Te Prometo Anarquía

la cola infinita que sabiamente muerde el tigre: seis maneras de escaparle a la soledad y salir con vida

estuardo castro

 

[ESTUARDO CASTRO]

 

 

El sonido de mi respiración se ajustaba a mis pasos. Éste soy yo, pensé. Difícilmente la vida pueda acercarme más a lo que soy que cuando corro. Durante una hora soy sólo un hombre corriendo.

 

O tal vez he leído demasiado a Heidegger.

 

La carretera y Metallica en los audífonos, mientras me preguntaba, para qué corro, si no hay nada qué alcanzar. Corro porque sé, desde el inicio, aún antes de ponerme los zapatos para correr, que, en algún momento, antes o después, con más o menos cansancio, con más o menos sufrimiento, todo terminará. ¿Entienden lo que quiero decir? No estoy hablando de correr.

 

Di un salto para evitar tropezar con una raíz que había roto el cemento de la acera, y perdí el hilo de mis pensamientos. Cuando corro tengo que mirar al suelo para asegurarme de no tropezar con las losas quebradas de esta manida ciudad. ¿En qué pensaba? No lo sé, lo olvidé. Entonces me vino a la mente el problema en la oficina con K. Debería despedirla. Se lo merece… Pero no quería pensar más en los problemas del trabajo y aparté apresurado la idea de mi mente. ¿Y si me despidieran a mí? Sería maravilloso, sería una señal divina. Con ese dinero me iría a la India y viviría un año entero escribiendo. Sería esplendoroso. Aunque, pensándolo mejor, eso podría hacerlo sin necesidad de que me despidieran. Dejar mi trabajo y ponerme a escribir la novela que siempre he sabido que debo escribir. O vender mi carro y pagarme un pasaje a Tailandia. El Internet dice que Tailandia es uno de los diez lugares más baratos del mundo. Claro que está después de Honduras, pero no, Honduras no, sería casi como no salir de Guatemala. No, lo que necesito más bien es conseguirme una mujer y comprar un apartamento en un piso dieciséis, desde donde pueda ver la ciudad sin escuchar su ruido; donde pueda guardar mi Alfa Romeo sin preocuparme de que me maten para robármelo. Ja. Me compré un carro que me obliga a cuidarlo como si fuera mi vida. No sé para qué. Tal vez porque pienso que, después de todo, si no se puede escapar de la carrera de ratas, al menos vale la pena correrla tan rápido como me sea posible.

 

La novela que debo escribir la guardo en mi cabeza desde hace años. Trata de un tipo sinestésico que quiere componer una sinfonía con los sonidos que despiertan en un su mente los colores de una vista en el parque de la Ciutadella de Barcelona. La sinestesia, por si no lo saben, es una condición especial en la que dos sentidos se confunden en la mente, por ejemplo, la vista con el oído, o el gusto con el tacto. Nabokov era sinestésico. También Kandinsky y Duke Ellington.

 

Cada tarde el tipo se sienta en una banca, frente a un árbol (no sabe de qué especie, ni siquiera se lo pregunta), y mira las hojas desprenderse de tanto en tanto, a las palomas ir y venir, y al césped inclinarse con el viento. El paisaje despierta en su mente sonidos irresistibles que quiere atrapar y plasmar en una obra inmortal. Una tarde, sentado en su banca usual, el tipo conoce a una chica. Desde entonces se ven allí cada día, y poco a poco empiezan a enamorarse.

 

O al menos eso cree él.

 

Hasta que llega el verano y el árbol pierde sus colores. Pero para entonces ya no le importa, porque la chica se ha hecho mucho más importante para él que el paisaje. Durante el verano, el músico no se ocupa más que de la chica, y piensa que quizá fuera mejor componer una sinfonía para ella que, después de todo, es más real que los sonidos del árbol que nunca nadie más que él escucharon y que, para ajuste de cuentas, han desaparecido ya. Al terminar el verano, sin embargo, la chica lo deja, y el tipo, solitario, vuelve en otoño al árbol que ha perdido las hojas. El músico intenta recordar y componer a partir de sus recuerdos, pero sólo consigue escribir notas musicales dispersas, inconexas y superfluas; notas despojadas de cualquier ritmo o armonía de dónde sostenerse.

