Te Prometo Anarquía

porque la vida concentra y prolonga momentos a su antojo, porque al final todo sucede sin elección y a uno lo eligen los propios sucesos

silvia titus

 

[SILVIA TITUS]

 

EL SACRIFICIO DE MILENA

Ella se mecía al ritmo de la marea de aguas cristalinas que tenía a la vista. Sus pies mojados jugaban distraídos. El olor a mar vivo se impregnaba en el ambiente. Al horizonte se veía al sol escondiéndose sigiloso. Miles de gaviotas chillaban y bailaban al compás de las olas. A pesar de que todo el paisaje compartía calma y serenidad el corazón de Milena estaba en desasosiego.

Hacía muchos años que había cruzado en avión este mismo mar en busca de un futuro mejor. Guatemala la cobijó y le vio crecer pero nunca pudo darle una estabilidad financiera ni laboral. Los padres de Milena hicieron lo que pudieron por sacarla adelante.  Se enamoró muy joven de un hombre casado que le prometió el cielo y la tierra y lo único que atinó fue engendrarle un hijo. Así que con veinte años ella se encontraba sola y con un niño al que criar. Al momento de que la criatura nació, ella se llenó de ese amor incondicional que trae el lazo natural de una madre con su hijo. Ella quería lo mejor para él y no sabía cómo proporcionárselo. Carecía de dinero, trabajo y apoyo de una mano derecha que la cuidara a ella y al bebé. Así que en un momento de desesperación decidió emigrar hacia el Norte soñando con un futuro mejor. 

Tuvo suerte y consiguió la visa americana en un abrir y cerrar de ojos. Prestó dinero acá y allá y decidió partir dejando lo que más quería en manos de sus padres.  Cuando se despidió, abrazó a su hijo de tal manera que parecía que nunca lo iba a volver a ver. Su mayor anhelo era trabajar duro y al cabo de un par de años lograr llevárselo a él también. 

Desde la ventana del avión divisó el mismo mar de ahora. Al percatarse de su inmensidad le pidió un único deseo: reencontrarse con su hijo lo más pronto posible.

Encontró trabajo rápido y envió el dinero prometido de manera puntual a sus padres. Llamaba por teléfono cada vez que podía y escuchaba cómo su hijo crecía en conocimiento y aptitudes. Escribió mil cartas y envió muchísimos regalos. Trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer seis días a la semana sin cansancio. Con todo el esfuerzo, no logró cambiar su estatus ilegal en ese país. Por lo mismo no podía traer a su hijo consigo. Y, mientras tanto, ya había pasado una década desde la última vez que había visto a su hijo.

Incansable le reclamaba al mar. Cada vez que podía se acercaba a él para reprocharle el no poder tener a su hijo con ella. Quería nadar hacía el infinito para estar con su hijo. Tenía la incertidumbre de cómo seguir su vida. Si se quedaba podía seguir pagando para la educación y comodidades de su hijo. Si se iba de regreso lo tenía a él pero no podía brindarle lo que a él le hacía falta. Y así pasaba los días suspirando en agonía sin saber qué hacer.

Sufría de ataques de ansiedad y pánico. Tenía insomnio y lloraba sin parar. No se consolaba en vivir sin él. Se mortificaba pensando en todos los años que perdía abrigando esperanzas y cuántos más tenía que seguir así. Había intentado por todos los medios traerlo consigo pero no lo había logrado. La disyuntiva de tener que vivir sin él para proveerle una mejor vida o estar con él y vivir pobre era la que la hacia perder la cabeza y pensar en cosas inimaginables. Así que para recobrar la cordura recorría al mar y le culpaba de todas sus desdichas. 

Ese día en particular había llamado a su hijo. Lo notó tan indiferente y distante que le entró un gran temor: de que él se estaba olvidando de quién en realidad era su madre. Al terminar la conversación lo había escuchado llamar a su abuela mamá y eso le hizo un nudo en la garganta. El corazón de Milena se había contraído y se hallaba dañado. Se daba cuenta de que el tiempo no perdonaba y había logrado hacer que su hijo se empezara a olvidar de ella. Ese día no tenía reclamos al mar. Ese día se daba cuenta que el sacrificio de darle lo mejor a su hijo tenía precio. Ella sabía que madre es quien cría y no quien engendra. Así que con el pecho compungido y entre lágrimas y lamentos tomó la decisión más difícil de su vida que compartió con su viejo amigo el mar: seguir proveyendo y aceptar la distancia entre ella y su hijo. En alguna otra vida su esfuerzo se compensaría.

