Te Prometo Anarquía

mira cómo se va incrustando la nota prohibida, el riff secreto en la mollera de los elegidos para sazonar el mundo con quimeras artísticas, con meras ilusiones, con imposibles

alejandro garcía

 

[ALEJANDRO GARCÍA]

 

EL ÚLTIMO DE LOS MALDITOS

 

—Espero no le moleste que encienda un cigarro, Arturo —dijo mientras estrujaba los bolsillos de su saco—. ¿Le puedo decir Arturo, verdad señor Ochoa?

Asentí. Me molestaba el olor a tabaco, pero no podía desafiarlo, ni siquiera por estar en mi propia casa, sabía lo que le hacían a gente como yo. Él sonreía a través de la cortina gris que escupía lentamente.

—Como sabrá, estamos buscando eliminar el trabajo de aquellos fuera de lugar, de los desobedientes, de los descarriados que buscan deshonrar el nombre de este buen país —se apretaba la corbata tan negra como su alma—, yo ya soy lo suficientemente experimentado como para percibir si me están engañando, Arturo. Espero su colaboración, de lo contrario… —tomé aliento, él se dio cuenta y soltó una risita burlona—. Bueno, ya sabe las consecuencias.

Del maletín de cuero que traía extrajo algunos archivos, libros y un cuaderno de apuntes. Eran las 8, pero parecía ser media noche por cuán oscuro estaba y ese sentido de vida suspendida en el aire.

—Sabemos el círculo que frecuentaba desde antes de que la TT tomara posesión, tenemos fotografías, testigos, testimonios y registros que lo prueban, así que no trate de negarlo —sentenció sacudiendo un fajo de papeles sobre su cabeza—. Pero no hay por qué preocuparse —los bajó—, porque desde entonces, Arturo, usted ha demostrado muy buen comportamiento, sin embargo, hemos perdido la vista de varios autores. Dígame si conoce alguno de los siguientes nombres y si sabe qué pasó con ellos.

Sacó del archivero una sola hoja tan blanca como su camisa con una perfecta impresión del escudo de la TT: una criatura mitad águila, mitad león sobre el mapa del país. Arriba, una lista de al menos 12 nombres.

—Confío en su palabra, Arturo —dijo viéndome bajo el techo que formaba su ceño fruncido mientras yo asentía—. ¿Carlos Valdemar?

—Sí, él regresó a la casa de su tía, es una anciana muy enferma. Carlos ya no trabaja, se dedica a cuidarla y a atender la tienda de la casa.

—¿En dónde? —preguntó escribiendo en una perfecta y envidiable caligrafía.

—Fuera, en Aldo si no estoy mal.

—¿Pablo Vargas?

—Pablo regresó a la facultad bajo su nombre legal, Pablo Velázquez, trabaja como cajero en Landa. Yo me quedé con todos sus manuscritos, pero se los entregué a la TT cuando vinieron hace tres meses, ellos los quemaron.

—¿Enrique Buski?

—Regresó a Polonia. Su verdadero nombre es Jahns, Jahns Buski. Vendió todas sus herramientas para costear el viaje.

—Bueno, ahora es problema de alguien más  —sonrió con la pluma en alto y el meñique estirado.

—Supongo que sí.

—¿Ignacio García?

—¿Ignacio? —pregunté buscando su mirada, pero seguía encorvado sobre sus papeles— Ignacio murió, lo ejecutaron frente a su casa después de tres advertencias, la TT tomó posesión de su casa, vendieron todo lo material y quemaron su trabajo.

—Así es —volvió a pelar la dentadura—, sólo corroborando, Arturo, sólo corroborando. ¿Continuamos?

—Sí.

—¿Joaquín Laguna?

—La última vez que lo vi fue hace más un año, iba para México, dijo que se iba para probar suerte allá, tenía algunos primos desperdigados por el país. Pero eso fue antes que la TT tomara acción. Nadie recibió ninguna carta o llamada, nunca fui tan cercano a él como con los demás.

—¿Mencionó algún nombre?

—Emmm… Alfredo o Alberto, algo así.

—¿Ninguno de los otros mencionó haber hablado con Joaquín desde que se fue? —despegó los ojos del papel.

—No, para nada. De vez en cuando hablábamos de él, pero nadie dijo nada. Como pudo haberse cambiado el nombre tanto como pudo haber muerto.

—¿Dijo que pensaba cambiarse el nombre? —me miraba con vista de predador.

—No, no; me refiero a que es tan posible que lo haya hecho como cualquier otra ocurrencia.

—¿Era impulsivo?

