Te Prometo Anarquía

junto al eco de la infancia, que es recuerdo de pisadas clandestinas en la noche, se escucha el vital rumor de… perros blancos

 

[LUIS ARROYO]

 

I 

Solía despertarme la lengua fría y pegajosa de un perro blanco acariciando mis pies descalzos. Estaba tumbado en la arena y el sol abrasaba la brisa marina y la convertía en polvo de vapor. Hacía más de cinco horas que yacía inconsciente y me intentaba camuflar entre la arena volcánica, negra, ardiente.
 
Empecé a andar sin ruta clara, siempre en la dirección contraria a las olas del mar, que a veces crecían e intentaban tragar todo a su alcance. Solo había perros, escuálidos, enfermos, acercándose peligrosamente, pero con la cabeza casi rozando el suelo, en ese gesto tímido que a veces suelen tener los más temerosos.
 
Me interné en la vegetación en búsqueda de alguna sombra y para intentar calmar la sequedad de garganta. Contemple desconcertado como la jauría se quedaba observando al margen de la masa verde. Ahora adoptaban un gesto de malicia y uno a uno echaba marcha atrás, dándome la despedida con la larga y punzante cola.
 

 II

Intenté olvidar aquella estampa. No valía ahora la pena amedrentar mi mente cansada con miedos infundados. Aquella selva transmitía una calma inquieta, el olor a tierra húmeda y la brisa nocturna salpicaban todos los rincones. Intenté orientarme viendo hacia un lado y hacia otro, el ardor en los ojos era insoportable.
 
El maldito canto de los pájaros esa mañana provocó que mi mente divagara hacia aquellas mañanas en las que me despertaba en casa y me esperaba la mitad de una naranja espolvoreada con azúcar.
¿Cómo era ese sabor? Sabía como a…
 
A punto estaban mis papilas de volver a experimentar la dulce experiencia, cuando de repente algo quemó mi brazo derecho e instintivamente, lo encogí sobre el pecho e intenté con la otra mano proteger la herida. ¡Mierda! Debí de suponerlo.

III

¡Myriocarpa longipes! Bendita habitante de la maraña verde, siempre imperceptible. «Patojos, no se metan allí porque puede haber chichicaste hombre…» la voz de mi bisabuela se escuchó a lo lejos.
 
Un puñado de tierra caliente mezclada con hojas podridas y un par de hormigas muertas hicieron de tatuaje improvisado. Una rama seca con lunares verdes y blancos sirvió para desatar la furia de la comezón, el ardor y la impotencia.
 
Y la sal en la boca. Hay que escupir. Allí donde alguna vez pisaron los perros, jadeando, liberando la saliva escurridiza entre los colmillos. Me convertí en uno de ellos. Levanté las orejas y afiné el olfato. Agua, tiene que haber agua…
 

 IV

Y la noche se me echó encima. Mi madre me cubría lentamente con las sábanas aún frías. Me daba un beso, yo hacía una mueca y un guiño con los ojos cerrados. Buenas noches mamá. Escuché la voz de mi padre al fondo, entre las sombras de los árboles: ¿Se durmió ya?
 
Antes de llegar a ese sitio recuerdo que solía fumar como un obseso, beber como perro, arrastrarme en cuatro patas y bajar las orejas. Eso había motivado mi huida y salí como los ladrones, caminando de puntillas y con el salón a media luz.
 
 
28 de septiembre de 2009
1977, España, Guatemala Ciudad, Madrid, narrativa, prosa, San Miguel Petapa, sin ctrl

2 intervenciones en “junto al eco de la infancia, que es recuerdo de pisadas clandestinas en la noche, se escucha el vital rumor de… perros blancos”

  1. Rojo dice:

    Buena mierda!

  2. Luis Arroyo dice:

    Que tal Rojo, gracias por tu comentario.

    La historia de 'Perros Blancos' continuará en mi blog personal (www.bitsbycamel.com) por si querés pasarte.

    Aprovecho para agradecer nuevamente a Rafa la oportunidad de publicar en TPA. De verdad que es un honor compartir el espacio con tanta gente talentosa.

    Un saludo!

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