Te Prometo Anarquía

cruza campos de algodón y maizales mientras la sangre se hace blues y él decide que la música es el recorrido para que la vida fluya y nada importe

juan vico

 

 

[JUAN VICO]

 

 

 

Capítulo 11

 

Meses después, Bob aún no ha tenido ocasión de escuchar ninguno de sus discos. Ni la tendrá por ahora. Una docena de campos de trabajo de unos cien acres por campo, con un centenar de convictos asignados a cada uno de ellos, dedicados en exclusiva al cultivo de algodón y maíz: ese es el panorama que Bob Lunceford encuentra al ingresar en la Granja Parchman, nombre con el que eufemísticamente se conoce a la penitenciaria del estado de Mississippi. Una auténtica ciudad con oficina de correos, hospital, tienda, aserradero y más de veinticinco millas de carretera. Una plantación en toda regla, enorme, lucrativa como pocas, con métodos de trabajo propios de la época de la esclavitud.

Mala suerte, flaco Bob, y tu cabeza embotada por el whisky, ni tan sólo recuerdas muy bien lo que pasó, ¿no es así? Ves a un tipo enfurecido abalanzándose contra tu cara, y todavía resuena en tu cerebro la voz de aquella mujer, sus risas transmutadas en un grito de alerta, te sientes caer, muy despacio, notas el dolor en la espalda, el chasquido de las mandíbulas al chocar entre sí, la luz del techo, alguien que te levanta, tus dedos entorpecidos buscando en la funda de tu guitarra recién comprada, el tacto tranquilizador del nácar, el tipo que vuelve alentado por un grupo de bocas desfiguradas, el calor, el terrible calor, el brillo del metal en su mano, tu índice en el gatillo, el cuerpo que cae de rodillas, a un metro de ti, el chorro de sangre en el cuello, el pánico general, los espasmos y la gente, desconcierto, el tiempo que se convierte en una sucesión de capas superpuestas, minutos, horas concentradas en un solo punto espacial, miles de instantes embutidos en el reloj sin manijas que un niño sostiene sobre su palma temblorosa…

En la prisión de Parchman no hacen falta vallas ni rejas de ningún tipo: los reos están permanentemente vigilados por hombres armados bajo la orden de disparar al más mínimo intento de fuga, guardianes que, por cierto, son también prisioneros, personas de confianza nombradas por los responsables de la institución, con frecuencia convictos de larga estancia. Quienes trataran de evadirse no tendrían tampoco demasiados lugares donde esconderse en caso de que lograran el milagro de esquivar las balas: gigantescas extensiones de cultivo les saldrían al paso, millas y millas de terreno que otros antes que ellos desbrozaron y prepararon para el trabajo agrícola en una lucha desequilibrada contra la naturaleza.

Y de pronto te sientan en la silla de los acusados y casi no sabes cómo has llegado hasta allí, señoría, míreme, sólo estaba en el sitio equivocado en el momento menos oportuno, sé que no puedo dirigirme a usted, jamás osaría, pero míreme a los ojos, por favor, se dará cuenta de que digo la verdad sin necesidad de palabras, míreme, se lo imploro, en silencio, con los labios apretados, mientras mi abogado habla, defensa propia, defensa propia, deje de escuchar un instante, señoría, hay cosas que las palabras no pueden expresar, si usted hubiera visto a la mujer de ese tipo, vamos, no se haga el tonto, los dos somos hombres, usted un blanco rico y poderoso, yo un pobre negro con una guitarra a cuestas, pero hombres, al fin y al cabo, si pudiera, señoría, si pudiera verla entendería, demasiado alcohol, demasiada noche, demasiadas canciones en los bolsillos, arrastrándome como piedras río abajo…

Oficialmente, los hombres trabajan durante diez horas al día, seis días a la semana. El superintendente se jacta de respetar a rajatabla los días de fiesta y de descanso, ocasiones en que los internos son animados a participar en partidos de beisbol. El sargento que dirige cada uno de los campos de trabajo se ofrece de buen grado a pagar de su propio bolsillo los equipamientos de su equipo. Cada domingo, los prisioneros disponen de un servicio religioso sufragado por el estado y de una escuela dominical llevada por misioneros. El 4 de julio es celebrado con barbacoas rebosantes de carne de cerdo, ternera y pollo, con generosas raciones de maíz y remolacha encurtida, de berenjenas fritas y de arroz, además de cebollas, rábanos, tomates, calabaza hervida, diferentes tipos de tarta, helado y cigarros.