BAJO LA LLUVIA DE PARIS

Había encontrado el café ideal en Paris. Era un café de esquina que tenía unas seis mesas en una terraza adornada con flores, a pesar de estar ubicada en una calle peatonal.  Desde mi mesa se miraba solo un costado de la Torre Eiffel pero siempre imponente y orgullosa. En el fondo se escuchaba la melancólica canción La vie en rose, de Edith Piaf.

Me senté, pedí un café y un bocadillo, y empecé a escribir las postales atrasadas.

Había una brisa misteriosa esa mañana que despejaba mi rostro de cabellos rebeldes. En ese momento recordé que me había despertado con un sobresalto. Tenía un presentimiento de que algo iba a suceder pero no sabía qué era.

Dije merci, distraída, mientras recibía el café y los bocadillos, porque seguía concentrada escribiendo las postales. Entonces fue cuando escuché que alguien decía mi nombre: “¿Mónica?”

Al ver hacia la dirección de donde venía la voz me estremecí al verlo. Era él. Con su misma sonrisa, su nariz respingada, sus ojos seductores, su andar pausado, sus labios sensuales y delgados. Era como si el tiempo se hubiera detenido en él. Se miraba igual que hacia 15 años.

Mis ojos no podían creer lo que veían. Parecía una ilusión. ¿Cuántas veces no había soñado un rencuentro con él? ¿Pero en Paris? Jamás. Se sentó enfrente mío mientras mis labios secos y enmudecidos se remojaban con saliva para poder recobrar el aliento. Él también parecía sorprendido. Nos vimos a los ojos reconociéndonos y me tomó de la mano.

Mi mano temblorosa sintió la suya y los recuerdos empezaron a fluir en mi memoria: la primera vez que lo vi y me enamoré de él al tropezar en las escaleras y casi caerle encima, su risa entre tímida y sensual; cuando mi mano rozó la suya por primera vez y sentí aquellas cargas eléctricas recorrer todo mi cuerpo; nuestro atardecer bajo la lluvia jugando entre los charcos, mi carro descompuesto a media noche y nosotros riéndonos sin saber que hacer; sabernos en la misma casa pero no en el mismo cuarto y las ganas de encontrarnos a escondidas; las huidas a la Antigua Guatemala para amarnos por toda una noche. Pero sobre todo recordaba sus besos. Esa manera de besarnos que parecía como si los hubiéramos robado al Universo y temiéramos que el tiempo se nos acabara antes de terminárnoslos.

Después de un par de minutos que parecieron eternos lo llamé por su nombre: “¿Claude?” Él asintió con la cabeza. Ahí caí en cuenta que era lógico que estuviera en Paris. Por su ascendencia francesa era posible que estuviera visitando a algún familiar.

Mientras su mano todavía acariciaba la mía, nos preguntamos qué hacíamos precisamente en esa esquina de una calle parisina. Me contó que vivía en Paris desde hacia 8 atrás. Yo le conté que sólo estaba de visita pero que vivía a 4 horas de Paris, en Ámsterdam.

Las casualidades de la vida nos trajeron a los dos a este lado del continente habiéndonos conocido, amado y dejado a 10,000 kilómetros de distancia.

Él y yo habíamos tenido una relación intensa pero a la vez tormentosa. Había sido intensa por lo que vivimos, porque nos amamos con locura, nuestros besos y caricias eran infinitos, charlábamos de planes futuros y reíamos.  Sobre todo reíamos mucho.  Éramos felices en los pocos momentos que logramos estar juntos. Fue tormentosa porque para amarnos tuvimos que dejar las relaciones que teníamos en ese momento y las personas afectadas se pusieron de acuerdo para destruir lo que estábamos construyendo. Nos acosaron, nos atacaron, pero sobre todo, lograron su objetivo y nos separaron.

Me contó que era casado y que tenía dos hermosos niños. Se había casado con la misma chica que nos hizo separarnos.

Al contarme esto sentí una punzada en el corazón. Como hubiera querido que el destino hubiera sido otro y que por casualidad hubiéramos sido nosotros los que termináramos casándonos.

Me dio alegría saber que todavía estaban juntos. A lo mejor yo había sido una piedra en el camino para su felicidad aun sabiendo que lo que tuvimos fue verdadero y apasionado. ¡Cuánto abracé su recuerdo en mis noches solitarias y frías! Despertaba de mis pesadillas mencionando su nombre y llorando porque ya no estaba conmigo.

Pero había algo en su mirada que me decía que no era feliz. A pesar de que habían pasado tantos años, lo conocía tan bien como para saber que me estaba mintiendo. Tenía una tristeza incrustada en el alma que se reflejaba en sus ojos claros aunque sus gestos querían decir lo contrario.

