Te Prometo Anarquía

que la maravilla de los pestañeos que penden con vapor se cuaje en la realidad y lo precipite todo: aciertos

renato buezo

 [RENATO BUEZO]

 

 

UN TITULO IMPRESIONANTE                                                                            

Mentes Fugitivas es un titulo impresionante, suena a cine oscuro, mentes complicadas, sociedades que no entienden. En cierto rincón de un viejo mundo, un lugar que flota sobre el agua oculta del océano, me descubrí embelesado por una colección de fotografías de Stanley Kubrick. Yo escapaba del turismo apurado que como una ola avanzaba por las callejuelas tal cual una inundación. Te venden la idea de la plaza tal y el lugar tal, pero una pancarta colgada de los barrotes envejecidos de la biblioteca me hizo huir, y así fue como de pronto me descubrí entre una colección de blancos y negros, y una serie de mentes fugitivas que caminaban a mí alrededor. Hablaban idiomas distintos al mío, idiomas que desconozco, aunque en sus ojos y en esas maneras de buscar la luz descubrí lo que se decían, lo que cada quien pensaba con emoción sobre el trabajo artístico del maestro. Un torbellino de emociones que no eran mías señalaban lugares extraños de aquellas fotografías que mi mente no lograba comprender, eso precisamente hacía que el disfrutarlas fuera inentendible y bello. «Alrededor de aquí se exhiben instrumentos que flotan en el aire», dijo una mujer que avanzaba levitando frente a mis ojos. El hombre al que hablaba descansaba en una columna del salón, aunque no lo podía ver entendí quien era, entendí su posición y la manera de decir las cosas. «Violines, han de ser los del Cura Rojo. El haberlos visto es una señal, agradécelo.» Por supuesto no entendí el significado, ¿violines flotando?, a qué podría referirse, y por qué debía agradecerlo, a quién. Las respuestas deben buscarse, necesitan ser descubiertas, que la luz llegué de nuestras manos a ellas y que retorne portentosa; porqué, porqué nuestras manos, porqué nosotros. La luz que nos da los blancos, y la que nos da los negros, ¿es la de todo?, ¿la del resto?, ¿no es necesario entender el fenómeno para verlo? Mentes que se fugan en este mundo, mentes que van de un lugar a otro. «Qué es todo esto», me pregunté sin poder salir, y qué podía ser si no una representación figurativa de la muerte. La muerte que al final de todo es todo. No hay evolución ni desarrollo que obvie a la muerte, no se puede, y no se debe. Mentes que se fugan, mentes que se van. «¡Qué diablos buscan!», grité, pero todo era blanco, una especie tenue de luz que llegaba de todos lados. Luego el sol, la gente que se te queda viendo, y vos parado como un loco en medio de la plaza San Marcos con los pies hundidos en el agua que emana del suelo. 

 

FUENTE DE LAS SIRENAS

I

Intempestivo, René se deshizo de la camisa a cuadros burlando la pequeña barda de hierro forjado que rodeaba la fuente. «Es tarde —le dijo la novia—, no puedes hacer eso, vas a atrapar una pulmonía.» René continuó embebido en su borrachera, una felicidad extraña le embrutecía. «Son las sirenas las que me llaman.» «Más te valdría atarte al mástil», le dijo ella soltando al viento de la madrugada una carcajada que se dispersó lentamente por la sombría plaza mayor. «René por favor, ya basta.» Pero su felicidad era el instinto atávico de una bestia prehistórica, y no pudo, por más que quiso, salirse con la suya. «Jamás —le dijo ella—, estás loco, yo no entro allí.» Fernanda era su novia desde hacía algunas horas, nada más; él ya sentía la solidez de las bases, la fuerza natural y profunda de las raíces entrelazadas.