—No exactamente impulsivo, era meticuloso, preparó cada mínimo detalle de su viaje antes de irse. Si quería desaparecer, lo hubiera pensado meses antes. No nos hubiera dicho nada a nadie.

Escribió rítmicamente varios párrafos, incluso llegué a pensar que ahí terminaría la entrevista. Sin embargo, tomó aliento y prosiguió:

—¿Guillermo Barrios?

—Perdí contacto con él. También salió exiliado, me dijo que pensaba llegar hasta Argentina, la última vez que hablamos me llamó de un teléfono público en Costa Rica. No me dio ninguna forma de localizarlo, dijo que llamaría cuando pudiera y creyera conveniente —no apuntó nada, estudió detenidamente cada gesto que hacía, pero no reaccionó a ninguno de ellas, se quedó ahí sentado con las manos cruzadas.

Una vez terminé mi relato regresó a sus informes e hizo un solo apunte.

—Gracias por su cooperación, Arturo —dijo sonriendo, otra vez—, muchas de las preguntas que le hice eran realmente innecesarias, sabemos lo que pasó con la mayoría de sus compañeros, es más, a muchos de ellos los mantenemos bajo vigilancia. Su testimonio, Arturo, concuerda con nuestros archivos, difieren algunos detalles pero eso es comprensivo, esta entrevista fue para confirmar su lealtad.

Me sentí aliviado, sus gestos parecían sinceros, en cualquier momento se despediría y esa noche quedaría como un susto.

—Sólo faltan unas pocas preguntas más, Arturo —ya sólo quedaba la colilla del cigarrillo que extinguió en la suela de su bota—, no serán muy difíciles. Verá, son sobre usted. Espero no sea inconveniente.

—No, para nada.

—Excelente, entonces prosigamos.

—Sacó entonces un cuaderno diferente a los que había utilizado antes, uno rojo, rojo sangre, lo abrió y usó su pluma como si fuera arco de violín.

—¿A qué se dedica ahora Arturo Ochoa?

—Como puede ver, soy panadero.

—No sea insolente —pronunció apretando todos los músculos de la cara—, eso lo puedo ver claramente. Me refiero a su tiempo libre. ¿A qué se dedica? ¿En qué lo ocupa?

—Nada en específico, el negocio me absorbe, si no estoy cocinando estoy ocupado limpiando o preparando lo del día siguiente.

—¿Es pintura lo que huelo Arturo? ¿No estará…

—No, no —negué con la vista, el rostro, el cuerpo y el tono—, es una casa vieja, fue construida hace más de 60 años, era de mis abuelos, la pintura es de esa época, debía retocar pues ya se estaba descascarando. Tengo el permiso por si lo quiere ver.

—Si fuera tan amable.

—Guardaba esos papeles de importancia en una caja de seguridad en una repisa de madera que dejó mi abuela, abrí varios cajones y gavetas para despistar al agente, pero éste me apuró:

—No pienso robarle, Arturo, ¿podría apurarse por favor?

Tomé la gaveta y la llevé a la mesa. Entre fotos viejas y demás documentos saqué el documento de investigación y permiso de modificación de vivienda que incluía 4 galones de pintura para retocar las paredes remitido por la misma TT. Lo leyó de pasada, lo más seguro es que vio que estuvieran tachadas las casillas necesarias y la firma del tramitador. Todos los permisos entregados por la TT eran iguales, podrían crear un archivo digital para evitar tanto uso de papel y tinta, pero si algo le falta a esas personas es creatividad.

—¿Utilizó sus antiguos instrumentos?

—No, no, también compré nuevos con el permiso.

Asintió resignado, estaba conforme que todo estuviera en orden, pero su alma negra hubiera querido destruir algo.

—Bueno, eso sería todo, Arturo —dijo conforme, mientras empacaba sus cosas de regreso a su elegante maletín de cuero—, agradezco sobremanera su hospitalidad—, empezó a reincorporarse, yo iba detrás de él—. Aprecio el trabajo que hace por muy humilde que sea, gente como usted ayuda a mantener el imperio, tiene además una casa encantadora… —se detuvo abruptamente— Verá, mi agenda es muy ocupada, Arturo, no creo volver a verlo a menos que usted hago algo fuera de lugar y me asignen nuevamente esta área. Me encantaría conocer una casa de tercera generación como la suya, ¿no sería eso un inconveniente, verdad?

—Por muy placentera que sea su visita —fingí una sonrisa nerviosa, él la acompaño con una dominante —me temo que ya es tarde, tengo que madrugar para tener el pan listo para mis clientes.