Dejándome llevar por mis impulsos, le interrumpí y le dije: “¡Para por favor! Sé que me estás mintiendo”, pero me arrepentí de inmediato. Me vio desconsolado y se puso de pie. Me dijo que se tenía que ir, me dio la espalda y se fue. Quería seguirlo, alcanzarlo y besarlo como antes pero me sentí tan perpleja con su reacción que me quedé clavada en la silla.

Al hablar con él no me había dado cuenta de que el cielo se había cargado de nubes grises y que la brisa había sido sustituida por un viento frío. Cuando pedí la cuenta, empezó a llover. Me quedé sentada en la mesa hasta terminar de pagar. No me importaba mojarme. Necesitaba la lluvia para salir de mi estupor por lo que acababa de pasar. La tinta en las postales que acababa de escribir empezó a hacer caminos serpentinos hacia el mantel blanco.

Al levantarme para irme la lluvia ya había acrecentado. Caminé hacia la Torre Eiffel, en dirección contraria a la que Claude se había ido. Había dado diez pasos cuando de repente sentí un jalón en el brazo que me hizo voltear para encontrarme con Claude a escasos centímetros de mí. Estábamos tan cerca que podía sentir su aliento mezclándose con el mío. Me veía a los ojos con una desesperación tal que sentía que me veía a mi misma en un espejo. Nuestros labios se encontraron de nuevo con la misma pasión de antaño. Le estábamos robando un beso más al universo. Después de algunos minutos se separó y me acarició el rostro con ambas manos. Me sonrió mientras nuestras lágrimas se confundían con la lluvia. Nos abrazamos tan fuerte que parecía que nuestros cuerpos se habían pegado para siempre. Luego se marchó por donde había venido. Yo me quedé ahí, viendo cómo su silueta desaparecía por completo entre la gente.

Nunca más lo volví a ver. 

JUAN

En los primeros días del año 1993 aparecieron en la esquina de la 2da Avenida y 12 Calle de la Zona 10 de la ciudad de Guatemala, dos niños de la calle, uno de 5 y otro de 9 años. Pedían limosna a partir de las 8 de la noche y se quedaban toda la noche caminando esas dos calles buscando algunos centavos de las personas que iban a las discotecas de moda o restaurantes de lujo en carros último modelo y con ropitas de marca.

Algunos de los transeúntes los ignoraban por completo. Otros decían: “Niños sucios, ¡qué asco!” mientras evitaban de cualquier manera acercarse a ellos como si tuvieran lepra. Otros, con desdén y orgullo, buscaban rápidamente las monedas más pequeñas que tuvieran y se las tiraban con desprecio. Algunas monedas rodaban por el suelo y ellos salían corriendo detrás de ellas como si fuese un juego. Algunos otros, un poco más amables, les pedían que cuidaran sus carros BMW o Mercedes del año y eran un poco más generosos al momento de darles dinero: cinco quetzales o a veces hasta diez.

Yo también los vi y recuerdo bien sus rostros sucios y moquientos. Parecía que no se habían bañado desde que nacieron. Andaban con ropas harapientas a las que se les caían pedazos de tela sucia a cada rato. Andaban descalzos y con los pies tan sucios como sus rostros. El niño de 5 años casi siempre iba de la mano de su hermano mayor y se chupaba el dedo constantemente. El mayor, muy vivaracho, rogaba de una manera triste y dulce las monedas y, si uno se dejaba, entablaba una buena conversación que, con gracia y perspicacia, lo entretenía a uno.

Cada jueves, viernes y sábado mi mejor amiga, Claudia, y yo, íbamos a las discotecas de lugar a bailar y a divertirnos. Teníamos apenas diecinueve años y creíamos que conquistábamos el mundo. Cada día con diferentes ropas y zapatos procurando lucir cada vez mejor. Los guardias de seguridad de las discotecas ya nos conocían, teníamos nuestros camareros predilectos y nos topábamos con hombres guapos que nos saludaban y nos guiñaban el ojo. 

Un día de tantas salidas, vimos a estos dos niños pedir limosna en la calle y nos acercamos a darles unas monedas. Les preguntamos por qué estaban pidiendo limosna tan tarde, por qué no se iban a su casa. El niño mayor, que se presentó como Juan, nos contó que sus padres los mandaban a esas horas a conseguir dinero porque era cuando más dinero se lograba. Tenían que conseguir una cuota mínima de 50 quetzales porque si no, sus padres les pegaban. Le preguntamos a Juan que dónde se encontraban sus papás en ese momento y ellos dijeron que en su casa, durmiendo. Los padres pedían limosna de día y mandaban a Juan y a Pedro, su hermanito, a trabajar de noche. Pero Juan muy orgulloso nos decía que a él no le importaba trabajar de noche porque eso le daba la oportunidad de estudiar por las mañanas. 

