Te Prometo Anarquía

desprende cálidos visillos el entramado de esa realidad que a veces es un brebaje difícil de tragar, difícil de consumir con el ansia desbocada, el pan de cada día

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[LEONEL GONZÁLEZ DE LEÓN]

 

EL DURKI

                               

La mañana que decidí acabar con este asunto era muy lluviosa. Las gotas caían enormes, impidiéndome ver el camino;  parecía que la corriente tumbaría la moto. Sentía el agua helada filtrarse debajo del abrigo, resbalándome por la espalda hasta meterse en mi calzoncillo. Pero debía continuar.

Desde que él llegó a casa todo se complicó. No hubo más vida de pareja. Si no era día de baño, era de ir al peluquero o a vacunarlo. Cualquier estupidez era pretexto para salir en trío. Usurpaba mi espacio en la cama, se comía mis pantuflas y orinaba mis periódicos. Pero lo que nunca pude perdonar fue lo del aeropuerto.

Volvía al país tras el peor viaje de mi vida. Llegué desvelado, de goma y sin dinero. Lo único que deseaba era ver a mi mujer, ir directo a casa y hacerle el amor con las ganas acumuladas durante el tiempo en el extranjero. Y en vez de eso, lo único que encontré fue un cartel con mi nombre. Desconfiado, le pregunté qué pasaba al gordo que lo cargaba, y me dijo:

—Su mujer me contrató para venir a buscarlo.

—¿Y por qué?

—No sé. Si quiere llámela —respondió dándome su celular, y fue lo que hice.

—Hola, ya estoy acá. ¿Por qué no viniste a buscarme como habíamos quedado?

—¡Ay Dios! —gimió—. No puedo explicarte por teléfono. ¡Es tan triste!

—Pero, ¿estás bien? ¿Algún enfermo en la familia? ¿Se murió tu mamá?

—No, no, todos estamos bien. Bueno, casi todos. Mejor apurate y acá te explico.

Intrigado, le dije al gordo que me llevara rápido a la casa para descubrir qué estaba pasando. Entré y la vi tirada en la cama, sin maquillaje y en medio de un desorden tremendo.

—Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué tanto drama?

—Es el Durki. Hace dos días que no viene a casa.

Era lo único que me faltaba. La ausencia del maldito Pastor Alemán hizo que mi mujer cayera en depresión, cuando no le importó que yo estuviera meses fuera para irse de compras cada jueves, al mar cada quincena, y salir de fiesta tres o cuatro veces por semana.

—Tienes que encontrarlo. ¡Por favor!

—Sí, cómo no. ¿Crees que voy a buscarlo? ¡Mejor si no regresa!

Sin embargo, la vida sin él era demasiado bella para ser realidad. Al parecer sólo quería joder mi bienvenida, porque al día siguiente regresó y todo volvió a ser felicidad. Entonces sí: qué alegre que yo hubiera vuelto, que cómo me había ido, quiero ver tus fotos, qué me trajiste; hasta las ganas de coger recuperó. No podía soportarlo: era él o yo. Esa misma semana eché a andar mi plan.

Ese jueves pedí permiso para no ir a trabajar. Me puse una chumpa impermeable, llené el tanque de la moto y salí a comprar una libra de carne, de la más cara. Al volver a casa, puse el paquete dentro de un costal. Al momento sintió el olor y vino corriendo con la lengua de fuera, buscando la comida. Se lanzó de boca, queriendo hartarse todo de un golpe. Ahí aproveché para anudar el costal con el lazo más fuerte que encontré.

No hizo bulla; parecía deleitarse.

La lluvia arreciaba, pero si esperaba a que escampara, ella volvería del trabajo y yo ya no podría salir. Entonces agarré el costal, lo amarré a la parrilla de la moto y salí a toda velocidad. Eran las 11:30 y no había mucho tráfico, pero la tempestad me impedía ir más rápido. El cabrón se retorcía, haciendo que la moto se tambaleara hasta casi caernos. Recorrí todo el Periférico hasta llegar al puente El Incienso, esquivando charcos y pozas de agua negra. Allí, mojado hasta los huevos, me detuve. Bajé de la moto y me paré al borde del barranco con el animal a mis pies. Algún chofer debió pensar: Otro bruto que viene a lanzarse. Al menos un chucho debería conseguirse para calmar las penas.   

