Te Prometo Anarquía

cuatro caminos domésticos de la existencia atisbados desde el inicio de una medular imploración terrena

  

[EDGAR QUISQUINAY]
 
 

 

PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO

Amanda dejó el camino y se dirigió entre los árboles por un pequeño sendero. No era la primera vez que lo hacía. Conocía los alrededores de la aldea tan bien como sus padres o sus abuelos. El constante ir y venir, hacia el pueblo y desde él, por años y años le daban una autoridad que tal vez sólo ella reconocía en sí misma. Hay cosas que pueden llegar a no importar. Pero, para Amanda, acortar distancias por senderos entre árboles o en barrancas y ríos, por alambrados o cercos de piedra, era un orgullo y un secreto. Hacer el camino sola, desde pequeña, fue primero una obligación debido al estado de salud de su padres y luego a su insistencia por asistir a la escuela. Los otros niños debían obedecer los caminos que serpenteaban por las faldas de los cerros atravesando aldeas y caseríos, montañas, sembrados. A ellos no les estaba permitido, yendo de la mano de mamá o papá, aventurarse por la oscuridad del monte o en la semiluz de la barranca. Amanda, en cambio, inventó caminos y descubrió las posibilidades que tenía el no seguir las rutas de siempre, descubrió las posibilidades de no cumplir la regla. Nunca se lo dijo a sus padres y en la aldea se asombraban de esa capacidad que tenía de salir última y llegar primera a cualquier lugar. Se entretenía en el pozo por las mañanas, tiraba piedras dentro de él y se hacía la desentendida esperando que ya nadie tomara el camino, que ya todos hubieran salido y que sus siluetas se desdibujaran en lo alto de la colina, así lograría que no la vieran robar tiempo cruzando el potrero grande hasta la primera curva del camino, luego deslizarse por un socavón de agua de lluvia hasta el lecho de un arroyo seco y salir entre charrales a un caminito en desuso hecho por leñadores, de allí subir jadeando la colina hasta detrás del pueblo, evitando con eso que la vieran llegar y sonreírse por otro día y otra burla completada.
Pero cada día inventó algo nuevo. Sabía observar su alrededor y muchas veces se guió por los pasos de los animales para que sus rutas se completaran y orientaran o por el sonido del agua que bajaba por los desagües hasta el río porque sabía que su aldea se encontraba río abajo.
Pero esta vez no intentaba llegar a casa rápido o inventar una ruta nueva. Lo que quería era encontrar un lugar entre los árboles para llorar a gusto. Sabía que ya no era una niña y que sus padres faltaban. Conocía la muerte de cerca y la soledad en carne propia. Debía llorar escondida, que nadie viera cómo una mujercita fuerte dejaba que su cuerpo se cimbrara por el llanto. No lloró la muerte de sus padres, ni la de su hermanito, no lloró al pueblo encendido en llamas en un atardecer de balas y gritos. Amanda explotó esta vez por otras miles razones. Sentía que no debía sus lágrimas a los que a su alrededor se encontraban: no eran los suyos, eran esa otra gente que repobló el lugar años después. Gente sin nostalgias, gente con rostros esperanzados que veían tierra nueva y caminos para caminar con todas sus ansias a cuestas. Amanda pensó en rezar y pedir por el descanso de todas las almas que se perdían entre las risas nuevas, Amanda rezó para que alguien más recorriera sus caminos secretos. Se dio cuenta que todos tenemos secretos y que esta inútil existencia tan sólo sirve para tratar de ser únicos. Amanda rezó fuerte: “santificado sea tu nombre…” Sus manos describieron una curva lenta hacia el cielo que se oscurecía y súbitamente bajaron hasta su pecho. El destello de la hoja del machete fue tenue pero delator. Una queja sorda, una mancha roja más sobre el rojo güipil y la puerta abierta, como abiertos ojos, para muchos y más caminos por recorrer.

 

HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO

—Decídase ―dijo Rubén dirigiendo su mirada al suelo. A pesar del tono altanero era notorio que aún le temía a la mirada de Claudia. —Decídase de una vez, si lo sigue pensando se nos va a hacer tarde a los dos. Si usted no se decide ahora, me voy y la dejo con el problema a usted solita.
Claudia dibujaba en su rostro una mueca parecida a una sonrisa. Le divertía grandemente que alguien como Rubén le diera órdenes. Más aun pensando en eso a lo que él se refería. No podía tomar la decisión ya. No era cuestión de que la apurara para que su mente se aclarara.
—Pues va a tener que irse y dejarme el problema a mí solita —dijo Claudia tomando a Rubén por el hombro—, por ahora no puedo decir nada y el de la prisa es usted no yo. A mÍ no me afecta esperar un par de días más.
Rubén estaba a punto de explotar, quería zarandearla, tomarla del cabello y sacudirla a bofetadas. Su desesperación llegó al máximo al sentir esa mano en su hombro, nadie se atrevía a tocarlo, todos le tenían miedo o respeto y lo que él decía siempre era una ley.
Pero ahora de nada le valía desesperar. Claudia tenía fama de terca y él se acercó con el afán de ayudar, si quería irse contra la razón pues cosa suya, él no iba a evitarle las consecuencias.
—Haga como quiera entonces —murmuró, sudaba copiosamente y sentía que las sienes le reventarían en cualquier momento—, no más no vaya a decir después que no quise ayudar.
—No tenga pena —respondió Claudia iluminando la habitación con su sonrisa—, ya miraré yo como salgo de esto. Váyase con cuidado.
—Usted también —dijo Rubén sin pensar, dio la vuelta en redondo y salió de la habitación.
Cruzaba el patio hacia la puerta que daba a la calle cuando cayó en la cuenta que olvidaba su sombrero, giró sobre sus talones y regresó a la habitación. Tocó suavemente con los nudillos en el marco de la puerta y dijo casi susurrando:
—Claudia, olvidé mi sombrero, me lo alcanza por favor.
No hubo respuesta, volvió a tocar un poco más fuerte por si ella no había oído pero desistió al recordar que era un cuarto pequeño y que sólo la penumbra daba la sensación de que fuera más grande. Ella debía estar dentro a no más de tres metros o había salido justo detrás de él a otro de los cuartos de la vecindad, pero él no recordaba ningún ruido a su espalda o no pudo escucharlo por rumiar su rabia. Un pudor mezclado con miedo le impedía entrar a la habitación así que decidió dar por perdido el sombrero antes que volver a enfrentar a la fiera esa. De nuevo dio vuelta y se dirigió por la vereda del patio hacia la puerta. Una voz lo detuvo. Un niño pequeño le gritó que olvidaba su sombrero.

PERDONA NUESTRAS OFENSAS ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN

Mario no salía de su casa para nada desde el incidente con Paco. Prefería hacerlo todo desde allí. El teléfono se convirtió en su mejor aliado y las visitas de Adela lo reconfortaban mucho. Pero todo cambió el 15 de abril de ese año. La noticia le llegó rápido, busco su revólver entre el canasto de la ropa sucia, lo cargó y se llevó una caja de balas. Se puso la chamarra negra, los lentes oscuros y salió a la luz después de casi dos años de reclusión.
Sabía que el revólver era una exageración, que los amigos de Paco ni siquiera lo reconocerían. Algunos, incluso, lo daban por muerto. Los pasos que daba en la acera los sentía elásticos, rebotaba de baldosa en baldosa, llego al extremo de reír de la sensación. Mucha gente se cruzó en su camino pero nadie lo detuvo. Su presencia en las calle era irreal.
—¡Alejandro! —aúllo Mario al llegar a la casa del nombrado.
—¿Quién lo busca? —contestó una voz femenina desde adentro.
—¡Dile que Mario está aquí!
Hubo silencio. La cabeza de Alejandro asomó por la ventana del segundo nivel. Sus ojillos brillaron y con las manos hizo una seña para que esperara. Un momento después se abría la puerta y Alejandro puteaba y reía al ver a Mario otra vez dueño de su voluntad de andar por las calles.
—Lo que haya pasado allá adentro no me lo contó nadie. Asumo que intercambiaron anécdotas sobres sus vidas, se tomaron unas cervezas y luego maquinaron planes hasta que uno les gustó —en el barcito resonaba la voz de Coca, contando las cosas tal y cual si las hubiera vivido. Iba a continuar cuando fue interrumpido por Daniel, que era quien había empezado el relato:
—Salieron de la casa cargando dos bolsas de lona de esas de los reclutas del ejército gringo, como la que lleva sobre el hombro Elvis cuando hicieron el show ese de que se enlistaba en el ejército para ir a la guerra. Pero bueno, ese tipo de bolsas. Bajaron por la calle Cuestas y doblaron al oeste para llegar al portón. Nadie los detuvo y todavía tuvieron tiempo de sentarse en la grama a tomar otro par de cervezas. Pero recordaron a lo que iban y ya no se entretuvieron con nada más. Sus pasos los conducían hasta Paco. Allí fue donde Alejandro dudó un poco, pero Mario dijo: “No me voy hasta que me disculpe con él”. De las bolsas sacaron la herramienta y se dirigieron hasta Paco. Sacaron y abrieron el ataúd. Mario se abrazó al cuerpo y le pidió perdón.

NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN

Era un deseo sincero aquel de quedarse bajo las sábanas, pero tambaleó al sentir el cuerpo de ella escurrirse desde su lado hasta el baño. Abrió los ojos y se enfrentó a las luces tenues que las cortinas de las ventanas colaban, delatando el naciente día. Apretó los párpados y se negó a hacer movimiento alguno. Resintió en su espalda la falta del calor que ella producía. Así, también, resistía a caer en el juego de planear, poner en agenda, pensar. Cualquier movimiento ajeno al de la respiración era retenido, los oídos trabajaban lo menos posible pero no podían negarse al sonido del agua cayendo desde la regadera. Imaginó el cuerpo desnudo de ella entrando poco a poco bajo la cascada de la ducha, un pie primero, el otro despacio, la cabeza, la cabellera corta e hirsuta, el rostro, el pecho, el vientre, el sexo, los muslos. Un estremecimiento recorrió su cuerpo yaciente. Eso produjo también algo de enojo. Debía negarse, dejar que los oídos se fueran apagando así como sus ojos estaban apagados, como su tacto, inútil, por tener como referencia tan sólo su propio cuerpo. La almohada empezó a calentarse y humedecerse a la altura de su cuello, su espalda era el cielo de un charquito de sudor incomodo y pegajoso. Todo confabulaba para hacerlo abandonar su propósito sedentario y perezoso. El grifo de la ducha chirrió y anunció el final del rito diario de ella. Ahora tendría que secarse, segunda parte del ritual, y es seguro que lo hará acá en el cuarto, mojará todo el piso, manchará las baldosas, las sábanas tendrán la marca del goteo de su cabello y de sus nalgas húmedas. Se vestirá sin mirarse al espejo: le tiene miedo. Se vestirá despacio. Canturreará la melodía que escuchó anoche en el ensayo de la banda y eso será la estocada final. Me veré obligado a recordarlo todo y rehacer cada canción desde el silencio de mi horizontalidad. Su mano recorre mi pecho y escucho su risa y muchos apelativos dichos por su voz: zonzito, haragán… no te hagas el dormido. Ahora mi pecho y mi rostro también están húmedos por culpa de su mano, de su corto cabello. Pero no se moverá. Está decidido, nada lo moverá de allí. Ella se acerca a la ventana y corre de golpe las cortinas. Sientes la luz en el rostro y frunces más los ojos. Ella ríe de tu gesto y enumera todo lo que hará hoy, todo lo que planea, todo lo que tiene en agenda, te recuerda que Carlos te espera en su oficina y que por la tarde habrá reunión en lo de Ana y en la noche la cena de despedida de Rosario y Camilo. Querrías que todo hubiera pasado ya, que ella no asumiera que la escuchas, que entendiera que no necesitas recordatorios, que todo lo sabes bien: nada olvidas, nada pasas por alto. Pero todo confabula contra tu propósito de hoy, tu no querer estar, tu halagar y mimar el cansancio. Abres la imaginaria puerta hacia el sueño profundo pero recibes el revés de la luz, recibes la cándida súplica de ella para que te levantes de una vez, tus ojos responden lágrimas en su cerrada condición. Tus ojos hablan por ti pidiendo que te dejen en paz, el cielo sabrá estar allí, claro u oscuro, cuando decidas levantar la cabeza de la almohada. Adivinas el trajín de la calle, sientes que cada cosa tiene su movido lugar en la rutina diaria.
Adiós, dice su voz. Te besa en la frente como si besara a un cadáver. Esa simpleza te cimbra completamente, te vuelve piedra. Luchas por mover tu cuerpo de su estado cataléptico. Logras incorporarte hasta sentarte, pero tus ojos siguen cerrados. Ahora hay que concentrarse en pensar algo bueno para que tus ojos dejen de llorar y se abran. Te pones de pie, te vistes, no te bañas, bajas hasta el garaje y sigues tu camino hasta el trabajo conduciendo tu automóvil con los ojos cerrados y llorosos.

 

07 de julio de 2008
1973, Guatemala Ciudad, narrativa, nosostromos

2 intervenciones en “cuatro caminos domésticos de la existencia atisbados desde el inicio de una medular imploración terrena”

  1. Petoulqui dice:

    El innombrable! Pero qué agradable sorpresa.

    Saludos,

    Julio E. Pellecer S.

  2. CIUDADANO CERO dice:

    No le había podido comentar, pero hace unos día ví su foto con amiga muy querida y me recordé que le debo un comentario, muy interesantes relatos, llenos de realismo fantástico. Saludos.

¿algo qué decir?