II

Creyó escuchar el canto de las sirenas húmedas y enmohecidas. Los pechos terráqueos, como planetas divididos, lo perdían desde la estructura central en un mundo danzante de sonidos que no lograba entender. Fernanda no era una muchacha cualquiera, no en ese lugar: antigua ciudad de historias, de aristocracias hereditarias. «Te imaginas», le dijo él levantando los brazos, hundidos los pies en el frío escozor del agua. «Imaginarme qué.» «A tus antepasados caminando por este parque.» «Mira René, más vale que te salgas, si te escuchan los policías tendremos problemas.» René pensaba en otra cosa, y le dijo: «Fernanda de Porres, no te pasan, ni te pasaran por la mente los años que llevo atrás de ti.» «No.» «Son muchos. Es cierto, yo no vivía acá por el divorcio de mis padres, pero tengo ya toda la secundaria y ahora que estoy por terminar el diversificado, tú al fin te das cuenta, al fin me ves.» «Yo no te vi hoy, jamás te habría dicho que sí si no te conociera. Fuiste tú el que no se atrevía con el primer paso.» «Te amo hermosa aristócrata perdida», dijo sin escuchar, feliz de que todo les estuviera sucediendo escondidos entre cerros y volcanes, allí, en esa antigua ciudad, sobre el pequeño valle estrecho de sus antepasados. «René, ya basta, mis primos me han de estar buscando.» «En ese lugar enloquecido, lo dudo.» «Pues no lo dudes, llevan años yendo a esa disco, ¿sabes?» «Seguro.» Al dar el primer paso perdió un zapato. Giró sobre el pie descalzo. Cuando se agachaba sobre la mancha fungiforme de su calzado, un resbalón incontrolable le hizo dar con la cabeza en la orilla rugosa de la fuente. Fernanda se espantó al verlo hundirse sin remedio, y luego brotar la sangre, dispersarse igual a los sueños de niña que la sorprendían adormitada en el sopor de las meriendas. En el momento paralizado del club, recordó, cuando su padre le dijo desde afuera: «Salte hija, de prisa», insistiendo de cuclillas, con los brazos estirados, tratando de alcanzarla; ella se quedó absorta mirando el hilo imperceptible de rojo sanguíneo buscando la superficie del agua celeste, escapando de su primer período de mujer. Esa noche vio eso dentro de la fuente, cuando René se ahogaba. Entonces aparecieron dos policías y el hombre diminuto que jugaba con las cartas. Los dos primeros, sin preguntar, fueron por el muchacho. El otro hizo el truco de la frente sin que ella se diera cuenta. Entonces sucedió lo peor: el mago vagabundo sacó del bolsillo una bola acuosa de color cobrizo y empezó a frotarla. Fernanda, al darse cuenta, lo vio retadoramente. La bola empezó a flotar sobre las palmas sin líneas del hombre. «Qué hace» «Anoche estuve aquí, y esta bola de sangre me siguió luego de que un tipo cayera herido dentro de esa fuente.» «¿Qué tipo?» «Un tipo que era perseguido por el tiempo, y que al cruzar la barda cayó herido de muerte.» «Miente, anoche no murió nadie acá.» «Todas las noches son la misma noche, y anoche los justicieros de la familia real mataron a un tipo acá», dijo señalando hacía la fuente. Fernanda quiso decirle que ya no había familia real, que todo eso era de tiempos pasados.

III

Entre las miradas impávidas de las sirenas, los policías intentaban apoyar el cuerpo inerte sobre la rugosa orilla erosiva de la fuente. Cuando lo lograron, uno de ellos gritó: «Parece que no está muerto.» Fernanda se espantó al ver que los policías eran otros, con uniformes antiguos, de otro color, que las cachiporras tenían un tamaño desmedido y que el tipo de la bola había desaparecido. «Sí, está muerto», aseguró el otro agente.

IV

La camisa era otra. René lucía distinto, como algo antiguo. Sobre la barda de hierro forjado otra prenda más fina, junto a un chaleco de seda, era la evidencia de que aquella barrera había sido burlada.   

  

*Cuento ganador Certamen El Sitio 2008

 

ESTE DOMINGO CASI PIERDO LA RAZÓN (Paráfrasis de una paranomasia culterana)

