Te Prometo Anarquía

estuvimos allí sin percatarnos de la aspereza de la nieve, perplejos del candor que sazona los encuentros y del vértigo contagioso del grito: no hubo tiempo para abrasarnos

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[GUILLERMO BARQUERO]

 

 

MANIQUÍES

 

 

1.

Era 2010. Llevaba semanas de estar probando con todas las posibilidades del aburrimiento, tratando de que éstas se convirtieran en fotos. Compraba los rollos de 36 de Agfa, porque me parecían de un contraste más rico y con un detalle más cercano a lo que yo quería ver, a lo que se esperaba que viera en las imágenes finales. Estaba matriculado en un laboratorio de blanco y negro y en uno de los cursos de técnicas fotográficas. El torbellino de conocimientos se me juntaba y hacía que las imágenes obedecieran más a hallazgos técnicos que a verdaderas aproximaciones a lo que estaba sintiendo, que se parecía a la afasia, a la catatonia. Sin embargo, llevaba ya una racha de años no tan malos, si los comparaba con los de recién cumplidos los 20. Ahora, a los 30, podía decir que a pesar del aburrimiento tremendo, me sentía bien, aunque eso no se notaba en las fotos. Había salido a manifestaciones, a sitios de riqueza arquitectónica de la ciudad, había probado con objetos, rostros de conocidos, paisajes inanes y calles en las que no pasaba nada. Ninguna de mis fotos decía nada.

Era abril de 2010 cuando encontré las muñecas. Estaban tiradas en el patio de atrás del módulo de foto, lanzadas allí en un afán de destrucción que se mezclaba con la destrucción natural del sitio: troncos de árboles y un sinnúmero de hojas secas que hacían crepitar el suelo cuando uno pasaba de un lado a otro. Eso es lo que recuerdo más: el sonido de lo seco debajo de mis pies. Lo otro que recuerdo más: la muñeca tirada, el maniquí partido en pedazos, del que habían sobrevivido diversas partes del cuerpo, el rostro sonriente, la cámara en la mano, la carga de la película, el pestillo para pasar los cuadros del rollo. Las minucias, que son todo lo que nos sobrevive, porque son todas las cosas que no pueden quebrarse, que son indivisibles. Son átomos, no pueden ser escindidas.

La reproducción de la muñeca se ve, ahora, distinta de esa época. Vos la viste, te enamoraste de ella, te enamoraste de mí, me olvidaste, te enamoraste de nuevo, asesinaste a todos aquellos animales, te fuiste del país, regresaste, te volviste a ir, abortaste, tomaste las fotos de los congresos, te fuiste y volviste, sufriste los vilipendios de la humillación y los desgastes del cuerpo. Y la foto de la muñeca sigue allí. No tan distinta de como era en 2010, cuando recién la revelé en el cuarto oscuro del módulo de foto, el mismo día en que vos revelaste las fotos de Japón y yo me enamoré de las fotos y después me enamoré de vos y de la forma de tus ojos y del contenido de pozo negro de tus ojos y me fui del país y regresé y cambié de trabajo y fotografié paredes descascaradas y rostros de enfermos de sida y caí enfermo y me recuperé y volví a este territorio.

Pienso mucho en vos pero, más que en vos, en una huella que dejaste vos en el vacío, en una especie de boquete de sombras que hiciste con tu cuerpo. Miro las fotos que te tomé ese 2010; son imágenes erráticas, sin objetivo ni fondo ni forma. Pero veo tus pozos negros, los veo clavarse en alguna parte del cuadro, inclusive en esas fotos tan defectuosas, tan desprovistas de sustancia. Veo algo en la redondez de esos ojos. Algo en la hinchazón de los párpados. Pienso que es como ceniza de cigarros arrojada por una ventana, en la medianoche de una ciudad desconocida, que uno apenas ha llegado a entrever en los pasajes sombríos o en las esquinas con la gente que cuchichea.

Ayer soñé que me había convertido en una hoja seca. Miles de personas me hollaban, me ensuciaban con barro y mierda de perros. En el terreno en el que yo estaba como hoja seca, había cientos de muñecas como aquella de 2010, la primera de todas. Los negativos de la muñeca están guardados en el mismo archivo que el resto de las imágenes de esos años de los laboratorios de blanco y negro, de esa época en la que salí de la catatonia pero entré en la demencia y terminé en un estado para el que no hay palabras. A veces el mundo se cae a pedazos, y lo que queda en pie son cielos ennegrecidos después de una batalla de humo y saliva. Ese es el estado en el que quedé después de que nos encontramos en Islandia, cuando vos te fuiste a Boston y yo me fui a Washington y los dos decidimos, cada uno por su cuenta, conocer la nieve de Reikkiavik. Cuando nos encontramos en el refugio de las bestias, aquellas a las que terminamos arrancándoles la piel y comiéndonos el pellejo.