—No tomará más de quince minutos, Arturo, se lo aseguro —y como si fuera dueño del lugar, dio la vuelta y dejó su maletín sobre la mesa donde platicamos—. Me gustaría ver su cuarto, Arturo —dijo con presencia, sin siquiera voltearme a ver.

—Eh… es un desastre, no le agradará ver semejante tiradero.

—Tonterías, Arturo. Además, cualquier hombre digno y trabajador, especialmente un panadero, tendrá poco tiempo para ordenar su cuarto —sonrió de tal manera que la carne de sus mejillas se arrugó en varios pliegues—. Me encanta la estructura de las casas del sector, son encantadoras, ¿está de acuerdo?

—Sí.

—¿Sabía usted, Arturo, que después del bachillerato estudié un par de años arquitectura?

—Es algo interesante, sin duda.

—Lo es. Es por eso que quisiera ver su habitación, Arturo —y siguió andando hacia al final del pasillo, se detuvo y preguntó—: ¿izquierda o derecha? —Señalé mi izquierda y su derecha, giró la perilla y entró con temple, pisando fuerte.

Tanteó la pared hasta encontrar el interruptor y encendió la luz, dentro estaba mi intimidad, el único lugar donde realmente podía ser yo.

—Verá, Arturo, mucho de mi trabajo se basa en rumores —dijo mientras caminaba pegado a la pared, golpeándola con sus nudillos—, es muy raro que tengamos un hecho concreto bajo el cual actuar, no obstante, hemos podido mantener a raya a los alborotadores —seguía golpeando—, eso, y el miedo, cuando en realidad debería ser conciencia y respeto… —golpeó una última vez y esta vez, la pared cubierta por un póster de un saxofonista produjo un sonido opaco, vacío; el agente paró en seco—. Respeto señor Ochoa, sólo eso le pedíamos.

Arrancó el póster de la pared con tal fuerza que hasta el clavo que lo sostenía cayó al suelo. Atrás había una pequeña puerta de madera. El agente la vio, me vio a mí y me pidió que la abriera. Callé por un par de segundos. Estaba mareado. Impaciente, desenfundó su revólver y le pegó un tiro a la chapa y la puerta se abrió lentamente.

El compartimiento reveló libretas de banco, algunas fotos familiares y un reloj de oro que me había heredado mi padre, nada ilegal. Sin embargo, la bala del arma del agente penetró la esquina inferior izquierda del fondo del cajón, revelando un segundo compartimiento. Recé para que no lo viera pero la luz de mi cuarto cayó directamente sobre el agujero. Lo retiró con el índice, cual garra de buitre.

Adentro había de todo: caballetes plegados, lienzos, brochas, pinceles, acuarelas, óleos, crayones y varias pinturas mías enrolladas; algunas de las fotografías de Enrique, el último manuscrito de Ignacio, poemas de Carlos y Pablo, y una vieja máquina de escribir.

—Respeto, señor Ochoa, respeto nada más.

Más molesto que nunca tiró todo lo que había adentro. Volaban los papeles, las pinturas se desangraban en el suelo, rompió algunas fotografías, somató la máquina de escribir y se detuvo cuando tomó uno de mis retratos, en el que había pintado al grupo entero. Habíamos salido a celebrar cuando supimos que Carlos y Pablo publicarían un poemario en conjunto en España, ellos aparecían abrazados; Enrique reía con una botella de champán empuñada y su cámara colgando desde el cuello; Ignacio y Joaquín sosteniendo el manuscrito de los poetas y yo, en el reflejo de la ventana del local, pintándolos. Tenía mi firma abajo.

El agente sacó su encendedor y lo puso al filo del cuadro, traté de detenerlo, lo hice, a cambio de una paliza. Yo era un simple artista, no podía competir físicamente con alguien como él. Me tiró al suelo para patearme las costillas.

—¿Qué no entiende señor Ochoa? —se agachó para ahorcarme— ¡El arte está totalmente prohibido, es una pérdida de tiempo, no genera ingresos al producto interno bruto del país, no genera empleo, es un gasto de material, si quiere pintar algo será un mural en los edificios del Estado, nada más!

Me soltó. Mientras yo recobraba el aliento él continuó tirando cosas al suelo.

—Fue advertido una vez, señor Ochoa, ya no toleraremos su desobediencia —sacó otra vez su pistola y me apuntó de lejos, poco a poco se fue acercando hasta pegarla a mi frente. No disparó, pero me golpeó con la culata.

—Todo iba tan bien, señor Ochoa —guardó su arma y se incorporó—. ¡De pié!  —gritó. No pude más que acatar la orden.

Tomó mi mano izquierda y dijo:

—¡Si grita, lo mató hijodeputa!