Este último domingo fue un día lluvioso y solitario. Yo estaba en casa de los abuelos de Rita, refugiado en algún rincón de la sala, con un sentimiento atronador de abandono igual al que queda luego de que el oleaje se va. Y sí, pudo haber sido la lluvia continua y fría, o el recuerdo del mar que en ocasiones como aquella llega acucioso y en silencio sin saber porqué, y yo me pongo triste sin ninguna razón y me da por encerrarme en mis pensamientos que de pronto se convierten en un valle de silencio y oscuridad. Llegué a la casa con un rotativo bajo el brazo y mi hijo en el otro. Dos horas después, cuando los niños abandonaron la sala, me descubrí en silencio con el periódico sobre la pierna derecha y la mano del reloj deteniéndolo como si hubiese sido un ave queriendo escapar. La espalda en ángulo recto descansaba en su totalidad sobre el respaldo, posición inusual para mi desgarbada forma de sentarme. Fue en ese momento donde desperté del letargo al que me había sometido la lluvia y todas esas cosas que llegan atrás de ella. Rita apareció y preguntó: «¿No quiere pasar?» «No —le dije—, quiero leer el periódico.» En silencio su mirada y toda ella me sonrieron, entonces dando media vuelta, dijo: «Que resaca, Dios mío», se rió de manera agradable y terminó por advertirme sobre la sorpresa que me esperaba al llegar al Acordeón, suplemento cultural que uno encuentra como una tregua en la parodia de esta vida en democracia que nos obligan a creer como cierta, lo peor de todo es que a veces sucede los domingos. Sin más avancé apresuradamente en busca del Acordeón. Vargas Llosa aparecía sobre un fondo verde con una mueca de dolor tan fingida como la de un mal actor. «Viejo —le dije—, si supieras la envidia que me das. Hubiese querido escribir “Los cachorros y los jefes”, y sé que me hubiera divertido más que tú. Después de eso, te puedes quedar con todo.»  Así fue como sin querer llegué hasta THE MORDER OF CRAZY JANE (poesía inédita de Rafael Gutiérrez) Me puse como loco, días antes el mismo Rafael me había comentado estos textos. Esperé a que pasara alguien, pero todos estaban sumergidos en la alegría familiar de los domingos. El bullicio de las pláticas cruzadas me lo confirmó. A causa de esto mi desesperación fue tal que terminé por inventar a un ser. Y como no se me dan esos menesteres creé al peor de los peores, que por desgracia en la realidad abundan en las calles. «Mira», le dije enseñándole la página donde el titulo aparecía enorme. Hizo una mueca de indiferencia y se largó por la  puerta de entrada. «Esto es una advertencia —me advertí—, si lo comentas no te pases de copas.» Y no es, precisamente, que seamos un país ignorante; es que somos un país de indiferentes. En la primera lectura llegué de manera repentina al final sin haber comprendido mucho, el ritmo es excepcional. Me detuve un instante. Tomé aire y empecé de nuevo:

Eso dijo Inés/ que pasó el lunes lamiendo el pez vela que amainó en su pubis a mitad del alba: La Loca Juana no cedió a sus cuchillos/ sino a las bramas que anidaban en la marea estruendosa de sus tetas.

Me detuve en la mitad, terminando por creer que me había vuelto loco. Restregué mis ojos cansados, quería mermar el ardor de no dormir nada, era como si la Loca Juana hubiese sido Rebeca, la niña que llevó la enfermedad del insomnio a Macondo.

(Lobo contra loba no da lobeznos. Se sabe. Medialunas contra mediosoles sí: logaritmos y ecuaciones. Nunca décimas ni redondillas. Levité en los 3 agujeros + negros y + feos por ignotos y bárbaricos: los de Juana de Arco, Juana de Asbaje y Juana la gongorina, vendedora desde Tebas al Mississipi, de frascos frescos para ebrios que con su baba se los beben, hacen gala de su gula y tretas de sus tratos).

Al final, con la noche negra y lluviosa, estuve por tropezar con mi destino. Tuve que contener la excitación para no levantarme y gritar a los cuatro vientos que yo era el asesino.

No atina no escatima la noche. Criatura mal nacida/ bebe del hocico de la muerte/ se chupa solita las arrugas de la desgracia. Oleaje va y viene acarreando billetes y todos contentos en la noche de los bares. (¿Eres tú hoy a quien machaqué los voraces peces ayer?).

El pino/ la rosa de los excesos/ el manojo de ajos como ojos/ el cubetazo de xilca/ la rocola rocolera/ el maximón de los desamparados.
El bar Amapola/ señores/ exige labios hasta agotar existencias/
saluda y festeja al tigre que busca refugio 
en la ladera de un clítoris ígneo y despiadado.
Favor presentarse desnudo con el corazón enhiesto.

Puse el suplemento sobre mi pierna, la misma de antes, y eché la cabeza hacía atrás. Rita estaba recostada en el marco de la puerta que da al comedor. Me observaba de una manera conmovedora, quizá sintió lástima, entonces me dijo: «Parece como si hubiera perdido la razón.»