Póngase en pie el acusado, ante la mirada severa de los doce hombres blancos, de las ocho corbatas, las dos pajaritas y los dos lazos, las cinco calvas y los tres anteojos, de los doce sacos de ideales y prejuicios, de insobornables ideas sobre Dios, Orden, Justicia, Negro, Crimen, Sucio, Whisky, Arma, Muerte, Sexo, Vida, póngase en pie para escuchar el veredicto, póngase en pie el culpable, otro ejemplo más de basura social, lo vemos a diario, la vida es sabia, pone a cada uno en su sitio, nuestro Señor es justo, nuestro país libre como ningún otro, póngase en culpabilidad el culpable, acepte su destino, su lugar en el mundo, el muerto no era mejor que él, otra víctima del pecado, otro hijo de Satán, pero ya tuvo su castigo, póngase en pie mientras su mente se pone de rodillas, implore, entienda que ha nacido para implorar aunque de nada vaya a servirle a estas alturas, culpable en defensa propia, señor, eso no existe, se es culpable o no se es culpable, aunque se pueda estar medio muerto, aunque se pueda estar medio vivo, aunque se pueda entender y no se pueda al mismo tiempo…

La realidad está bastante alejada de la imagen paternalista que ofrece el superintendente de la prisión a quien quiera oírla. Las condiciones de vida en Parchman son infrahumanas, brutales las medidas represivas o de prevención. Los internos viven en barracones de madera sucios e insuficientes. La jornada comienza a las cuatro y media de la mañana y se alarga hasta el ocaso. La comida, escasa e insalubre, se toma en el mismo campo de trabajo, a pleno sol. La segregación es y será durante décadas una de las mayores obsesiones de sus dirigentes, así como la autorregulación de la vida cotidiana: los prisioneros cultivan sus propios alimentos, se vigilan entre ellos y, en caso de peleas, la no intervención es la norma. La mitología popular, edificada sobre el testimonio de los hombres que han pasado por allí y han tenido la suerte de contarlo, ha ido convirtiendo Parchman en sinónimo de Infierno.

Diecisiete meses de condena, debería sentirse satisfecho, Mr. Lunceford, un año y medio pasa rápido, obre con corrección y humildad, haga lo que le digan, no proteste, no responda a las provocaciones de otros prisioneros, trabaje, trabaje, trabaje, le queda mucha vida por delante, ¿tiene usted hijos?, ¿mujer?, hágalo por ellos, piense en su futuro, confíe en Dios, no vea este lance de su vida como un castigo, considérelo como una oportunidad para redimirse, para empezar de cero, llegará el día en que mirará hacia atrás y se sentirá orgulloso del esfuerzo realizado, un hombre es la suma de sus actos, Dios nos ama a todos por igual, la vida no siempre es fácil, pero aquel que lo merezca recibirá su recompensa, hasta la vista, Mr. Lunceford, hemos hecho todo lo posible, no olvide nunca que podría haber sido mucho peor…

Toda mitología necesita nombres propios, sonoros sobrenombres como el del Rey del Río, el veterano recluso responsable de la vigilancia de uno de los campos de Parchman, cuyos pies se han convertido en dos bolas de carne y huesos molificados después de años y años recorriendo las vastas extensiones del penal. También necesita sus objetos simbólicos, y sin duda ninguno como Annie la Negra, una cinta de cuero de cuarenta pulgadas de largo por cuatro de ancho que cuelga de la conciencia y del cinturón de cada guardián, junto a la consigna de utilizarla al menor desvío en el comportamiento de los reclusos; su característico silbido cuando surca el aire en dirección a una espalda desnuda es algo que ningún hombre que haya pasado por Parchman podrá olvidar durante el resto de su vida. Requiere asimismo de arquetipos: el líder duro y arrogante, el colaborador pusilánime, el novato, el anciano, el cabeza de turco, la bestia sin cerebro, el tipo que todos conocen por algún motivo circunstancial (característica física, lugar de procedencia, terroríficas habladurías en torno a su pasado), el que tiene la fortuna de pasar desapercibido… O el tullido, endémico en Parchman, donde no es infrecuente que un interno acabe por automutilarse una mano o un pie con una azada pretendiendo lograr, tan desesperada como a menudo infructuosamente, su traslado a otro centro.

Obedecer y callar. Pensar. No pensar. Sin alcohol. Sin guitarra. Sin mojo. Empezar. Cero. Seguir. Cero. Resistir. Ceder. Acabar. Respirar. Rezar. Recordar. Callar. Temer. No respirar. Comer con los ojos cerrados. Dormir con los ojos abiertos. Cultivar. Recolectar. Morir. Despertar. Gritar sin gritar. Creer sin creer. Llorar sin llorar. Esperar. Esperar. Esperar.

 

***Hobo (La Isla de Siltolá, 2012)

 

JUAN VICO. (Badalona, 1975, España). Es licenciado en Comunicación Audiovisual y máster en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Ha publicado los libros de poemas Víspera de ayer (Pre-Textos, 2005), Densidad de abandono (Edicions 96, 2011) y Still Life (UAB, 2011). Es también autor de la novela Hobo (La Isla de Siltolá, 2012). Ha obtenido diversos premios de poesía y narrativa, y ha sido seleccionado para participar en festivales como La Voz + Joven, organizado por la Obra Social de Caja Madrid (2009) o el Encuentro Nacional de Poesía La Ciudad en Llamas (2011). Colabora con artículos sobre literatura y cine en diferentes revistas culturales.

 

 

22 de enero de 2013
1975, autor invitado, Badalona, España, narrativa

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