Cada vez que los veíamos, Claudia y yo, procurábamos darles cinco o diez quetzales para que llegaran a su cuota rápidamente y se pudieran ir a casa. A veces cuando salíamos de la discoteca, todavía los veíamos buscando dinero y completábamos la cuota para que se fueran de una vez.

Recuerdo que Juan nos contaba que quería ser doctor, que por eso estudiaba mucho para salir adelante. Claudia y yo siempre le remarcábamos que estudiar era lo principal para salir de pobre y que no dejara de hacerlo no importaba lo que sucediera en su vida.

Un día que fui sin Claudia a la discoteca me di cuenta que Pedro estaba sentado durmiendo y no estaba pidiendo dinero como de costumbre. Cuando Juan me saludó, le pregunté por Pedro y me dijo que estaba enfermo. Me dio tanta tristeza que les di los cincuenta quetzales de la cuota para que se fueran temprano a casa.  Casi sin dinero entré a la discoteca y me junté con algunos amigos. Bailé toda la noche pensando que Juan y Pedro se habían ido ya a casa. Cuando salí de la discoteca, vi a Juan todavía pidiendo limosna. Le pregunté que hacía ahí y dónde se encontraba Pedro. Me dijo que se habían ido a casa, como yo les dije, pero cuando llegaron su papá los regañó por haber terminado tan temprano. Su papá dejó que Pedro se quedara con la condición de que Juan tenía que conseguir otros cincuenta quetzales para esa noche. Me dio mucha rabia y les conté a mis amigos que prontamente se prestaron a juntar el dinero que le hacia falta a Juan para irse a su casa.

Al cabo de un tiempo, Claudia y yo dejamos de ir a esos lugares y no supimos más de Juan y Pedro. Cada vez que podía pasaba por esa esquina a ver si los veía pero ya no los vi más.  

Pasaron diez años y yo estaba en un restaurante con una amiga mía. Ordenamos la comida mientras hablábamos de todo un poco. Cuando el camarero llevó las bebidas, se tropezó con algo y me salpicó con la Coca-Cola que mi amiga había pedido. Ella empezó a reclamarle que era un torpe, que cómo se atrevía a tirarme la bebida encima mientras él, apenado, me decía que lo sentía y me pasaba una servilleta. Cuando le vi los ojos me quedé pasmada. Lo reconocí instantáneamente. Le pregunté: “¿Te llamas Juan?” y a él se le esbozó una sonrisa de reconocimiento. Sí, era Juan. 

Sus padres habían quitado de esa esquina a Juan y a Pedro cuando las discotecas comenzaron a decaer en popularidad. Se habían movido a otras esquinas, de día o de noche, siempre pidiendo limosna. Juan siguió estudiando hasta que se graduó de bachiller y por eso había logrado conseguir el trabajo de camarero. Pedro no había seguido estudiando y se había metido a una mara. Con la misma chispa de siempre, Juan me contó que trabajaba de camarero y al mismo tiempo estudiaba  para doctor. Se le veía emocionado.

Después de ese encuentro fortuito, iba a comer cuando podía a ese restaurante y hablaba un poco con Juan. Me gustaba hablar con él y que me contara con entusiasmo lo que había aprendido en la Universidad. Un día que llegué al restaurante, ya no lo vi. Cuando pregunté por él me dijeron que había renunciado. Me entristecí porque no sabía cómo localizarlo.

Diez años después, mi abuela se enfermó de gravedad y la llevamos al Hospital Herrera Llerandi, uno de los mejores hospitales de la ciudad. Tenía un problema en el corazón y había que operarla de emergencia. El cirujano jefe había sido llamado a proceder con una operación delicada en el estado de Oregon, Estados Unidos. Le pedimos al hospital que nos enviara el mejor cirujano suplente que tuvieran. Cuando se presentó, era tan jovencito que mi padre me dijo que ni de loco ponía en manos de ese mocoso la vida de su madre. Yo sonreí y le dije a mi padre: “Papá, yo conozco al cirujano en persona, sé que es bueno en su trabajo, déjalo que opere a la abuela”.

Y así fue como Juan le salvó la vida a mi abuela en esa ocasión. Nos juntamos de vez en cuando a tomar café. Nuestra amistad se ha hecho cada vez más estrecha y no sé que sería de mi vida sin él.

06 de octubre de 2012
1974, Ámsterdam, Guatemala Ciudad, Holanda, narrativa

una intervención en “porque la vida concentra y prolonga momentos a su antojo, porque al final todo sucede sin elección y a uno lo eligen los propios sucesos”

  1. Sergio García dice:

    Excelentes narrativas, los 3 llamaron poderosamente mi atención, en el último no pude evitar derramar algunas lagrimas, no se si porque sea fragil jaja.. un gusto disfrutar tus letras… saludos.

¿algo qué decir?