 

¿DE POLÍTICA? NO, DE ESO NO SÉ NADA 

 I

Dos minutos antes de la maniobra, como un presagio, un espanto repentino asomó mirando desde adentro de sus ojos trasnochados. Tomó conciencia.

—Sin miedo, Ocaña, es sólo un simulacro de rutina —le iba diciendo el capitán mientras lo conducía del brazo helado.

A su compañero ya le tenían de espaldas al paredón.

II

La noche anterior, detrás del edificio donde estaban las regaderas, dos reclutas fumaban tabaco oscuro en el jardín de begonias y rosas abandonadas. Ocaña sacudió el agua de su cuerpo con la mano del anillo marital, luego usó la toalla. Inclinó la mirada al ventanal en la parte superior: los reclutas ya no hablaban, respiró lento y profundo. Un hilo de humo asomó a sus fosas dilatadas como una ironía imperceptible. Dos gotas, una tras de la otra, llegaron persiguiéndose hasta estrellarse en sus facciones contraídas: «La primera —pensó —, anuncia la llegada y el daño de la segunda.» Envuelto en la pieza blanca fue por un cigarrillo, caminó descalzo hasta el corredor que formaban la fila de setos con la pared del edificio. Volvió a pensar: «La primera anuncia todo eso, pero no se da cuenta que hace tanto daño como la otra.» Estuvo por dar la vuelta, cuando los oyó murmurar. Detuvo la marcha. Giró sobre los talones, a punto estuvo de dar un taconazo. Retrocedió hasta la pared. Pegado dejó que el frío se regara desde el muro a toda la espalda. Los reclutas volvieron a decir algo, no escuchó con claridad. Inclinó el torso, «son varios», dijo el que miraba a las begonias. Él supo que los habían descubierto.

III

—A mí me trajeron a la fuerza, yo no quería venir aquí. Y a donde usted nos quiere enviar el día de descanso, allí vive gente que conozco desde toda la vida.

—Silencio, Ocaña —le interrumpió el capitán.

Pensaba en el miedo, en que después de todo aquello una ansiedad fóbica le impediría ver de frente el rostro de cualquiera. Ya no entendería el silencio largo que deja la lluvia, buscaría el espacio oscuro de las camas cuando los truenos anunciaran aguaceros. 

—Simulacro, ¿de qué tipo?

—Tranquilo, Ocaña —le advirtió el capitán. Seguido de un largo silencio volvió a repetir:—Tranquilo —dijo y se detuvo. 

Las palabras se le quedaron clavadas en la expresión del rostro, en las cicatrices toscas de sus manos. Luego, de súbito, continuó:

—De fusilamiento.

—¿De fusilamiento?

—Usted no se altere, todo está en regla.

IV

Uno de los sargentos le entregó un máuser que recibió mecánicamente con el mismo movimiento reglamentario de siempre. Se cuadró mientras a su compañero de cuadra lo colocaban en la línea pintada con cal frente al paredón. Entre las dos manos sintió que le temblaba el arma. «Pasar por las armas, así lo llaman», pensó con la mirada puesta en la mirada triste de su amigo. «Es un simulacro», movió los labios en silencio, como para que el otro entendiera, luego le entregaron una bala.

—Cárguelo —le ordenó el capitán.

En ese momento fijó la mirada en el máuser, era un arma burda. La bala no entró en la recámara.

—No le hace —dijo.

El capitán mandó al sargento que le había entregado la bala, cargara el máuser. 

En el movimiento, Ocaña, perdió la secuencia de los pasos. El sargento había puesto en la recámara un fulminante, luego le entregó el arma. Ocaña reaccionó al recibir el máuser con un movimiento parecido al primero.

En voz alta ordenó el capitán:

—Posición. Apunte.

Ocaña hizo lo necesario para disparar desde el hombro. «Estoy mecanizado —pensó —, yo nunca quise estar aquí. Ahora soy otro igual.» Su compañero bajó la mirada, en el rostro algo delataba la turbidez que ya tenía invadida su alma, una mezcla de sudor frío y lágrimas se mezcló cerca de su boca, Ocaña no pudo verlo.

—Yo ni sé que es la política — dijo en voz baja, como un consuelo —, si quise hacer algo fue por mi familia.

—Hable fuerte, Ocaña.