Me detuve después de una hora de correr. Entré a casa sin haber conseguido, como de costumbre, argumentos suficientemente verosímiles para desarrollar la historia.  Por ejemplo, ¿y qué si eran notas sin ritmo y sin armonía?, ¿acaso no conocía suficientemente bien el músico a Berg y a Messiaen como para comprender que la música es capaz de flotar en el tiempo sin asidero, si consigue llegar a los oídos adecuados? Luego, la chica. Qué lugar común esto de conocerse en el parque. Además, ella tenía que comprenderlo. Comprenderlo a él y a su obra, y amarlo por eso. ¿Por qué, entonces, abandonarlo? A menos que… Me interrumpí porque las complicaciones crecían exponencialmente en mi mente. Aunque luego pensé que quizá la trama no fuera imposible de resolver y mientras me duchaba pensé que sí, que tal vez sería posible construir de esa historia un buen libro, con un poco de voluntad, y me pregunté si algún día me desprendería de las excusas para no escribir, y me atrevería a vivir la vida que probablemente estaba reservada para mí.

 

Era sábado. Mi perro estaba feliz de verme en casa. Pensaría que iba a dejarlo solo el día entero, como hago cada mañana al irme a trabajar. Me senté frente a la computadora a corregir una historia que había escrito, sobre un hombre que pierde a su perro en las montañas de Cobán, en un viaje que ha hecho con la intención de estar solo para poder escribir. Lo único que conseguí fue concluir que la historia no servía, otra vez, como las decenas que había escrito durante años. Tomé un libro y preferí ponerme a leer, hasta que llegó la hora del almuerzo y comí, y después volví a mi sillón a leer, hasta que llegó la hora de salir hacia un taller de escritura para el que me había inscrito, en la librería La Cosecha.

 

Fui el primero en llegar. Me senté en una esquina. Antes de empezar, X., el profesor, un reconocido escritor guatemalteco, nos pidió que cada uno fuéramos presentándonos al grupo. Me presenté tan sucintamente como pude, porque no me hace feliz hablar de lo que soy: ingeniero de profesión; soltero; estudiante de filosofía durante algún tiempo; escritor que nunca ha publicado. Me parece que mi definición como ser humano está delineada por puras negaciones, pues lo único que me permite comprenderme como hombre, son las cosas que se me escapan, las que están en el futuro o las que han quedado en el pasado;  en resumen, son aquellas ausencias que ponen en evidencia mi fracaso como ser humano. Esto no es lo que yo tenía planeado ser. Sin embargo, soy. Quise explicar que me aferro, como un alucinado, a la posibilidad de redimirme en mis historias, esas que aunque fueron en la vida real, hoy daría igual que no hubieran sido, porque serán olvidadas, a menos que yo me atreva a salvarlas. Quise explicar que por eso estaba allí, para ver si lograba rescatarme del olvido. Quise explicarme, pero no lo hice. Pensé en cambio que mis historias y yo estamos irremediablemente intrincados: nuestra supervivencia depende la una de la otra.

 

Al escuchar las presentaciones de los otros pensé también que los talleres de escritura se parecen mucho a una sesión de AA. En el fondo, los que vamos a estos grupos somos todos voyeuristas y exhibicionistas. Egos demasiado grandes para quedarse en casa sin ser vistos. Nos desnudamos sin pudor frente a los otros, contamos historias patéticas y horrorosas, donde demostramos nuestra capacidad para asquear y ser asqueados; destapamos nuestras cicatrices, granos y deformaciones, y pensamos wow, después de todo, lo mío no es tan terrible, sólo para un momento después ceder a la tentación de darle rienda suelta a nuestro ego, y sobrepasar la capacidad para impresionar de los otros.

 

O tal vez yo lo vea así porque no soy capaz de ver en los otros nada más que a mí mismo.

