Te Prometo Anarquía

en cada final de ciclo se advierte la constatación de las fisuras y los remiendos de esa realidad que se antoja vital, despiadada y necesaria

germán hernández

 

 

[GERMÁN HERNÁNDEZ]
 

LOS DUELOS

Amado:

¿Cómo explicarte por qué cuando hundo una cuchara en el tarro de helados y saco una dulce bolita blanca regresa instantáneamente esa pequeña derrota que me dejó de importar? Y es que todas las heridas dejan cicatrices. Algunas invisibles, otras profundas y rosadas en el rostro. ¿Por qué esconderlas? Son lo único que nos queda para demostrar a los demás que hemos sufrido con dignidad y nos hemos repuesto. Dime: ¿Existe un rostro con mayor dignidad que el de un quemado? ¿Acaso no tiene nuestra vecina ese heroísmo y vitalidad  que no tuvimos nosotros cuando cada mañana baja lentamente las escaleras con su hijo mutilado en brazos para llevarlo a pasear en su silla de ruedas?

Desde que partiste se juntó mi soledad con la de ella, si nos topábamos a la entrada del edificio, los saludos se dilataban y se extendían en charlas sobre el clima, sobre los otros vecinos y las noticias funestas de las noticias, poco a poco nos tocábamos la puerta, nos hacíamos pequeños favores, y el tiempo juntas comenzó a ser necesario y regular, cuando empezaron mis problemas de salud y ya no pude volver al trabajo su hijo comenzó a unirnos, ahora paso casi todas  las tardes con ese niño que no despega la mirada del televisor ni sus manos de los controles del videojuego, y me cuenta cómo se aburre cuando está solo y que cuando sea grande va a ser doctor y voy a inventar los trasplantes de piernas para ponerme una. No sabes cuánto me decepciona ese niño mientras lanza patadas al monstruo y lo derrota; “game over”.

Eso sí, su madre es todo lo contrario o eso pienso yo, que mejor no le pregunto, no soportaría oírle decir que todo ha valido la pena, que nadie conoce la voluntad de su dios y que éste tiene razones y propósitos ocultos, que el primer diagnóstico, la biopsia, la operación, la quimioterapia, luego la amputación, no la dejaría contármelo, me gustaría seguir amándola como te amo a ti, mostrando su cicatriz.

¿O no te da lástima ver a esas niñas enfermas que se agrandan el culo y se reconstruyen  la virginidad, o a los señores que se levantan los párpados y se corrigen el tabique de la nariz odiosamente  condicionados y convencidos por sus amantes?

Pero no me juzgues, es que estoy amargada, las cicatrices invisibles me volvieron sombría… ya no aguantaba llorar y llorar noche tras noche, tenía que resolverlo, pero no como tú y esa repugnante magia de aliviar tus duelos con el psicólogo, que te saca el dolor hasta que parezca que nunca lo hubo, como un cirujano plástico de cicatrices invisibles.

Te voy a contar esta historia tal como ocurrió, los señores de la Cía comenzaron a reclutar niños y niñas de cuatro años, y les dieron un alicate, y un puñado de clavos, si tomas un clavo con el alicate y lo pones en un fogón hasta que se vuelva rojo y suave como una caricia, y lo llevas hasta la muñeca que te regalé, ¿dónde finalmente lo clavarías?

¡Primero en los ojos!

¡Luego en los genitales!

¿Y la boca?, preguntaban los maestros.

En la boca nunca, pues no podrían hablar…

¿Te diste cuenta de lo lejos que estás para decirte todo esto?

Cuando supe que te ibas para siempre, busqué en mi piel la parte más dolorosa para comprenderte… Y no sirvió de nada, no la encontré la primera vez, por eso te perseguía a todas partes, por eso no podía dormir en las noches sin escupir en el suelo y rugir… que bueno es saber que vos estabas dormido sin saberlo, y como nadie se daba cuenta, porque de eso se trata ahora: de entablar amigables conversaciones, y citar los libros cercanos y los titulares lejanos, con este lenguaje prestado y mediocre que nos permite socializar sin miedo y nos hace parecer nobles como todo lo que brilla en un espejo nuevo.