Tuve que sujetarlo con fuerza porque en su furia casi rompía el costal. Pero me inspiré para el momento. Reuní fuerzas, lo levanté sobre mis brazos y ¡juas!

Sentí paz al verlo caer, pero también compasión por los suicidas de la ciudad.  ¿No dicen que el perro es el mejor amigo del hombre? Qué mejor compañía para los que yacen en el fondo del barranco.
 

 

BOCANADA                                  

                                   

Al llegar a la bodega de alimentos confirmó su temor: estaba cerrada. Lo había sospechado desde dos cuadras antes, pero sus ojos, incapaces de ver de lejos no lograron divisarlo. Hacía ya dos años que requería cambio de anteojos, pero siempre fallaba algo: si no eran los cortes eléctricos, era algún repuesto de la máquina optométrica, o su jefe no le autorizaba a ir por una reunión importante del Partido.  

Un cartón clavado en la puerta tenía la noticia manuscrita:

 

HAY PICADILLO DE SOYA

POLLO HASTA NUEVO AVISO

 

Después de leerlo, dio la vuelta y comenzó a caminar de regreso.

Debía apurarse para no perder el turno que dejó marcado en la fila del pan pues éste podía acabarse. Entonces tendría que esperar dos horas hasta que el horno calentara de nuevo. Sin embargo, ir de prisa era difícil; la suela de sus chancletas, delgada como un papel, le hacía sentir que iba descalza, multiplicando su dolor, mezcla de artritis y problemas circulatorios.   

Avanzó casi corriendo, pero llegó a tiempo. Con la respiración aún agitada, entregó la tarjeta y tras recibirla ya firmada tomó su ración. No tenía una bolsa plástica dónde poner los bollos, por lo que debió hacer malabarismos para llevarlos sin que cayeran al suelo.

Las calles antañonas del barrio eran, como cada tarde, lugar de encuentro de varias generaciones. Los niños descalzos jugaban béisbol con una pelota de trapo y los viejos se reunían alrededor de una mesa para jugar dominó, o tal vez añorar las épocas cuando todo iba mejor.  

Se desvió un par de calles para averiguar si al fin había llegado el colirio recetado por el médico, pues al usarlo sentía refrescarse la vista y podía ver tranquila la novela de las nueve. Sin embargo, la farmacia también estaba cerrada. Fue entonces cuando recordó, según chismes de la vecina, que la farmacéutica del barrio había sido propuesta por el comité municipal para coordinar la jornada mensual de trabajo voluntario, y no se sabía cuándo volvería a despachar medicamentos.

Eran las seis de la tarde. La luz del sol se agotaba, al igual que sus ganas de seguir adelante. Quería volver rápido a casa, pero sus piernas no la ayudaban. Pensó en tomar un bicitaxi para hacerlo más de prisa. Impensable. El dinero en su bolsillo era el único que le quedaba, y debía alcanzar para su comida, la del marido y de su hijo por el resto del mes. Arrastrando los pies, llegó hasta llegar su edificio con la mirada fija en el suelo.

Subió las escaleras y, tirando de la cuerda que abría la puerta, entró a su casa y dejó el pan húmedo de sudor sobre la mesa. Le contó a su marido que no había resuelto ninguno de los asuntos que la motivaron a salir, pero él no la escuchó. Estaba concentrado ante el televisor. Curiosa, se acercó a ver de qué se trataba. Pero a medio camino se detuvo y no quiso acercarse más. Era la voz de siempre que decía:

—…porque esta Revolución necesita fidelidad para lograr sus objetivos…

Desvió la mirada, cruzándose con el maletín de su marido. Se acercó y sacó un cigarro del paquete que estaba en el bolsillo principal. Hacía veinte años que no fumaba, pero sintió un impulso, una necesidad de llenarse de algo, cualquier cosa. Lo tomó entre sus dedos y luego lo puso en sus labios, encendiéndolo con el primer fosforazo. Acto seguido, salió al balcón para no saturar el ambiente de la sala.

—…sólo así lograremos la sociedad más justa del mundo…

Después de escuchar el discurso, vació sus pulmones con un largo suspiro que la dejó rodeada de una nube grisácea. De sus ojos brotaron un par de lágrimas sin motivo aparente. Ella sabía por qué lloraba. Inspiró de nuevo, más profundo que la primera vez, y sin soltar el aliento limpió sus ojos con el cuello de la blusa. Luego lo soltó. Detrás de la bocanada se veía La Habana en medio de la penumbra.
 