 

Tomemos a M. por ejemplo. M. tiene 21 años y una cara de niño bueno que no puede con ella. A M. le gustaría ser Mishima. Aunque a veces da la impresión de nunca haberlo leído. Le gustaría ser Mann, aunque dedica más tiempo a su novia que a leerlo. Le gustaría ser Miller, aunque con él lo único que comparta sea la megalomanía. Pero así es la historia, ¿no? Tenemos que partir de nuestro centro, luego buscarlo en las postrimerías del mundo, en las voces de otros, sólo para volver a él, desilusionados, al final del camino, cuando ya nos habíamos olvidado de lo que se sentía ser nosotros mismos. Sólo entonces, después de recorrer la ruta completa, cuando M. haya comprendido que los ángeles literarios que le enamoraban en los libros de otros nunca existieron en un punto fijo, sino desintegrados, como migajas a la orilla del camino, quizá empiecen sus propios demonios a nacer en él. A fuerza de matar ángeles y comprender que no existen, tal vez al final descubra que la única ruta posible hacia la literatura es hacia abajo, donde la lucha por las letras se transforma en lucha por la vida.

 

Pero nuevamente tengo que admitir que mis reflexiones sobre M. no tienen más alcance que los límites de mi visión sobre mí mismo. Alcanzo a ver el sitio al que conduce el camino que está empezando a recorrer sólo en la medida en que alcanzo ver a dónde me ha conducido el mío. No puedo leer en M. más que mi reflejo, y creo que, en el fondo, esa es la razón de mi propia incapacidad para contar historias: no puedo ver en el mundo otra cosa que a mí mismo. Por eso mi literatura tal vez empiece a existir el día que pueda sacarme la cabeza del culo.

 

Y eso me trae a la mente una idea que me obliga en este punto a hacer una pausa y a justificar por qué esta historia no funciona; por qué este cuento está roto. Debo justificarme porque conozco los argumentos que ustedes construirán, al leerlo. Dirán que mis digresiones en la historia van más allá de las excusas. Pero yo responderé que ésta es un historia sobre la historia de una historia; una lectura de mí mismo sobre mis lecturas; un espejo frente a otro espejo, donde nada es real y, a un tiempo, lo es mucho más que la realidad misma. Por eso quizá fuera más exacto decir que, más que una historia, este es un devaneo alrededor de lo que podría haber sido una historia: es el espectro de un cuento muerto.

 

Cierto día S. se sentó a mi derecha, a dos sillas de distancia. Me eché hacia atrás recostándome sobre el respaldo, para observarla sin ser visto, mientras ella leía el texto de la tarea que X. nos había pedido escribir. Me gusta mucho S. Sobre todo cuando se pone los anteojos para leer. Será porque me remite a mi propio intento de intelectualidad. Me pregunto si ella se sentirá también atraída por mí. No es que yo haya hecho mucho por conseguir interesarla. Apenas le he hablado. Apenas sabe de mí por los textos que he leído a la clase. Al menos creo que le gustan. Fantaseo y me permito creer que podría enamorarse de mí por mi literatura, porque logre leer entre líneas lo que soy en realidad.

 

Llegué a casa. Eran apenas las diez. Bostecé. Mi perro estaba feliz de verme. Yo también de verlo a él. Se me ocurrió pensar, quizá con excesivo dramatismo, que la felicidad no existe en abstracto, que sólo se da cuando la existencia es consciente del milagro de ser cómplice de otro ser, ante el espectáculo de la vida. Me pregunté si la mirada de S. alcanzaba a ver la vida con ojos extasiados, si sería capaz de sentirse abrumada por la avasalladora posibilidad de narrar la existencia, de hacerla disgregarse en un estallido más allá de ese pequeñísimo trozo de tiempo en que nos ha sido dado vivir. Sí, me dije, y casi estuve convencido de que la amaba. Le di un beso a mi perro. Me pregunté también si S. habría leído a Proust., y si le habría gustado tanto como a mí, y si ella sería capaz de escucharme una tarde entera hablar sobre él, sin aburrirse.

 

Ja. La vida es un enorme bostezo.

 

Puse una película en la computadora. No quería leer. La soledad se me hace, de un tiempo acá, casi intolerable a ciertas horas de la noche. No sé por qué. Será el recuerdo de otros tiempos. Encendí un porro de marihuana y pude ser, por dos horas, Philip Seymour Hoffman, en un lugar donde estaba bien ser un patético personaje incapaz de resolver su vida. Viajé a un sitio donde me permitía aceptar que la soledad es la plena conciencia de la individualidad: una vez se comparte, la soledad ya no es más.