Uno, dos, tres y cuatro, de índice a meñique me fracturó los dedos en menos de 10 segundos. En mi agonía mi cuerpo se derritió, pero él logró aún tomarme la mano derecha y con la misma agilidad me dislocó el pulgar. Me dejó destrozado sobre mis obras y las de mis amigos.

 —Espero que esta vez entienda, señor Ochoa, no está permitida la creatividad y el libre pensamiento. Todo trabajo debe ser en pro del Estado para construir un mejor país. Es por eso que eliminamos cualquier músico, escritor, pintor, fotógrafo y demás, a menos que canalicen sus esfuerzos para alguna actividad institucional. De momento, no podrá pintar, eso es seguro, pero se recuperará. Una vez lo haga, recibirá visitas invasivas por seis meses para asegurarnos que no ha roto ningún acuerdo. Le llamaré una ambulancia de la TT. En unos minutos vendrán algunos agentes a llevarse todas sus obras, espero su cooperación —me escupió y se fue.

Con la poca fuerza que me quedaba tomé ese bello retrato de los “Malditos”, lo enrollé y lo escondí en un saco de harina. Un minuto después entraron los “limpiadores”. Atrás de ellos estalló un relámpago cuyo trueno quedó crujiendo durante al menos quince segundos.

 

UNA NOCHE EN 1974

 

La luna entró cojeando, desde su falda extensa echó raíz. Era una noche triste, de ésas que se escurren entre las grietas, que respiran sobre la nuca. La lluvia empezó a caer con sus gotas delgadas, visibles sólo por su muerte sobre alguna prenda. Golpeé rítmicamente la puerta, el silencio era profundo, apenas interrumpido por el siseo de la llovizna y los pies a rastras del maestro en su casa.

—No sé cuál es el punto de poner música para acompañar a la literatura —se quejó Jorge Luís una vez vio mi triste figura entrar por el umbral. Yo apenas podía sujetar el tocadiscos y los vinilos que llevaba bajo los brazos.

Leía mis textos con cierto hastío mientras yo instalaba la tornamesa. Del megáfono salía expulsado un piano melancólico y una triste voz que contaba las historias alrededor de un carro modelo 1955. Con los años aprendí que se hablaba de un Cadillac.

Jorge Luis, antipático, se rascaba la calvicie que emergía desde su cráneo. Dios le había perdonado la ceguera por una noche y claro, no la quería malgastar con mi poesía.

—No me gusta el jazz muchacho —rompió el silencio después de tres o cuatro canciones—, lleváselo a Julio, a él le encantaría escuchar esto, metería su saxofón por aquí y por allá— dijo mirando al vacío con la mirada perdida. Afuera, la tormenta arreciaba.

Hacía algunas anotaciones sobre las hojas engrapadas, suspiraba, fruncía el ceño, tomaba aliento y seguía en la lectura. Yo, desde el sillón que me cedió, estudiaba su silueta a contraluz y cómo ésta estallaba con cada relámpago que se asomaba de entre las ventanas.

La medianoche está cerca. Espero con paciencia su derrota. Espero que su ritmo cese lo suficiente, que se descuide. Que del lento cabecear se desprendan las musas que se me esconden, o al menos, cosechar de entre sus migajas.

Antes de la última campanada por fin se durmió. Lo vi con sigilo, me acerqué con cautela y tomé algunos de sus escritos que tenía cerca. En caso despierte, inventaré  algún talento irredento. Es mío, maestro, de veras, tan mío como El Aleph o Ice Cream Man. Juraré por el diablo, confiando que pierda la memoria por el rastro del sueño que lo abatió.

Inconsciente sobre su trono, Jorge Luis descuidó su cosecha. Ese triste jazz seguía cantando sobre la mesa del comedor. Aproveché para tomar un par de manuscritos más que hallé en la sala adjunta: El libro de arena y La rosa profunda; parecían los títulos más recientes y aun inéditos para el mundo. El disco estaba por terminar, la luna color uva seguía firme en su turno.

—¡Vámonos! ¡Vámonos de prisa! —ordenaba una malvada voz de buitre desde una ventana.

Con los papeles recién robados, Closing Time despidiéndose y un Borges aún dormido, salí por la puerta principal. Del otro lado una silueta fantasmal me esperaba, vestía traje sastre negro, corbata negra, una boina inclinada también negra, camisa blanca y un cigarrillo a medias delineaban aquel espectro.

—¿Qué tienes?

Le mostré lo obtenido.

—Perfecto, amigo —Tom Waits sonrió con esa maléfica mueca de gato Cheshire y guió el camino.

Adelante, iba ese cuervo vestido de hombre, balbuceando alguna canción; atrás, cual cordero lo seguía yo.

