Te Prometo Anarquía

la realidad procede de un espacio intermedio y se expande por múltiples senderos. allá, el atalaya cierra los ojos y observa

gustavo abril

[GUSTAVO ABRIL]

 

 

REMORDIMIENTO 

Enredados en las sombras de la noche, viajaban conmigo dos extraños… Eran como un fuerte torbellino sacudiendo mis entrañas y como una torrentada que arrasaba con mi paz. Por fuera, mi rostro impávido, pétreo… muerto; por dentro, mi alma desgarrándose, tirada en direcciones opuestas por dos colosos al mismo tiempo. Eras tú, con mis manos, tratando de salvarme, haciéndome tocar el cielo. Era yo, con tu cuerpo, tratando de vengarme, ganándome a pedazos el infierno.

 

EL UMBRAL

Garrido despertó justo cuando el reloj de la sala daba la hora con seis largas y desafinadas campanadas. Los rayos del sol entraban casi perpendicularmente por la ventana y traspasaban sus párpados, aun entreabiertos, hiriendo sus pupilas dilatadas y oscuras. Una sensación de bienestar lo acariciaba, quizá porque el insomnio recurrente pocas veces lo dejaba dormir tantas horas como las que había dormido esa noche. La oscuridad se había esfumado por las rendijas de la puerta que siempre dejaba atrancada, por si a su padre se le ocurría cumplir la amenaza de entrar cualquier noche, cuando él estuviera dormido, y tusarle a tijeretazos esa melena negra que desafiaba su autoridad paterna y quebrantaba la sarta de reglas que debía obedecer si pretendía seguir viviendo bajo ese techo. No era necesario abrir la puerta para que los aromas del café recién hecho, de huevos con tomate y cebolla, y de frijoles colados, que su madre había dejado preparados antes de irse al trabajo, inundaran la alcoba haciéndole más difícil mantener el estupor del semi-sueño con el que, con una estampida hormonal mañanera, abrazaba la almohada confundiéndola con la mujer que tanto amaba.

La ducha dio final cuenta de los rezagos de su modorra, y con latigazos fríos escurrió en la coladera, junto a pompas de champú y espuma, esos ímpetus suyos, casi incontrolables, cuya abundancia quizá algún día hubiera echado de menos si las cosas hubieran sido de otro modo. Al salir del baño, Garrido, se vistió con el uniforme: pantalón y camisa caqui, zapatos negros, herrados en los tacones —para que al caminar sonaran a trote de potro—, y un cinturón militar con hebilla dorada —que pulía con Sidol, para que siempre brillara—. En un bolsillo de su chaquetón verde olivo, colocó una cajetilla casi agotada de Marlboro y un encendedor Zippo antiguo —que para él era un verdadero tesoro—. Luego, sin prestar mucha atención a lo que hacía, apiló un par de libros de texto, media docena de cuadernos y unos papeles ajados donde llevaba la tarea —todavía a medio hacer—, y los metió en su desparramada mochila. Echó un vistazo al reloj, y sin disponer de más tiempo para tomar otro alimento, dio un grueso trago de café y salió sin que quedara nadie en casa para despedirlo. Cruzó el jardín, saltó la verja que daba a la calle, encendió un cigarrillo y, como todos los días, inició la caminata hacia el Colegio Mixto José Lorenzo de Romaña, donde estudiaba el tercer año de secundaria. Al llegar a su destino saludó de manos a un par de compañeros, y antes de entrar por el portón del viejo centro de estudios, dio un largo chupón a su último cigarrillo, exhaló el humo con laxitud y lanzó la colilla a un charco con un disparo de sus dedos.

Las clases —como sucedía desde hacía tiempo— transcurrieron inocuas e intrascendentes: las ecuaciones de tercer grado no tenían suficientes incógnitas como para despertarle el interés, y la trágica muerte de la tísica “María”, de Isaacs, no bastaba para sacarlo de la abstracción en que se hundía cuando miraba por el amplio ventanal del aula. Sin importar cuántos alumnos caminaran por los corredores, o cuántos de ellos estuvieran sentados en el salón de clase, desde que Andrea no estaba allí, todo le parecía fantasmal y vacío.

Se había cansado de verla en espejismos traslúcidos como el humo de sus cigarrillos, y de oír sus palabras y sus risas, vacías de sonidos y alegrías. Garrido vagaba abandonado en una interminable senda hecha de melancolía; se encontraba abatido por un recuerdo que la contundencia del presente no lograba desplazar… Todo su mundo carecía de sentido, y poco a poco, irremediablemente, la vida se le iba convirtiendo en muerte.

La campana tañó tres veces, llamando a formar filas. Garrido, con aparente indiferencia, escuchó el rezo que se acostumbraba a la hora de salida, pero no repitió las palabras de una letanía que le quemaba por dentro: su rabia no era contra la religión que lo excluía del Reino de Dios a causa de sus vicios y su estrafalario aspecto, ni contra los predicadores que, ofreciendo redención, cargaban de cadenas a la gente, sino contra el mismo Dios, quien, con un porrazo del destino, lo había condenado a una vida de soledad y tristeza.