Me quedé dormido. Cuando desperté, la película había terminado. Como pude me levanté, me quité los lentes de contacto, y me acosté vestido. Antes de dormirme pensé en S. y me masturbé.

 

ó

 

La mañana del domingo estaba invadida por un liviano sol de invierno. Pensé en salir a correr, luego volver a casa y escribir por el resto del día. Pero no pude. Preferí seguir durmiendo.

 

Tal vez Calderón tuviera razón y todo fuera un sueño.

 

¿Soy un hombre exitoso o soy un fracasado? ¿Qué seré cuando mi vida se resuelva, cuando llegue ese luminoso día en el que seré un escritor feliz, exitoso, saludable y productivo? Que dios me libre de sentirme completo, porque ese día dejaré de necesitar crear en mi mente mundos perfectos donde las historias tienen sentido. Contamos historias para cerrar nuestros propios círculos, para encontrar coherencia en la azarosa realidad que nos obliga a admitir que la teoría del caos no conoce privaciones: lo mismo hace volar en pedazos la física que la teología; no hay justicia poética, ni ying ni yang, ni dios ni diablo, ni arriba ni abajo. El universo es una enorme metáfora que no quiere ser comprendida sino contemplada. Por eso escribir es creer en fantasmas. Es un truco. Es una actividad malabárica. Es el infantilismo de ponerse leotardos y subir a una cuerda a veinte metros de altura, con el único objetivo de hacer que abran la boca espectadores de entre cero y diez años (sin ofender a los lectores).

Hace algún tiempo renuncié a la idea de ser escritor. De ser el escritor que se ocupa de ser escritor más que de escribir, preocupado por los anteojos, la chaqueta de corduroy y la casa rural. O tal vez en realidad renuncié a ser escritor por miedo. Porque no queriendo ser escritor me es más fácil aceptar mi realidad: mi fracaso literario; la certeza de que la iniciativa de mostrar mis cuentos a escritores y editores, por ver si consigo publicar en cualquier sitio, en una revista o en una página de Internet, da igual, siempre fracasa. Renuncié a ser escritor de anteojos, cigarrillo y chaquetita porque no pude serlo. Aunque me habría encantado. No sé siquiera si eso sea cierto, pero lo que sí sé a ciencia cierta es que mi única posibilidad como ser humano es escribir, y no sé si eso tenga o no qué ver con ser escritor. Escribo por ver si algún día encuentro cumplida, en carne propia, la frase que Borges colocaba en sus dedicatorias: “espero que usted sea el lector que este libro estaba buscando”. Borges también dijo en una entrevista que el único requisito para ser escritor es, perdonen ustedes la perogrullada, escribir.

 

Era de noche. Me senté ante la computadora acompañado de un té y mi miedo a no tener nada qué decir y, aún peor, de descubrir ante el mundo mi manía narcisista y egocéntrica, que no me permite escribir de otra cosa que no sea de mí mismo. Resolver mi escritura va más allá de las letras: está inextricablemente unida a mis decisiones como ser humano. Escribir, para algunos de nosotros, es un asunto de vida o muerte.

 

Te equivocaste de profesión, recuerdo que me dijo A. cierto día después de que leí un texto en el taller de escritura. No me atreví a preguntar qué quería decir exactamente con eso, ¿qué debía haber dedicado mi vida a escribir?, ¿o que mi forma de ver la vida era quizá demasiado “sensible” como para dedicarme a ejercer la ingeniería? Escribir es el deseo de llegar al otro lado, de cruzar la barrera de los mundos que nos separan de los hombres, es la real posibilidad de descubrir que somos capaces de atravesar la piel y, ¿por qué no?, de descubrir la posibilidad del amor. Nada más. Poco importan, para el caso, las periferias de la vida de quien escribe.

 

Después de una hora, con la mente vacía y la pantalla en blanco, decidí irme a la cama.