Alguna vez te hablé de Bellmer. No recuerdo exactamente el día ni la sensación del día, solo recuerdo que vi algo de Bellmer en internet y te hablé de sus muñecas y recuerdo también algo en tu voz, una especie de desvío de tus sílabas, como si Bellmer te llenara la garganta de cera y como si Bellmer se te metiera en la laringe, en las cuerdas vocales. O eso me parece ahora, cuando han pasado cucarachas por nuestra vida y el agua se ha ensuciado y nos hemos vuelto otros y después hemos sido los mismos, pero deformados y ciclópeos. Nos hemos partido varias veces en todas las mudanzas que hemos hecho, sobre todo cuando vos te fuiste a Boston y yo a Washington. Algo cambió después de eso, pero no exactamente por el viaje a esos territorios sino por los cambios previos a Islandia, a los meses de nieve eterna que nos llenaron los pulmones del frío polar y de sangre de bestias del tamaño de mamuts, que olían a mamut y a fin de mundo.

Me gusta el primer retrato que te tomé: parecés otra, te mirás como un animal que va a extinguirse. Me recuerda aquel paraguas que se nos quedó debajo del carro, cuando fuimos a las cabañas. Me recuerda al paraguas abierto como alas de insecto desplegadas. Me acuerdo de tu expresión cuando viste el paraguas y pensaste que todo se había acabado y me lo hiciste saber con esos ojos tuyos que a veces se pierden y se salen de las cuencas y se van a hacer sus paseos raros, y después se llenan de lágrimas y regresan a la habitación y se me pegan como ventosas en el pecho, en los vellos. Tu mirada de paraguas, eso podría olvidarlo en unos años, cuando yo también muera.

 

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2.

Uno no sabe lo que es un campo de sorgo hasta que se despierta en alguna parte de uno, lleno de bichos y picadas y con la ropa convertida en una desgracia de deshilachamientos, roturas y piezas que ceden. Olía a sudor cuando me desperté, pero no el sudor corriente del esfuerzo de muchas horas, sino un sudor de tierra, de ese que solo en un campo de sorgo puede pegársele al cuerpo. Llevaba la maletita de cuero pegada. Pensé en revisar los contenidos –la cámara, el recipiente de los carretes, la libreta, el lapicero negro-, pero el cuerpo no me respondía. Recordé Islandia, como quien se despierta dentro de un sueño para soñar que es parte de otro sueño. Un mecanismo perpetuo de matrioshkas. Recordé la primera vez que iba al territorio de las bestias. Debí atravesar kilómetros de una nieve que dejaba paso solamente a pequeños troncos que crecían o parecían haber sido injertados milenios atrás.

La gran jaula estaba vacía, llena de sangre, y el líquido rojo y los desperdicios animales habían sido lavados por la nieve, y llegaban hasta quince metros más abajo, hacia el camino por el que uno llegaba a la jaula. Dos meses después, vos me estabas describiendo la jaula a tu manera, moviendo las manos como si quisieras que se te arrancaran del cuerpo. Vos también habías visitado el territorio de las bestias, te habías introducido en los trabajos que allí se efectuaban, habías olisqueado los humores de los cuerpos que jamás llegaban a descomponerse por la sal y la nieve.

Ver la nieve sin interrupción, el blanco a los cuatro costados, modifica los pensamientos. Estos se convierten en otra cosa, en basura, en modificaciones que semejan sueños. Eso intenté decírtelo cuando me besabas en el refugio al pie de la estribación de la que salíamos al territorio. La nieve completa, la contaminación blanca de la realidad. me he acostado encima de la alfombra de nieve, deseando que el cuerpo y el blanco absoluto se fundan. Antes, cuando veía las imágenes satelitales de Islandia, cuando me daba cuenta de aquello, visto desde arriba, a decenas de cientos de kilómetros, pensaba que era una tierra sin vida, colocada en el mundo gracias a un mecanismo de extinción eterna: todas las bestias muertas desde eras glaciales anteriores, todas transformadas en roca y megalito y coprolito, todas convertidas en otra cosa.