Después de aperarse con cerveza, cigarros y algunas chucherías —como era usual en los días viernes—, él y algunos de sus compañeros se dirigieron al lugar donde se reunían para pasar momentos generalmente alegres. En esas reuniones las reglas eran simples: cada quien podía hacer lo que le viniera en gana, nadie juzgaba a nadie, todos cuidaban de todos… Y de allí no salía ninguno si no era capaz de llegar a casa por sus propios medios. Las mujeres, con total desenfado, fabricaban el ambiente soltándose el pelo y bailando descalzas. Ellos, un poco menos conspicuos, organizaban la música, contaban chistes colorados, y bailaban con ellas. Todos reían, fumaban algo de hierba y libaban mucha cerveza. Unos pocos —los más osados— sorbían cartoncitos de LSD como si fueran hostias de azúcar. 

Aquella tarde, Garrido se limitó a sentarse, muy callado, absorto frente al tocadiscos, contemplando los negros giros de un long play del grupo Ten Years After. Esa tarde nadie lo vio tomando… Mucho menos drogándose. Ni siquiera lo vieron fumando un cigarro. Al menos eso fue lo que todos aseguraron. Su rostro, enjuto de tanto evocar la solitaria tristeza, no mostró emoción alguna cuando, entre los dibujos de la música, frente a sus ojos de pupilas dilatadas y oscuras, se abrió un umbral de luz que su alma atravesó sin que la sola idea pasara por su cabeza. Garrido tampoco supo cómo llegó a la ribera de aquel río de aguas mansas, más azules que el cielo limpio en un amanecer de enero, donde vio a Dios vestido con jeans desteñidos, sonriéndole mientras cortaba flores amarillas y bajaba del firmamento estrellas, para ponerlas todas en su largo pelo. Entonces descubrió que el tiempo había dejado de ser; que el pasado ya no le dolía, como tampoco le dolía el presente, y que el futuro ya no tenía poder para afligir con incertidumbres su corazón, ni su mente.

—¡¿Qué le han dado cabrones?! —gritó el padre, cuando llegó y vio aquel rostro macilento, dibujando espantosamente en su hijo por el rictus de la ausencia. Al escuchar su voz, Garrido vio de nuevo el umbral de luz: se asemejaba a la puerta de su habitación y estaba entreabierto. Una vez más sintió el aroma del café recién hecho, de los frijoles colados y de los huevos con tomate y cebolla, pero las manos que los preparaban seguían ausentes. Luego abrió un poco más la puerta, y vio que al otro lado vivían tres sombras que juntas se llamaban tiempo; ellas mantenían a Andrea encadenada a la muerte… Y a la muerte encadenada a ellas mismas… Entonces supo que nunca podría separarlas, porque en la mentira del tiempo, esas sombras no pueden existir individualmente. También vio a su padre que lloraba mientras sostenía en la mano unas filosas tijeras, entonces recordó su pelo largo, y recordó que Dios, vestido con jeans desteñidos, lo había coronado con flores amarillas y estrellas.

Garrido nunca tuvo un momento de mayor lucidez que aquél en que decidió escapar por el umbral de la inconsciencia. Y yo, al haber visto el brillo de sus pupilas oscuras, dilatadas desmesuradamente, y al haber visto su rostro diáfano y sonriente, como no recuerdo haberlo visto en mucho tiempo, entendí su terrible decisión de atrancar la puerta… Y quedarse para siempre adentro.

 

ROSTRO INERTE

La carretera siempre había sido una mala consejera, y esa noche, la monotonía de la línea blanca me conducía a los más absurdos soliloquios: ¿Éramos acaso un par de enemigos acérrimos pretendiendo inventar otra forma de amor? No, no llegábamos a tanta cosa, sólo éramos la intersección de un estúpido obsesionado por una mujer perversa, y una mujer perversa que jugaba con la obsesión de un estúpido.

Me detuve en mitad del trayecto; un jeep había caído de un puente y se encontraba volcado sobre un riachuelo que serpenteaba en la vastedad de un cañaveral amarillo. El conductor, un hombre joven, había quedado atrapado bocarriba, sumergido en apenas un palmo de agua.

Mientras la gente ingeniaba poleas y aplicaba palancas, yo lo veía: los ojos abiertos, con la expresión insípida de quien ha luchado y se ha rendido. De pronto noté el parecido. ¡Ese rostro inerte era el mío! Me había dado por vencido… Yo era ese hombre atrapado, no por unos hierros retorcidos, sino por un sentimiento malsano: un amor infectado con odio por el que estaba dispuesto a basurearme a mí mismo.

Ya lo dice el proverbio chino: “Uno no se ahoga por caer al agua, sino por permanecer hundido”.