RÍO DULCE                      

 

Son las dos de la tarde. Sentado frente a mi escritorio, un rumor llena el espacio alrededor; es un murmullo sosegado que me empuja lentamente hacia la siesta. No conozco a nadie capaz de negarse al impulso que a esa hora nos domina; es algo natural.

Justo antes de perderme entre los sueños, mi reposo se interrumpe cuando se escurre por mi nariz, colándose hasta el cerebro, un tufo ácido y penetrante. Abro los ojos reubicándome en mi sitio de trabajo. Me levanto de la silla y voy al lavamanos para refrescar mi cara y romper de una vez el manto de pereza que me envuelve. Sin embargo, no logro mojar mis manos; en cambio, la llave escupe un silbido seco.

Con la boca pegajosa, me volteo y avanzo hacia la ventana, para ver al que arrulla mi siesta. Se trata del abandonado, y a veces malcrecido, río Guacalate. Su brisa llega hasta mi rostro y lo refresca al mismo tiempo que acentúa la hediondez de las espumosas aguas color cacao. Contrariado, no entiendo cómo su clima y su tonada dulce coexisten con su aspecto asqueroso.

Botellas vacías, bolsas de nylon, frascos, bombillas y pañales desfilan arrastrados por la corriente entre palos, piedras y otros bultos mayores. El escenario es coronado con varios zopilotes que curvean en el aire, atentos para no pasar por alto algún posible tesoro. Uno de ellos rompe el grupo y planea hacia la orilla del río, deteniéndose sobre una roca que recién fue impactada por un costal de gran tamaño. Éste parece estar lleno, por su aspecto macizo. El pajarraco lo contempla calculador. De pronto alza la cabeza y, sin despegar las garras de la superficie, abre sus alas y las agita lentamente, de un modo macabro. Sus compañeros detectan la señal y van directo hacia el costal, rodeándolo a cierta distancia. Ninguno se acerca, excepto el que llega de último, que desciende en picada y, tras un aterrizaje violento, clava un picotazo firme en el bulto, buscando perforarlo y averiguar de una vez lo que hay dentro.

La bandada rompe el misticismo y la estrategia. Todos se alejan sorprendidos cuando el bulto se mueve. Reinstalados en otras rocas más lejanas, cruzan miradas intercambiando criterios sobre el plan a seguir. Tras varios contactos visuales, el más grande parece decidido. Se lanza sin temor, aguzando el pico en dirección a la presa y lo ensarta de golpe. La reacción es peor que la anterior. Ahora el costal no deja de menearse y produce terror en los bandidos. Además de moverse, aúlla. Aúlla sin parar, como un crío muerto de hambre. Los carroñeros huyen sin mirar atrás. No desean más sorpresas.   

El movimiento hace que el paquete vuelva a la corriente. Lucha por salir, pero no lo logra. Un lazo bien anudado en la boca del saco lo impide. Avanza hasta una quebrada y lo pierdo de vista, pero permanece en mi mente. Me cuesta imaginar quién va en esas condiciones, a un viaje sin retorno.
 

MEDIANOCHE

 

Envuelta en sábanas sucias, la niña tenía miedo.

—Abre las piernas —dijo una voz masculina—. Sólo será un momento.  

Era una noche muy fría. Sin embargo, el sudor nacía de su frente, bajaba por las mejillas hacia el cuello y le resbalaba entre los pechos desnudos.

—¿Vas a colaborar? —nuevamente la voz—. ¿O prefieres del modo difícil?

Quiso levantarse y salir corriendo, pero era imposible. Respiró profundo, cerró los ojos y de repente todo pareció explotar dentro de ella, al sentirlo deslizarse entre sus piernas.

Un niño había nacido.

08 de noviembre de 2012
1982, Antigua Guatemala, narrativa, Sacatepéquez

2 intervenciones en “desprende cálidos visillos el entramado de esa realidad que a veces es un brebaje difícil de tragar, difícil de consumir con el ansia desbocada, el pan de cada día”

  1. Eynard dice:

    Buenísimos ¡!

  2. Charly dice:

    Saludos amigos que bueno leer un poco del Doctor!!! ta bien Leonel.

¿algo qué decir?