—Digo que no sé por qué nos hace esto.

—Es un pinche simulacro, Ocaña. Aquí nadie se muere si yo no lo ordeno.

V

Ocaña consideró una descarga fuerte cerca del pecho, la locura de verse más allá del día de descanso como el asesino de su compañero, y el que cobardemente atacaría a su familia desarmada, lo fue llevando hasta aquel estado hipnótico donde desde afuera sintió llegar la locura de una fusilería. 

—Fuego —gritó el capitán.

La explosión del arma lo desconcertó y en sus oídos el máuser reía a carcajadas. Enceguecido fijó la mirada en la mancha amarilla que ahora era su compañero. Poco a poco fue disipándose aquella luz que al fondo temblaba de pie. El capitán doblado de la risa mandó cargar de nuevo el arma. Esta vez Ocaña vio entre los dedos del sargento el reflejo del cascabillo contrastando con la protuberancia opaca del plomo en la ojiva. El sargento le arrebató el arma que aún estaba caliente, la cubrió con la misma técnica y la cargó. Ocaña la recibió con el mismo orden y exactitud en los movimientos.     

—Monte esa mierda, Ocaña —aún le brotaba la risa a carcajadas —. Apunte.

—Esta vez no, mi capitán. Ya se acabó el simulacro.

El temple de su voz erizó la espalda peluda del hombre que encabezaba la tropa.

—Las ordenes aquí las da su capitán. Apunte.

Ocaña fue subiendo lento, como si le pesara el máuser, como si ya llevara dentro la muerte de su amigo. Apuntando desde el hombro abrió un poco más las piernas.

—La última, Ocaña, y nos vamos. Dispare de una buena vez… Que dispare, qué chingados, Ocaña.

—Ya no, mi capitán.

El capitán giró la cabeza paralela a un círculo imaginario a dos palmos de su frente. El manto oscuro de la impaciencia comenzaba por cubrir su alegría.

—Ocaña, al paredón —ordenó.

El sargento no pudo moverse, sintió que aquella disputa era entre esos dos hombres donde se sintió atrapado. Retrocedió, dos pasos, esperando una orden, pero el capitán no habló. Ocaña permanecía con temple en la misma posición. 

—Voy a disparar —dijo.

—Así me gusta —celebró el capitán, levantando las manos y la mirada hacía el cielo.

 Luego dejó que el tirador se acomodara, no quiso distraerlo, la orden de matar a cualquiera para después incriminar a Ocaña, estaba por cumplirse. Las rodillas blancas de su compañero habían desbaratado la rectitud de la línea encalada: las dos veces le dejaron caer una cubeta rebosante con agua de pozo, las dos veces se levantó llorando. Ocaña lo vio al fondo dentro de un charco oscuro, y creyó que el hombre se había orinado. La rabia le fue subiendo al pecho, se le fue a enquistar en las manos, en toda la largura de los dedos ardorosos de cólera. Sobre su cintura el conjunto de tronco y máuser giró repentino y exacto. El capitán vio salir un trueno largo desde adentro de aquellos ojos trasnochados.

 

—Es el loquito ese, el de la celda 18 —dijo uno señalándolo con el dedo incompleto.

—¿El de la 18?

—Sí, mañana se lo vuelan. Crimen político, dicen.

—Ah… ¿es de los rebeldes?

—Ajá, fue él quien mató a mi capitán Gutiérrez de un tiro justito aquí, entre los dos ojos.

 

* Cuento ganador Certamen Myrna Mack 2006

 

EL FISCO Y YO                                                                                                 

En estos días de vacaciones me he levantado antes que todos, ni siquiera hay aves en el patio, sólo ese viento frío que se cuela por todas partes. Debo meter una montaña enorme de facturas, el fisco me quiere estrujar y yo no pienso dejarme. Es una cosa de tirarse el pelo, de tirarse las palabras, de adelantar el carro a toda marcha para que no se meta el otro, de robarse la plata, de aplastarse los sueños, es una cosa de morirse o matar; es un país de locos éste, o sería más acertado decir de enfermos porque los locos son maravillosos, siempre en su mundo, siempre paralelos.

Es mentira que se ha acabado la guerra; simple, le hemos dado otras perspectivas.