 

Al día siguiente fui el segundo en llegar al taller. F. estaba sentado leyendo un periódico. Lo saludé. Con exceso de amabilidad, F. se puso de pie y me estrechó la mano. Sonrió ampliamente, sosteniendo la mirada como si fuera a decirme algo, pero luego se sentó y me dejó con la insalubre sensación de atoramiento entre dos seres humanos incapaces de comunicarse.

 

F. es una figura oscura. Me es difícil armar su historia, pero por lo que he podido reconstruir de sus textos y conversaciones dispersas, estudió en México para sacerdote católico, luego volvió a Guatemala, donde trabajó en una industria metalúrgica en un pueblo fuera de la ciudad, y ahora está desempleado. No habla mucho. Su escritura es lúgubre, como si brotara de un oscuro pasado. Por hacer conversación le pregunté si había visto el partido de los Yankees y los Phillies la noche anterior. Me respondió que no tenía tele y sonrió largamente. No conozco a mucha gente que no tenga tele, le dije. Y agregué que yo tampoco tenía una, pero que sí tenía una computadora, en cambio. Curioso, se limitó a responder, no hay mucha gente que no tenga tele, y sonrió ampliamente, como si fuera a decir algo más que nunca dijo.

 

La siguiente en llegar fue A. A. tiene 29 años, aunque luce mucho menor. Es una de esas mujeres que parecen nunca querer abandonar la adolescencia. Lleva un piercing en la nariz. Sus facciones delicadas apoyan también su imagen juvenil, aunque cierta oscuridad en sus gestos sugiere a su mirada el tono de alguien que ha sufrido. A. se puso a hablar con F., como si se conocieran de mucho tiempo atrás. Yo me quedé al margen, preguntándome qué habría en mi voz que era incapaz de tender puentes hacia otros. Estoy demasiado viejo para todavía sufrir de estas inseguridades, pensé, y me senté, y mis manos sudaban, y sentí ganas de vomitar al pensar en ese horrible texto que había escrito de prisa la noche anterior y que no enganchaba con nada, y me angustié pensando en que debía leerlo en público, y que todos sabrían que era incapaz de decir algo con la mínima apariencia de verdad. No sé nada de la vida, me dije, y pensé en lo inútil que había sido vivir hasta ese momento.

 

Más tarde, sin embargo, antes de dormir, recobré un poco de cordura. Me convencí a mí mismo que comprendía lo que recobrar el tiempo perdido significaba, y que eso era suficiente para sobrevivir. Estaba en mí darle un sentido a las vidas que se habían cruzado con la mía. Reí. ¡Oh, mi incurable dramatismo! ¡Oh, mi epifanía divina! Rescatar historias como destino de vida. Eso era todo. De eso se trataba. Estuve seguro de que la verdadera literatura está en dejarse caer en un pozo ciego, sin preocuparse por el choque, y recordé cuántas veces, sin éxito, lo había intentado ya, y lo mucho que había dolido, y pensé en Papillón intentando escapar de la prisión, saltando muros y rompiéndose las piernas, y pensé tal vez lo mejor sea salir a correr mañana temprano.

 

Ja. Como si no supiera que la única posibilidad de ser verdaderamente honesto es guardar silencio.

 

X. entró en la sala. No había allí nadie más que yo. Me saludó con una sonrisa en su rubicunda cara bonachona, se sentó y, mientras esperábamos a que llegaran los demás, me contó una historia que dijo haber escrito esa semana, sobre una amiga suya a la que su marido la golpeaba. Qué cliché más obvio, pensé. Pero mientras lo escuchaba narrarme la historia, me invadió la idea de que ninguna vida es excepcional, que no hay nada único en nosotros, que todo es un viaje de ego, que no hay nada especial ni en Proust ni en Miller, que estamos todos hechos de las mismas historias que se repiten, una y otra vez, y que comprender esto quizás sea la única razón que haga que valga la pena que una historia sea contada. Comprender esto es el verdadero escape de la soledad.

Estuve callado por el resto de la clase. Mi mente guardó silencio hasta llegar a casa, e incluso hasta que me dormí. No sé por qué.

 

ó

 

A la mañana siguiente desperté con el profundo deseo de ver el mar.