Y los niños pasaron de las muñecas a las mascotas, los de la Cía les dieron pequeños gatitos que ronroneaban acurrucados en sus regazos, y cuando más los amaban y cuando más los protegían y más brillaban sus ojos, ponían a las niñas a bailar en tacones altos para aplastarlos y a los niños les enseñaban a estrangularlos hasta que les saliera la mierda por el ano.

Cuando me saqué el ojo, amor, me sentí ridícula como un pirata inglés. La prótesis era hermosa y húmeda como un ojo verdadero, no se notaba, podía hacer guiños lindos y brillaba más y era más sexi que mi otro ojo, de alguna manera fue así como empecé a compaginar con la vecina. Porque ella era la que me saludaba cada mañana y cansada de estar herida fue la que comenzó a acariciarme cada noche, a contarme una historia como si fuera yo, y como si fueras vos, y del frío y del miedo de no llegar a la quincena, y de lo bueno que es sentirte cuando estás conmigo, y de las ganas de llegar a casa para besarte, y las mañanas cuando nos bañamos acariciándonos juntas hasta que llegaba al  niño y ponía un dedo frío en sus labios y mis labios en sus labios, ella cerraba los ojos y yo cerraba mi ojo. Y otras veces en ese silencio entre suspiros nos alcanzaba el amanecer y yo le decía cosas sobre su cuerpo y ella decía cosas sobre mi mirada.

Por esa razón tenía que hacer algo al respecto, yo no iba a ser amable con los demás, quería que la cicatriz que dejaste fuera visible para todos.  Debería ser limpia y bien planeada, sobre todo después del fracaso del ojo. Me compré un montón de antibióticos, pues la idea no era morir, si no dejar un testimonio de lo mucho que me haces falta, de lo sonoras que son las noches y los gritos de los vecinos cuando celebran los goles que su equipo anota cada domingo y lo sola que se ve la casa sin ti.

Pensé que sería fácil si comenzaba por ligarme la pierna derecha, verla agrietarse y volverse verde y sucia como luce la carne que cuelga de los ganchos de las carnicerías…

Pero déjame devolverme al principio, no quiero decirlo todo ahora, es que estar sana y fuerte es insoportable.

Los niños entrenados por la Cía no le tenían miedo a la oscuridad, pasaban las veinticuatro horas bajo los reflectores, se les subían en los regazos a los muchachos y a las muchachas, y con cucharas les sacaban los ojos a los que se quedaban callados, y cada uno tenía su propia cuchara, para su puñado de arroz, y también para hundirlo en el párpado inferior, lo metían suavemente y ¡pam!, salía el ojo… los ojos colgaban de los nervios, parecían marionetas, que los gatitos sobrevivientes y hambrientos devoraban.

Por eso después de sacarme el ojo y ver, sí, ver apenas que no había servido de nada, pues nadie podía entender, y los más cercanos ni cuenda se daban de mi ojo de vidrio es que decidí que era necesario hacer algo que me devolviera las ganas de luchar, ya no por ti, que no estabas.

Amor, es sencillo quitarse los zapatos y ocultarlos bajo la cama cada noche, con los talones los empujas y desaparecen bajo esa gruta de pelusas y vómitos antiguos, y descubro que me faltas como las ganas de caminar, no te rías, es en serio, por eso comencé a inyectarme y a desinfectar mi pierna, tan inútil era desde que me dejaste.

Pensé que se secaría, pero ella luchaba por regenerarse, capa por capa comencé a cortarla, se veía triste y desvalida, tan inofensiva fue cuando cayó de mi cuerpo que quise guardarla y protegerla como los buenos recuerdos.

Ahora me paso la tardes con nuestro pequeño vecino y lo miro jugar, he comenzado a amar a nuestra vecina, ella ha comenzado a sentir que entre su hijo y yo tiene un cuerpo y un hombre y una mujer completa para ella, incluso pienso ahora que la gente me trata con un poco de más respeto, ahora me abren la puerta para entrar en cualquier parte, no lo saben y jamás van a comprender que desde que dejaste esta huella solemne en mi cuerpo, me han vuelto las ganas de ser útil y necesaria.

