgraciados que le destrocen el cuerpo y el alma a una niña. Solo sé, ahora estoy consciente, que ocurre de manera frecuente, acelerada, indiscutible, y que toda la sociedad lo ha permitido y hasta formulado y querido por décadas.

La niña frente a mí espera a que su madre termine de hablar por ella de su tragedia, de su incomodidad, de su indiferencia. En esta pequeña sala, con rejas en la puerta y un aviso de “No abra, si tocan, infórmenos, gracias” se respira tristeza que sonríe de manera forzada.

Nada ayuda a sentir alivio: sillas plásticas una tras otra que se convierten en una montaña apilada, mesas viejas, carteles informativos que no pueden ser más maduros, discretos ni creativos y los archivos divididos en años, desde 1949 hasta 2009. Todo es confidencial, pero quien quiere observar descubre que niñas de cinco años y mujeres de sesenta y cuatro han pasado por la misma humillación, en diferentes magnitudes, circunstancias y temporalidades, por el suplicio y la amargura que sujeta fuerte como soga la lengua, el cuello, el corazón.

En las calles hay bestias erguidas que caminan sobre dos pies que devoran inocencia; con brutalidad nos arrancan a terceros la capacidad de mantenernos enteros. Simplemente no hay imágenes para interpretar lo que ellas pudieron, pueden o podrán sentir.

A esas bestias se les puede describir como aquellas que no sienten dolor ni remordimiento, son vacías, se les nota en la mirada. Habría que ir tras ellos y cazarlos, desollarlos vivos. Los gritos que puedan escucharse de su gutural “voz” son sólo cobardía. Por ello se debiera desmembrarlos despacio, con un artefacto filoso, incluso pequeño, y colocarlos frente a un espejo, cómo única manera de que vean qué es lo que hay debajo de esa apariencia de hombres: engendros mutilados sin virilidad, sin fuerza, que gimotean, incapaces de relacionarse con sus congéneres. Lo difícil es identificarlos, detenerlos, porque todos son tan parecidos a cualquiera.

Es como si se formaran en nuestras casas y aprendieran en ellas crueldad, arrogancia, sobrevaloración de la mediocridad, engaño de saberse dueños de lo que no pueden tener si no es a la fuerza. La depredación se contagia, sus presas son cada día las más impensables mientras el resto de la gente camina entre sombras y esas bestias huidizas que también atacan en manada. En El Salvador esas manadas las integran niños, sin duda los hemos amantado en casa.

 

***Tomados de Ojos de ciegos, Editorial Alambique, 2015

10 de marzo de 2015
1983, Guatemala Ciudad, narrativa

¿algo qué decir?