—¿Te gusta? Es nueva —sonrió y continuo:— … and these late nights it always makes me sing.

Fue lo único que capté. Dejó de llover, la noche nos abría el paso hacia sus brazos, juntos caminamos despacio hacia ella. 

 

…Y OLÍA A ÓXIDO

 

A smirking devil annoys me in beautiful English

WH Auden, First things first

 

 

Dijo que era abogado y parecía serlo, con zapatos tan brillantes que su silueta de buitre se reflejaba en ellos, un traje tan afilado como la navaja que lo rasuró esa mañana, un reloj fino de esos que veo seguido en las vitrinas pero nunca comparé —¿por qué lo haría?— y una corbata negra como lengua de demonio que se escurría entre sus costillas. Parecía un abogado, ¿por qué debía dudar de él?

—Déjeme oficial, yo me encargo —le sonrió pelándole sólo un par de colmillos, los del lado derecho. El agente inquieto retrocedió unos pasos hasta que reconoció la simpatía entre el trajeado y su chofer, Francisco, o al menos ése dijo que era su nombre.

—No puedo dejar la escena caballero, tenemos que esperar a que venga el seguro y mis superiores para que escriban el reporte —insistió el hombrecito de amarillo; se veía pequeño e impotente ante el gigante que parecía haber sido tallado en caoba fina.

—No es necesario —respondió, esta vez luciendo el teclado entero dentro de su boca—, nosotros cubriremos los gastos, Paco tiene fama de descuidado.

El agente asintió tímidamente, no parecía intimidado, más bien resignado. Supuse que incluso ellos se cansaban del tedio del papeleo, firmas y sellos.

Mientras el supuesto abogado estrujaba el hombro de Francisco, éste me sonrió con la misma mueca de hace unos segundos, seguramente la dejó extendida para no volver a utilizarla.

—Dígame, amigo, ¿cómo se llama?

—Ernesto —le respondí alternando la vista entre el hombre pingüino y el zorro callejero que tenía por chofer.

—Okay, Ernesto —relajó sus músculos faciales y continuó—, espero esté bien, ¿lo está?

Asentí en silencio.

—Verá estamos muy ocupados para lidiar con aseguradoras y todo ese papeleo, preferimos resolverlo como caballeros, ¿no es cierto? —y volteó a ver a su compañero quien sólo estiró los labios y expulsó el aliento como un disparo, disimulando una risita acallada.

—¿Qué le parecen cuatrocientos dólares? Nosotros nos ocuparemos de nuestros gastos, no se preocupe —siguió diciendo, hurgándose el interior de su saco.

—Pe… pe… pero, ¿no deberíamos esperar a la aseguradora?

—Tonterías —me calló con un murmullo fuerte como un martillo—, ¿quinientos le parece mejor? Le podría alcanzar hasta para una nueva mano de pintura —dijo y soltó una risa amarga como saxofón desafinado.

Veía sus dedos ágilmente acariciar la cresta de los ex presidentes estadounidenses hasta que llegó al filo del cuero, como encargado de tienda de mascotas tomó cinco de ellos, los extrajo con el mismo cuidado como si fuesen canarios. Se guardó la billetera y los volvió a contar. Uno, dos, tres, cuatro y cinco; quinientos dólares. Los depositó en mi mano derecha tan inerte como la mirada de su compañero, se dio la vuelta y regresó a su asiento. Francisco hizo lo mismo. Arrancaron y se fueron. Curiosamente la placa delantera no coincidía con la trasera, no por los números, no soy lo suficientemente observador para haberlos comparado. Diferían por países, adelante sonreía amablemente una placa nacional, atrás guiñaba pícara una mexicana.  

Me dejó mudo como una guitarra sin cuerdas, con suficiente música dentro pero con la garganta seca y sin dientes como para pronunciar nota alguna. Dijo que era abogado y parecía serlo. Le hacía falta un archivero para completar la imagen que tenía de un hombre de Derecho, eso y alguna loción fina pues olía a óxido.

28 de noviembre de 2012
1989, Guatemala Ciudad, narrativa

una intervención en “mira cómo se va incrustando la nota prohibida, el riff secreto en la mollera de los elegidos para sazonar el mundo con quimeras artísticas, con meras ilusiones, con imposibles”

  1. edgar gonzález dice:

    Felicitaciones, si así escribes siendo tan joven, algo grande está por venir. Más vida y experiencia, muchas más lecturas y los ojos del alma bien abiertos, acompañado todo de mucha práctica van a llevarte lejos si no te detienes. Hay que seguir…

¿algo qué decir?