 

LOS ANGELES (EL ÁNGEL MALVADO)

Yo avanzaba por esa calle, veía sus pasajeros a la luz del día, mi débil vista los sujetaba por unos instantes y luego los dejaba continuar, como perro defendía mi territorio, le ladraba a los hombres de traje oscuro y aullaba ante las faldas levantadas por el viento y en las noches iba a orinar en los rincones rígidos viendo el vaho de los orines elevarse y perderse. En esas noches salía a buscar mariguana y envidiaba el interior hermético y tibio de los autos, me encontraba con uno de los míos y nos íbamos a emborrachar, o tal vez alquilábamos un cuartucho donde pasar la noche, pero casi siempre terminaba buscando cajas de cartón que hicieran de lecho para descansar en algún parque. De nuevo por las mañanas afilaba mi puñal en el borde los caños y salía a cazar en alguna esquina, rozaba las suaves nalgas de una muchacha, sentía su estremecimiento, volviéndose con un gesto de indignación y de vergüenza, con los ojos colmados, con los puños temblorosos, pero al mirarme, al ver quien era, al ver mi sonrisa, al olfatearme, sentía pánico, retiraba su vista, apretaba el paso, aterrada, maldiciéndome y nadie hacía nada. En los semáforos, en las paradas de autobuses ahí estaba mi alimento, la sangre, algunos me miraban, algunos me conocían y me temían, otros no, caminaban distraídamente, ignorándome, pensando en sus asuntos miserables, mistificando sus inútiles existencias, sin pensar que yo los miraba, que estaba ahí y peor, porque los había cínicos, pensando en el lindo día que iba a ser, en su novia, en sus cachorros, en su cumpleaños feliz, en su camisa nueva, y hambriento, sucio, llagado, insomne, solo, abandonado, sintiendo el ácido, me arrojaba a ellos punzando sus vientres gordos y pálidos con mi puñal, arrancándoles sus asquerosos bolsos, sus anillos, sus cadenas, sus billeteras, sucias, vacías y corría para librarme de ellas de su infecciosa insignificancia para ir a cambiarlas por comida, por mariguana, por piedra, por perritas calientes y sucias que supieran revolcarse en el camastro conmigo y besarme y chupármela y acariciarme con sus manos suaves todo este cuerpo cadavérico y frío, muerto de frío, con muchísimo frío, helado, congelado, que bebía vodka para calentarse, para flotar más liviano, para transpirar un aroma más tenue, pero a veces todo iba mal, me encerraban y me esposaban, me insultaban, me cofaleaban, me amarraban a una camilla y me inyectaban, limpiaban mi poca sangre, la extraían y la calentaban, le quitaban la pus, el elixir y me la devolvían limpia arrojándome de nuevo a esas calles sucias, otras me iba peor porque no lograba robar gran cosa y daba la noche y tenía que enterrar el puñal muchas veces en un cuerpo, mancharme de bilis, de semen, de mierda y huir como aquella noche, en que como un principiante arrebaté un bolso y la muchacha se asió de el con su vida, en vez de enfrentarla, de ir hacia ella y mostrarle mi puñal y decirle dámelo, qué torpe, corrí como una fiera y lo jalé, ella resistió y jalé otra vez con más fuerza y ella cayó y yo no quise mirarla, sabía que la había matado, que se había roto la cabeza contra la acera, no quise mirarla, sabía que el miedo podía derrotarme, corrí con ese bolso que me ardía, que era como brazas de cigarrillo que algún policía apaga en tu vientre y pesaba tanto, tantísimo que en la última cuadra antes de arrojarlo lo llevaba a rastras, desde entonces no me importa si mato o no, solo cierro los ojos y entierro el puñal muchas veces, me gusta acariciar los senos rígidos y yertos de las muertas y cortarle el sexo a los hombres adúlteros que asesino a la salida de los Nigth Clubs, pero eso pasa pronto, vuelvo a sentir frío, vuelvo a temblar de frío, a pesar de que estas calles son mías, a pesar de que casi todos me temen, no importaba, tenía frío.