 

Conduje mi Alfa Romeo hasta la playa. Al llegar al hotel, un grupo de cuatro españolas y un argentino se registraban en la recepción, justo antes de que yo lo hiciera. Bromeaban y reían animados. “¿Para cuántas personas?,” me preguntó la recepcionista cuando finalmente me atendió. “Una,” contesté. “Lo siento, no tenemos habitaciones para una sola persona.” “No importa,” le dije, “déme una doble, ya estoy acostumbrado.”

Después de almorzar me senté a la orilla de la piscina a leer a Lugones. Se me ocurrió pensar que Borges era un cobarde, que ni siquiera había sido capaz de inventarse a sí mismo; se escondió toda la vida detrás de los libros y hasta había tenido que robarle la voz a Lugones. Me pregunté si yo tendría el valor de inventarme una y si, en un último intento desesperado por salvarme, sería capaz de hacer lo mismo que él.

 

Ja. Qué viajes de ego los míos.

 

Esa tarde, cuando el cielo parecía la espalda escarizada de un dios, me puse los zapatos para correr, y salí a la carretera. No llevaba reloj ni agua para beber. No llevaba más que lo que vestía. Seguí la ruta durante no sé cuánto tiempo. El asfalto terminaba en cierto punto, y de allí en adelante se convertía en un camino de tierra, por el que discurrí entre sembradíos, con niños de piel tostada zumbando a mi lado en bicicletas, seguramente para cumplir con alguna encomienda de sus madres. Pensé en mi historia acerca del hombre sinestésico. Imaginé que yo era él y que era capaz de absorber la realidad de la tarde cayendo sobre las plantas, de retener el olor de la tierra fría, de digerir el viento al enfriar mi piel, para después traducirla en los blancos y negros de un piano. Creí comprender algo. Supe en ese momento que la vida se escurre sin que haya forma de atraparla; que la literatura y los libros son un engaño con el que el titiritero se lleva a los niños a la tierra de los burros. Nada nos pertenece. Podría haber llorado. ¿Qué soy yo sino un extraño personaje creado por mi propia imaginación, o una lectura deficiente que el mundo hace  de mi vida? Yo no existo, pensé, soy una ficción en la memoria del mundo. Tal vez por eso lo mejor sea mentir y escribir invenciones donde me disfrace de ballena o de caballero, por ver si llevado al límite, el absurdo logre decir más sobre mí que lo que podría una intentona de verdad. Pensé en las historias olvidadas de mi vida. Pensé en las historias que en el taller de escritura querían contar los otros. Pensé en las historias de cómo ellos llegaron a ser esas personas que hoy se sentaban a mi lado. Empezó a llover. En la carretera ya no había nadie excepto yo, corriendo. El agua caía como la soledad sobre las vidas de A. y de M., de F. y de S., de G. y de D. La misma agua nos mojaba a todos. Dentro de la soledad, todos éramos un mismo deseo por escapar. Luego oscureció y ya no pude distinguir la carretera bajo mis pies. Mis pasos temerosos tenían que confiar en que no tropezarían.

 

Correr como acto de fe. Escribir como aceptación del inevitable fracaso.

 

Al llegar al hotel me duché. Luego me dirigí al restaurante y pedí de comer. Mientras esperaba, escribí en una servilleta: “Seis maneras de escaparle a la soledad y salir con vida.” No tenía historias para un libro, pero al menos tenía un título. Había llegado al ground zero, al punto donde nace la primera letra, al sitio desde donde tendería el puente hacia el mundo. Supe entonces que debía escribir las historias de aquella gente que en un taller de escritura se había sentado junto a mí. Sus historias eran el reflejo de mi carrera para escapar de la soledad. Volví a mi habitación y escribí este aborto de historia, preguntándome si algún día cobraría vida, cuando seis historias consiguieran llevarla a cualquier sitio, a una imprenta o a un disco duro, o, al menos, a un funeral decente.

06 de abril de 2010
1976, Guatemala Ciudad, narrativa

una intervención en “la cola infinita que sabiamente muerde el tigre: seis maneras de escaparle a la soledad y salir con vida”

  1. Lorena Torres dice:

    Mucho mas que un cuento o un aborto de cuento, una reflexión filosófica. Mucho que pensar….talvez también comparta el asunto del ego my dear writer! Congrats!

¿algo qué decir?