 

IMPOSTORA (INTERIORIDADES)

Está amaneciendo. El sol se filtra por los bordes de la gruesa cortina que nos aparta de todo. No quiero abrir los ojos pues ella sigue allí, tan fea como siempre. Se ha aferrado a mí como si no hubiese quién quisiera hacerla suya. Susurra palabras necias en mi oído y, acariciando ese lado de mi mente que no distingue entre tiempos y momentos, se aprieta contra mí cuerpo disfrazada de recuerdos. Usa su mismo aroma, el sabor de su piel, de su boca.  Imposta su voz, su imagen… Incluso el toque de sus dedos. Me excita, me toma entre sus brazos, e irremediablemente me posee a su antojo.

Soledad, hija de puta… ¡Cuánto te odio!

 

EL CERRO Y EL INDIO

El anciano se sentía cansado. Le parecía que cada día de su vida había subido y bajado por el cerro, ya fuera para cortar el monte con su machete, para zurcir la tierra con azadón y piocha, o para cosechar una milpa que con cada siembra daba menos elotes.

Sus caites de hule y cuero, de tanto andarla, habían gastado la estrecha vereda que culebreaba entre las peñas. El morral de lana cruda, donde la Tomasa colocaba su bastimento de sal y tortillas, con el ir y venir de cada día, se había roto como sus propias fuerzas, y el pumpo de jícara en que solía llevar el agua —que siempre le supo a tierra—, vestía telarañas, colgado al haz de la ventana del rancho, condenado al olvido porque la botella de plástico se lavaba más fácil y no se rompía como el pumpo… ni como se le rompía a él el lomo con los costales que se echaba a tuto para venderlos en el mercado por unos cuantos quetzales.

La vida le pesaba como si la hubiera usado entera para tejer el cerro… y el cerro al que estaba atado —que siempre tejió su vida de indio—, le pesaba mucho más.

04 de agosto de 2011
1960, Guatemala Ciudad, narrativa, prosa

10 intervenciones en “la realidad procede de un espacio intermedio y se expande por múltiples senderos. allá, el atalaya cierra los ojos y observa”

  1. Gustavo Abril dice:

    Gracias mil por la publicación de mis textos.

  2. Veronica Villatoro dice:

    No tengo palabras para describir la gran admiracion que tengo por ti, por lo que escribes y por esa transparencia de tu alma. Dios te bendiga por ese gran talento que tienes y que siga guiandote para escribir tantas cosas bellas como hasta hoy.

    Besos en el alma

    Gorda

  3. Ligia García & García dice:

    Los textos de Gustavo nos transportan a otras realidades con lujo de sensaciones, de detalles…dan ganas de repente de volverse a sumergir entre esas letras; algunas otras veces no dan ganas de salir.
    ¡Felicitaciones!

  4. Elisa Menaldo dice:

    Gustavo:
    Inspiración sacada de tu alma, que parte por parte se desborda en tu mente para permitirte escribirla y compartirla a través de cada trazo de tu pluma.
    Esta publicación no es más que el reconocimiento bien merecido de tu talento!! Felicitaciones y que sean muchas más!!

  5. Sunshine dice:

    Me encanto “El Rostro Inerte”, realmente todos los textos q he tenido oportunidad de leerte Gustavo, tienen la Magia de dejarte la avida sensacion de coincidencia con la realidad personal! Me ha movido mucho la frase: “Ya lo dice el proverbio chino: “Uno no se ahoga por caer al agua, sino por permanecer hundido”. Buenisimo! Kmo siempre! Besos! Tu Sunshine.

  6. Gustavo Abril dice:

    Gracias por esos elogios tan sabrosos. Me animan a seguir adelante y me ayudan a creer que, escribir, vale la pena. Y muy especialmente, gracias a ti, Sunshine, por tu apoyo, por ser mi musa (desplazando a la tristeza en el puesto) y por tu amor.

  7. María Renée Batlle dice:

    Gustavo: Cada vez me sorprendes más. Esta pequeña colección de cuentos nos habla de tu indiscutible talento para las letras. Tus descripciones están muy bien redactadas y las palabras que empleas son las que la obra necesita para obtener el realce que obtienen. Meterse en tus cuentos es como entrar a tu alma y adivinar sus profundidades.

  8. Gustavo Abril dice:

    Muchisimas gracias, María Renée. Un gran honor para mi recibir esos comentarios de una gran poetisa y artista tan polifacética como lo eres tú.

  9. Nancy Fabiola Vlelasquez Cosenza dice:

    Querido mapache tu talento es indiscutible cuando leo tus textos me trasladas al preciso instante de tu letras , sensaciones sentimientos y expresiones , felicitaciones querido amigo estoy orgullosa de ti ….

  10. Gustavo Abril dice:

    Muchas gracias, Nancy. Me alegra saber que logro mi gran objetivo de llegar a la mente y el corazón de las personas con mis letras, pero, en este caso, ayuda muchísimo esa gran alma de poetiza que tienes.

¿algo qué decir?