Las noches jaliscienses son trozos de calor. Uno piensa que cuando todos duermen, algo en el mundo se va a transformar y va a comenzar en Jalisco, en el centro de la ciudad, en los alrededores que son campos sembrados de cemento roto y ágave. Uno se imagina que Jalisco es un confín de las tierras extraterrestres a las que no llega huella humana. Se escuchan en las noches jaliscienses las ambulancias, las parejas rozándose o nalgueándose, los gritos de los perros y los ladridos de los niños. Hay un gran colchón de cielo contaminado por el humo de los carros, y uno se imagina que ese humo es el desperdicio de un gran pulmón que se agita y se vuelve canceroso y suelta toda la suciedad de monóxido de carbono y alquitrán. Una vez te hablé de ese cielo, o soñé que te hablaba de ese cielo. O efectivamente te detallaba los confines de ese cielo, mientras revelábamos unas fotos en el módulo, en la oscuridad interrumpida por el haz rectilíneo de la ampliadora. Soñé con vos tocándome en ese cuarto oscuro, una semana después de las fotos de Japón. Las tierras de Japón son tersas, están llenas de animales fantásticos, de cabezas de muñecos arrancadas a pequeños insectos que han pretendido ser muñecos en algún momento de sus vidas. Las tierras de Japón son campos verdeazulados, y eso lo aprendí con las fotos de Japón en blanco y negro que sacaste. Las tierras de Japón y de Jalisco se parecen. Son extensiones ignotas, pétreas, variables, llenas de altitudes que semejan edificios pero que son cuerpos tirados en la arena.

Jalisco, en 2011, estaba lleno de nieve. Era el mes de febrero, y jamás había nevado en las calles jaliscienses. He visto nieve en todas partes del mundo, y la consistencia, la impronta, la tara de la nieve en la tierra siempre es distinta, muestra cosas diferentes de ese mundo que se carcome. Una vez, con la ventana abierta, vi caer la nieve. Estaba en Barcelona. Esta historia de la nieve de Barcelona te la he contado tantas veces que ya no sé qué hacer con ella, cuáles modificaciones introducir para que siempre sea más larga que todas las veces anteriores. Recién me había instalado en el hotel, y las maletas estaban junto a la cama. He usado las mismas dos maletas para todos mis viajes, pero siempre parecen otras, siempre parecen humanos que estaban enrollados y se convirtieron en ratas y saltaron por las alcantarillas y fornicaron y tuvieron sus crías mojadas y terminaron hechos ese par de bultos arruinados y grises. La sombra que proyectaban las maletas parecía una balacera: la nieve se proyectaba en todas las partes de la habitación. Creo que no te conté la parte en que las maletas desaparecían y yo salía a buscarlas por la ciudad, la urbe infestada de cámaras y ojos ávidos de imágenes y muchos desperdicios. No, esa parte no te la pude haber contado, porque sucedió de una forma extraña, onírica.

Esa noche de Barcelona me encontré con Julián. Esa noche de Barcelona dijimos cosas cuando estábamos drogados y borrachos. No te he hablado de esas cosas que nos dijimos, porque las cosas que pasaron una sola vez nunca pasaron, como escribió Kundera. Einmal ist keinmal. El motto de las gentes extraviadas, el motto que nos fabricamos vos y yo en Islandia. Islandia, así, nunca sucedió, porque solo estuvimos una vez en ella, en sus estribaciones, en el refugio, en el territorio de las bestias. Una y múltiples veces, pero solo una si sumamos todas las cosas iguales que se nos presentan. Islandia fue un continuo, una cosa repetida una y otra vez, un recorrido que avivábamos con la esperanza de ser otros. Pero no, quedamos hechos los mismos después de esos tres meses. ¿O fueron tres años? Cómo saberlo: la nieve se lleva todo, todo lo engulle, todo lo hace suyo.

 

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GUILLERMO BARQUERO. (San José, Costa Rica, 1979). Fotógrafo y escritor, ha publicado los libros de relatos La corona de espinas (2005), Metales pesados (2009) y Muestrario de familias ejemplares (2013), así como las novelas El diluvio universal (2009) y Esqueleto de Oruga (2010). Compiló, junto con Juan Murillo, la antología Historias de nunca acabar: antología del nuevo relato costarricense, en 2009. Codirige, con Murillo, Ediciones Lanzallamas. Ha publicado artículos y relatos en revistas latinoamericanas y costarricenses tales como Los Noveles, Su Casa, SoHo, Suelta y Specimens.

 

 

18 de junio de 2014
1979, autor invitado, Costa Rica, fotografía, narrativa, San José

¿algo qué decir?