Debo ordenar primero, por proveedor, y luego de ingresadas por fechas. El fisco me va a atacar, quiere robarme mi dinero y yo no me pienso dejar. Afuera hay una buganvilia loca que se mueve más que todas, que esperanzador es saber, y aún más, darse cuenta que cerca de nosotros existen los locos. Coexistencia, no concomitancia.

Yo quiero que esto cambie, el vecino también. Asomo a la ventana, corro la misma cortina gastada de siempre, y siempre que lo hago me topó con la misma casa despintada de enfrente. No hay flores en el jardín, hay monte y basura que ha volado de alguna parte. Yo quiero que esto cambie, y sueño lo mismo que mi vecino ha de soñar. Deberíamos platicarlo, pero lo veo sólo algunas veces cuando los dos coincidimos en nuestras ventanas. Es que afuera hace frío y esta ropa de mierda ya se me cae de tan vieja, por eso no salgo. Quizá por eso no sale él. En un rato él se irá a trabajar, yo debo regresar al computador y meter ese mundo de facturas. Si abro el frasco saldrán como los papeles de colores liberados que forman un tumulto al escapar de la caja de sorpresas. Que hermosa la fiesta, que alegría tan mañanera ésta de sentarme al computador y meter facturas, facturitas, facturitititas, es una carrera que debemos hacer entre el frío de la mañana y la agonía del no llegar. El fisco me quiere ahorcar y con estas facturas que parecen migajas no llego.

El sistema es un cadalso inevitable; por eso, o haces trampa, o te mueres. Cosa maravillosa en este país de enfermos. Me siento orgulloso de mi zorrería cuando engaño al fisco, lo mismo ha de sentir él cuando me quita mi dinero. Y es que él al igual que yo tiene muchas inversiones, necesidades mal nacidas. A mí botella yo la mido con esta mano, él ha de medir la suya con las nubes o los volcanes, la verga del burro, la recta de allá.

Va mermando el frío, la montaña decrece, el número en el computador parece el mismo. El fisco me quiere fregar y yo no pienso dejarme. Viene la navidad, qué lindo saber que todo está en nuestros corazones. 

 

EL PARADIGMA DEL HOMBRE QUE POR USAR UN TRAJE DE FRAC, PERDIÓ UNA FORTUNA

Esa tarde viajó en el autobús con el traje y un sombrero de copa que llevaba sobre el regazo. De reojo pudo leer en el rotativo del vecino que alguien ofrecía una recompensa sustanciosa a quien informara sobre una edición de 1865 del libro “Alicia en el país de las maravillas”. Los demás, con sus miradas, fueron alimentando en él algo que le hacía sentir falsamente bien. Entonces se levantó con aire de petulancia, ordenando la parada sin usar el timbre. El traje y el sombrero, se daría cuenta esa misma noche, le embrutecían, era como si le obligaran a ver las cosas de una manera distinta, irreal e incongruente. Al cruzar para tomar la calle donde vivía, se pegó a la pared para enderezar la postura, cerciorándose de que nadie lo viera. Adelante, junto a un árbol, una bolsa con libros llamó su atención. «Alguien la abandonó», pensó. Y pensó también detenerse y hurgarla. Aunque sus ínfulas de elegancia no le permitieron dejarse ir de cara y buscar desbocadamente. Por el contrario, se acercó con cautela deteniéndose a cada paso, de tal manera que en su reloj de bolsillo la minutera pasó por el mismo punto varias veces hasta que terminó frente al árbol. Con la punta del zapato muy bien lustrado movió los libros de arriba. Del otro lado asomó un grupo de estudiantes que venía haciendo relajo. Eso lo puso nervioso, y sin querer hizo que la bolsa cayera. Exaltado dio un salto hacía atrás. Frente a sus pies quedó una edición de “Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas”. Por su mente estrafalaria pasaron muchas cosas. Para cuando intentó agacharse, los muchachos le insultaron. Uno de ellos dijo que el tipo era pura pantomima, pues era dependiente en la tienda de trajes. Entonces el traje y el sombrero le obligaron a levantarse y ver a los muchachos de frente. Ellos quedaron en silencio. Pateó los libros y se largó con la presunción excesiva de su superioridad.

Al desaparecer, los muchachos juguetearon con los libros imitando la tonta actitud del hombre. Uno de ellos levantó el libro, que en la parte inferior de su portada decía: Primera edición, 1865.

25 de enero de 2011
1973, Guatemala Ciudad, narrativa

¿algo qué decir?