Yo avanzaba por esa calle, entonces lo vi, sacando sus billetes, contándolos despreocupadamente, sacando cuentas y haciendo planes, iría a comprar un paraguas, una tele, un vestido a su mujer, ahí detenido en media acera, tranquilamente como si yo no estuviera, sentí un desprecio inmenso por él, lo empujé, le mostré los dientes el pelo de mi lomo crispado, arrebaté los billetes y corrí rugiendo excitado y aquel hijo de la grandísima puta me atravesó el pie, lo hizo a propósito, me hizo la zancadilla porque le dio la gana, todos me vieron resbalar, todos me vieron tratando de levantarme, todos vieron al otro señalándome diciendo que yo era el culpable y todos se tiraron sobre mí, con sus garras terribles y filosas me atacaban, se peleaban por patearme la parte más blanda, por arrancarme la ropa, los billetes, y por último el pelo las uñas, pedazos de carne, arrinconado, me golpeaban sin misericordia, aquel porque su mujer le daba vuelta, aquella porque no sabía cómo decirle a sus papis que tenía tres meses de embarazo, este porque lo habían echado del brete, el otro porque odiaba a su madre, otro porque otros le pegaban y otro porque no podía pagar el préstamo de la casa y otro porque le había mentido a dios, otro porque le habían dicho que estaba desahuciado y todos, todos me pateaban y me herían y me cobraban todo lo que les habían quitado o perdido, hasta que se fueron cansando de vengarse, hasta que se fueron normalizando sus odios hacia mí y se limpiaban el sudor de las frentes y me veían al fin indefenso, desnudo y sangrante, apelotados en torno a mí, aplacado, domesticable, y yo a penas los podía mirar porque el sol quemaba mis retinas, porque el cuello hecho pedazos no podía levantar mi cabeza rota, y sentí mucho frío otra vez, porque no sabía que podría seguir de ahí en adelante, porque ninguno se movía y me dejaba de mirar ni regresaba a su miseria, entonces alguien fuera de esa multitud se acercó, los empujaba y se abría paso entre ellos con autoridad y con poder, y cuando llegó hasta mí, pensé que era un Ángel que venía a rescatarme, que me curaría, que me pondría a salvo, encima de todos, lo pensé porque era preciosa y llena de luz, lo pensé por que no le importó mancharse con mi sangre, arrodillarse y quitarme el pelo de la frente para mirarme a los ojos y yo mirarla, entonces le diría todo, que me fui de la casa hace años, recién cumplidos los diez, porque mi madre me golpeaba y me insultaba y porque ya no quería vender flores a las parejas felices en las noches, porque ya no quería cantar corridos mexicanos en los buses, huí porque tenía miedo y frío, huí para esconderme y me salieron pelos y colmillos y rabo y tuve que cazar para vivir, porque nadie me quería, nadie me había mirado como ella, ni me había puesto la mano en la frente, y seguro ella me daría agua y curaría mis heridas y me diría pequeño y me bañaría y me dirá cosas lindas y no me dejaría solo en las noches, me compraría cosas lindas y me compraría cosas ricas y podría llorar delante de todos y no me importaría porque usted era un Ángel que estaba ahí conmigo, pero al ver al otro que me miraba con aquella cámara y usted extendiendo hacia mí un micrófono, preguntándome que sentía, usted un Ángel tan bello, tan suave, preguntándome que había hecho para que me hicieran esto, mientras me rociaban de gasolina, mientras la veía cada vez más lejos, más alto y más difusa, ascendiendo como un Ángel, y yo con todos ellos y usted tan divina, usted que no era como ellos, usted que efectivamente era un Ángel, en el momento que me arrojaban un fósforo encendido me abandonó.

 

GERMÁN HERNÁNDEZ. (San José, Costa Rica, 1974). Es teólogo y economista. Como narrador ha publicado Variaciones para una ficción (EUNED, 2010). Conduce el taller de narrativa El taller sin nombre y mantiene el blog de crítica literaria El signo roto.

 

09 de diciembre de 2012
1974, autor invitado, Costa Rica, narrativa, San José

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